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La venganza del niño viejo: por qué me alegra que el rock se muera
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Hernán Migoya

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La venganza del niño viejo: por qué me alegra que el rock se muera

Si hay un pobre hombre amargado en el mundo, ese es el autor de este artículo. Rebasado el medio siglo de vida, he fracasado en todo

Foto: Portada de un disco de Antono Machín.
Portada de un disco de Antono Machín.

Si hay un pobre hombre amargado en el mundo, ese es el autor de este artículo. Rebasado el medio siglo de vida, he fracasado en todo: en mis libros, en mis cómics, en mis matrimonios. Soy tan feo como los escritores que triunfan en España, pero a mí no me cae esa breva. ¡Y los hijos me han salido aún más feos que yo, menuda fiesta! Ya sólo disfruto desde el autoexilio sudamericano soñando con que España se separe y que a Jordi Évole le concedan el Premio Isabel Gemio al Comunicador Sincero del Año.

¡Cómo no me voy a alegrar de que el rock esté en vías de extinción!

Un niño de los 80 que era fan de Machín

Y es que de niño no sabía ni lo que era el rock.

La culpa es de mi padre, que como buen carpintero estalinista instaló en el nicho familiar un maderamen hermético a toda canción guiri, máxima expresión de un severo régimen de nacionalismo autárquico que por suerte no abarcaba el esparcimiento literario ni el cinematográfico, pero sí el musical ¡y a rajatabla! O sea, bajo nuestro techo sólo se escuchaba música cantada en español.

Foto: La cantante colmbiana Karol G durante una actuación en el Santiago Bernabéu el 20 de julio de 2024, en Madrid. (Europa Press/Ricardo Rubio)

De este modo, ya de bien guaje me tragaba como potitos a dos carrillos los tangos de Gardel: con el tiempo llegué a apreciarlos, pero uno de mis primeros recuerdos traumáticos de infancia me sitúa a los dos o tres años llorando y chillando y golpeteando el cristal esmerilado de la puerta del comedor porque mi padre tenía puesto a volumen inclemente un elepé del Zorzal Criollo. De ahí procede mi querencia posterior por Malevaje, eso sí.

Las rancheras de Negrete y Aguilar poblaban mis fines de semana y hasta en Nochebuena era inevitable ritual que mi hermano y yo nos quedáramos junto a mi padre desvelados sobre el sofá, escuchando mexicanadas en el tocadiscos hasta el amanecer, mientras papá encadenaba un ducados tras otro perdido en sus fantasías charras. Mamá aportaba su debilidad por la Dúrcal, Sergio y Estíbaliz, el argentino de oro Jairo y el Víctor Manuel, que era paisano.

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En mi casa no había discos cantados en lengua extranjera: a Albert Hammond sólo se le admitía en su versión del Échame a mí la culpa; y si por casualidad teníamos un sencillo de Elvis Presley, era con su versión del Guadalajara, aunque vete a saber en qué mierda de idioma lo farfullaba el gachó.

Cierto es que de uvas a peras nos caía algún disco de pop moderno y globalista con lo mejor del año, cortesía de alguna caja de pensiones: y ahí sí, me quedaba extrañado acercando la oreja al Waterloo de Abba o al Love is in the air de John Paul Young. ¡Existían canciones grabadas en idiomas foráneos! Que una canción resultara incomprensible era razón suficiente para que mi padre pasara de ella y la mantuviera a distancia, pero de cuando en cuando alguna se filtraba por el blindaje hogareño.

Así que, en medio de esa política de "a mí me cantan en cristiano", tal vez no resulte sorprendente que mi primer ídolo musical fuera Antonio Machín. Yo ya era un niño triste que pensaba constantemente en la muerte y en el fracaso amoroso, por ese orden, así que no debería extrañar mi filiación emocional con el repertorio melancólico del cantante cubano-español, que seguramente en su vida privada era un calavera, como todos los cantantes románticos: solistas muy bien acompañados.

