Sí existe el libre albedrío porque no podemos vaticinar el futuro (y eso es esperanzador)
El Renacimiento fue un periodo próspero en ideas muy interesantes, una de ellas la del libre albedrío, que defendió el filósofo Boecio. Este es un extracto del libro 'El rigor de los ángeles'
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Anicio Manlio Severino Boecio tenía trece años cuando el hombre que un día le haría torturar y ejecutar se hizo con el mando del Imperio romano de Occidente. Ese hombre, el rey ostrogodo Teodorico el Grande, dio comienzo a su largo gobierno muy a su estilo, típicamente violento. Tras intercambiar durante años victorias y derrotas en el campo de batalla con Flavio Odoacro, quien gobernó Italia largo tiempo, Teodorico saqueó Rávena, la sede del poder político de la península itálica, y en cierto momento sorprendió a su rival con una oferta de paz. Una fatídica noche del año 493 de la era cristiana, los dos hombres y sus séquitos se reunieron en un banquete destinado a limar sus diferencias y repartirse el Imperio de Occidente entre los dos. Pero cuando Teodorico se puso en pie para hacer un brindis, en vez de alzar su copa hundió su espada en el cuello de Odoacro, al tiempo que sus hombres se abalanzaban sobre el cortejo del rey asesinado y lo pasaba por la espada sin darle tiempo a salir de su estupor etílico.
Durante los treinta años siguientes, Teodorico rigió el Imperio de Occidente, con su gótico puño envuelto en el guante de seda de las costumbres e instituciones civilizadas que iba a dominar el joven Boecio, llamado a convertirse en senador. Boecio, hijo de la aristocracia romana, era un exponente del culto patricio al conocimiento, lo que no le impidió profesar el catolicismo, que para entonces había sido mayoritariamente adoptado por la Iglesia de Occidente. Pero, si bien estaba dispuesto a desempeñar funciones políticas, sus ambiciones eran intelectuales, no mundanas: preservar e interpretar a los sabios de la Antigüedad, unificar los cánones enfrentados de Platón y Aristóteles e intervenir en las disputas teológicas.
Boecio hizo su primera contribución intelectual importante precisamente al tomar parte en el debate religioso. ¿Debían los teólogos entender a Dios Padre como persona distinta de Dios Hijo y superior a él, según sostenían los arrianos? ¿O habían de considerar idénticos a ambos, como uno y el mismo Dios? Boecio, habiendo asimilado el pensamiento neoplatónico desde muy joven, observó entonces que, para que tuviera algún sentido afirmar la identidad de dos términos, estos debían presentar también alguna diferencia, por mínima que fuera. En otras palabras, sostener que Dios Padre y Cristo, Dios Hijo, son uno solo implica necesariamente que también son distintos en parte. De este modo, llegó a un compromiso entre las posturas teológicas occidental y oriental: Cristo podía ser, y, de hecho, debía ser a un tiempo idéntico al Padre y distinguible de Él.
Teodorico acusó a Boecio de traición, le sentenció a muerte y le encarceló en la ciudad de Pavía, donde aguardaría su destino
Su incursión en la disputa religiosa puso de manifiesto su talento para hacer pertinentes en su época las enseñanzas de los maestros de la Antigüedad. Lamentablemente, ese mismo talento contribuyó también a su prematura defunción. Teodorico había impuesto la tolerancia religiosa en todos sus dominios, al permitir tanto a judíos como a católicos la práctica de su fe. Pero el advenimiento de un nuevo emperador en Oriente, Justiniano I, le dio motivos para reconsiderar esa política. Tras años de fomentar la persecución de los arrianos en su reino, Justiniano I empezó a hacer gestos de conciliación con Roma, amenazando así con trastocar los equilibrios de poder en todo el Imperio. En ese tenso contexto, Boecio hizo su brillante y original intento de tender puentes sobre la discordia teológica. Esto, que habría sido un acto de paz en cualquier otra circunstancia, amenazaba en aquel momento al rey ostrogodo con el fantasma de un Imperio unido en el plano religioso bajo el cetro de un emperador oriental recién entronizado.
Teodorico acusó a Boecio de traición, le sentenció a muerte y le encarceló en la ciudad de Pavía, donde aguardaría su destino. Lo que ignoraban sus verdugos cuando acudieron a la puerta de su celda era que había planeado una especie de fuga, en espíritu, ya que no en carne y hueso. Durante sus días de espera, había escrito un nuevo libro. En él explicaba que la filosofía le había liberado de la espiral letal del temor y la desesperación.