"Seguramente en su vida privada era un calavera, como todos los cantantes románticos: solistas muy bien acompañados"

A los once años, movido por el inexplicable reflujo cósmico de mi ánimo, me metía unas considerables panzadas de llorar en mi dormitorio, escuchando grandilocuentes actos de inmolación machinianas como ese "ya sé que tienes novio, ya sé que no me quieres, mas a pesar de todo no te podré olvidar: te seguiré queriendo, te seguiré adorando, como yo a nadie quise…". Y ahí ya me ahogaba en sollozos, incapaz de endilgar ese forzadísimo colofón del "cual nunca yo he de amaaaaar" con el fórceps grave de don Antonio.

Mi otra favorita era la de "cada vez que tú te ríes se te forman en la boca dos hoyitos muy bonitos, muy bonitos para mí", declaración que me llevaba a la euforia instantánea, emitida cuando aún esperanzaba que al desdichado protagonista del drama recitado le saliera bien su romance, antes de que confesase compungido que "yo te tengo que apartar: y es porque tú eres novia de un viejo amigo mío y piensa qué sería si te llego a enamoraaaar". Dentro de todo, era el bolero más alegre de Machín: al menos decía "si te llego a enamoraaaar" y no "si me enamoro de tiiii". Eso me hacía albergar esperanzas vanas en la suerte de mis primeros flechazos, inevitablemente condenados a un desengaño inmediato. Y es que, con esos gustos masoquistas de niño viejo, nacido en espíritu treinta años antes que su carne, ¿quién iba a sentirse atraído por tamaño enano carrinclón?

Las noches que quería llorar y desaparecer del mundo, me ponía el Somos del argentino Mario Clavell, que es un cursillo acelerado de cortarse las venas al ralentí. Cuando Antonio Machín rubrica el bolero con ese "Nada más que eso somos… ¡nada máááás!", a uno le vienen ganas de reírse a lágrima viva del nihilismo: ¿para qué te necesitamos, Nietzsche, si ya tenemos a Machín? Anda, lárgate con tus llantos narcisistas a otra parte, que al menos el cubano nos los endosa con arte.

Mi rollo no es el rock

Lo más próximo que estaba del rock y del pop a esa edad tierna era cuando meneaba la cabeza hacia adelante al son del tema principal de Vickie el Vikingo y cuando la meneaba de lado a lado con el de La abeja Maya, respectivamente. Huelga pues añadir que el choque cultural sufrido por mi personita en el colegio y en plena pubertad fue de aúpa. Imaginad ese cole público de las afueras de Barcelona, repleto de charnegos procedentes de toda la geografía española, cada uno buscando su propia identidad estética y moral en los ¿acordes? de la música disco, el rock siniestro, los nuevos románticos, el tecno… y en medio de todos, ese repelente niño Vicente que era yo, el empollón de la clase, que lo sabía todo sobre canción romántica hispanoamericana de los años 40 a los años 60, pero nada de los éxitos internacionales ochenteros.

Recuerdo que un día me tocó sentarme junto a uno de los peores alumnos del aula, un chavalín que siempre iba muy peripuesto y moderniquis, repeinadísimo y tan encantado de conocerse como el Danny Zuco de Grease. Intrigado por su aspecto "a la última", le pregunté si su rollo era el estilo discotequero, o sea, la música disco:

—¡No! —me replicó de lo más envarado y al borde de la indignación, como si hubiera escupido en su libreta de apuntes—. No es música disco: lo mío es el italo dance.

Foto: Arde Bogotá posa para El Confidencial. (Patricia J. Garcinuño)
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Paula Corroto Fotografías: Patricia J. Garcinuño

Me lo dijo todo orgulloso. Si el pobre chico, pueblerino como quien esto firma, hubiera asistido años después a las reuniones de listos urbanitas de la prensa cultural cachondeándose de ese tipo de música por la que él bebía los vientos, tan vilipendiada como el spaghetti western entre los cinéfilos de antaño, se hubiera quedado sorprendido.

En todo caso, era también el único niño tan ahostiable como yo de todo aquel corral de mocosos anhelantes por salir del cascarón.

A los hijos del rock’n’roll: ¡hasta nunca!

Obviamente, me costó adaptarme al ambiente cultural en vigor entre el alumnado del que formaba parte, un ambiente regido por Los 40 Principales: ¿adónde iba yo con mis gustos por las rancheras, los boleros y las coplas? A ser el hazmerreír general. Así que me callaba y trataba inútilmente de ponerme al día. Pero ello implicaba, claro, que no parase de crecer mi resentimiento hacia unos estilos que gozaban de un predicamento y una aceptación entusiastas por el mero hecho de ser de fuera. Solo me sentía cómodo en los bares del barrio, a los que podía entrar con la excusa de mirar a los fieras de las maquinitas pasando pantallas sin fin, mientras disfrutaba de refilón las rumbas chicheras y chunguitas que desgranaba el radiocasete del dueño.

Foto: Fotograma de la película 'Mientras dure la guerra'.

El milagro de mi reseteado musical más trascendente lo propició sin saberlo mi prima Alexandra: hija de mi tía emigrada a Alemania, durante una visita vacacional me regaló una cinta con los últimos éxitos de Nena, Scorpions, Boney M o Alphaville (por mencionar los conjuntos alemanes), así como Duran Duran, Phil Collins, Thompson Twins y otras bandas mayormente inglesas. Esa cinta y el primer recopilatorio Monstruo fueron suficientes para convertirme en un experto en pop mundial, hasta el punto de que, una inesperada mañana, la niña más marisabidilla en tendencias de toda la clase me dijo a la vuelta del recreo: "Oye, tú molas". A partir de ese día me aceptaron en la pandilla de molones sin ningún cuestionamiento. Las cosas folclóricas las seguí escuchando, pero sin mencionarlas jamás entre mis ahora iguales.

Desde una perspectiva a grandes rasgos, mi educación sentimental primigenia estuvo, pues, conectada de forma exacerbada a la cultura popular en español y no participaba del proceso de menosprecio y negación que ha vivido —y continúa viviendo— para varias generaciones que consideran lo estadounidense, británico o francés muy por encima de lo propio: y, por ende, abrazan por automatismo esas señas identitarias en su atuendo y actitud con unos aires de superioridad irrisorios y pazguatos. Para los anglosajones, un español yendo de Bowie por la vida no deja de ser un indígena de una cultura bárbara tratando de emular patéticamente las maneras sofisticadas de la estética impuesta por el imperio británico, una constatación más de sus modelos implantados históricamente, en la forma de su estereotipo más clásico: un gentleman blanco y rubio actualizado.

Foto: Un joven fotografía la portada del mítico disco de David Bowie 'Aladdin Sane' en una exposición en 2023 en Londres. (EFE/Andy Rain)

Perdonad si vuelvo a mencionar aquí al crítico capitalino y elitista que, durante una grata velada en una discoteca a la que acudieron varios invitados a un festival de cine a finales de los 90, se quedó a cuadros cuando los altavoces despacharon mi balada favorita del puertorriqueño Chayanne y yo la comencé a corear sin un solo tropiezo en la letra: "Lo dejaría todo porque te quedaras, mi credo, mi pasado, mi religión. Después de todo, estás rompiendo nuestros lazos y dejas en pedazos a este corazón…". Cuando volteé la vista a mis compañeros, la mayoría me observaban atónitos: pero la cara del intelectual celtibero en concreto era digna de Millán Salcedo con un empacho de empanadillas. Lo había desactivado de una tacada.

Obviamente, a estas alturas yo también tengo mis ídolos del rock y disfruto sin complejos de bandas anglosajonas o de cualquier parte del mundo. Pero eso no impide que mi niño interior se regocije calladamente al percibir que el rock y los rockeros aspavientan en franca decadencia, que ahora los considerados cutres, horteras y pasados de moda son ellos, y que la música latinoamericana, encabezada por el reggaetón, marca la nueva tendencia. Es el triunfo y la revancha de la música de abajo, de la calle, de los pobres, de los desfavorecidos, de los que culturalmente son menospreciados.

¡Si será la música de los excluidos que hasta los españoles la menosprecian!

De algún modo, el estertor del rock es la mayor venganza de un niño viejo.

Si hay un pobre hombre amargado en el mundo, ese es el autor de este artículo. Rebasado el medio siglo de vida, he fracasado en todo: en mis libros, en mis cómics, en mis matrimonios. Soy tan feo como los escritores que triunfan en España, pero a mí no me cae esa breva. ¡Y los hijos me han salido aún más feos que yo, menuda fiesta! Ya sólo disfruto desde el autoexilio sudamericano soñando con que España se separe y que a Jordi Évole le concedan el Premio Isabel Gemio al Comunicador Sincero del Año.

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