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En el día señalado, los hombres del rey entraron en su celda, enrollaron gruesos cables en torno a sus sienes y sus ojos y los tensaron poco a poco mientras él se retorcía y chillaba de dolor agónico. Remataron la faena golpeándolo hasta que murió con pesadas porras de madera. Pero mientras la oscuridad se cernía sobre Boecio y Occidente, cuando Europa perdía el contacto con las augustas tradiciones literarias de los clásicos, su Consolación de la filosofía perduraría para transmitir los tesoros perdidos de la filosofía griega a la Edad Moderna. En la Divina comedia, Dante situaría a Boecio en el cuarto círculo del cielo; Alfredo el Grande en el siglo IX, Geoffrey Chaucer en el XIV y la reina Isabel I de Inglaterra en el XVI pusieron los tres a prueba sus dotes de traductores con su magna obra.
En el libro, Boecio cuenta cómo, sentado en su celda mientras aguardaba su suerte, la ansiedad dio paso a la perplejidad. ¿Un Dios omnisciente no sabría con antelación todas las elecciones que haría un simple mortal como él a lo largo de su vida? Siendo así, ¿cómo podían considerarse libres sus propias elecciones? ¿En qué sentido podía atribuírsele a él la responsabilidad de haberlas tomado? Atrapado en ese vórtice lógico, Boecio clama desesperado: "No hay libertad en las acciones humanas, ni tan siquiera en sus intenciones". Y lo que es peor —se lamenta—, sin esa libertad, la propia idea de justicia también se desvanece, "porque castigar a los malvados por algo que no podían evitar, o, ciertamente, premiar a los virtuosos por acciones sobre las que no tenían ningún control, carece por completo de sentido".
Boecio clama desesperado: "No hay libertad en las acciones humanas, ni tan siquiera en sus intenciones"
Hoy podemos oír ecos de las lúgubres reflexiones de un filósofo cristiano de la Antigüedad tardía condenado a muerte en las palabras de supuestos racionalistas que consideran la libertad una ilusión, que haríamos bien en rechazar junto a supersticiones trasnochadas y creencias religiosas. El popular escritor ateo y estudiante de neurociencia Sam Harris, tras narrar la espantosa violación y el asesinato de Jennifer Petit y sus hijas a manos de dos extraños, cuestionó la tendencia a hacer juicios morales sobre las acciones de los perpetradores. "Por más que encuentro repulsiva su conducta —escribió—, he de admitir que, si intercambiara, átomo a átomo, mi posición con uno de esos hombres, yo sería él: no hay una parte adicional de mí que pudiera decidir ver el mundo de otro modo o resistir el impulso de victimizar a otros". La conclusión que saca de esa reflexión es que "el libre albedrío es una ilusión".
No deja de ser curioso que un fervoroso creyente de la Italia del siglo VI y un ateo convencido y neurocientífico del siglo XXI parezcan coincidir respecto a la naturaleza ilusoria del libre albedrío. Solo que, significativamente, el relato de Boecio no se detiene ahí. Cuando está a punto de renunciar a toda esperanza, recibe una visita; no es un ángel, sino una diosa pagana. Filosofía, la interlocutora personificada del reo, se cuela flotando por los muros de piedra de su calabozo para entablar con él un diálogo socrático. En el curso de su breve intercambio, le revela que su pensamiento incurre en un error; uno que no han corregido las críticas contemporáneas al libre albedrío.
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Boecio, le explica Filosofía, suponía que la presciencia divina excluye la libertad de elección porque no había acertado a distinguir entre el conocimiento humano, intrínsecamente encerrado en el espacio y en el tiempo, de un tipo diferente de conocimiento, propio exclusivamente de Dios. Si un humano pudiera ver el futuro, esa anticipación sí que entraría en contradicción con el libre albedrío, porque las cosas que prevería aún no habrían sucedido. Pero a ojos de Dios, para quien todo el espacio y todo el tiempo existen simultáneamente en un aquí y un ahora, el conocimiento del futuro no puede incluir la distinción entre lo que ha sucedido y lo que está por suceder. Igual que yo puedo saber que ahora mismo está lloviendo sin que ese hecho sea inevitable en absoluto (también podría no estar lloviendo), un conocimiento divino puede saber todo lo que ha ocurrido u ocurrirá sin que ello implique la menor necesidad de que debiera suceder así. Dios puede conocer cada paso que voy a dar y cada decisión que voy a tomar, y eso no quita para que yo pueda elegir libremente.
En otras palabras, que podamos imaginar un ser no limitado por la necesidad de vivir de un momento al siguiente es del todo irrelevante para lo que de hecho ocurre en el tiempo. Hay cosas que pasan sencillamente por necesidad; otras son consecuencia de una elección, en mayor o menor grado. Que supongamos que todas nuestras decisiones, desde el momento presente hasta la tumba, están predeterminadas porque Dios conoce la totalidad de la existencia, todo lo ocurrido, lo que está ocurriendo y lo que ocurrirá en un único y eterno instante, o que todas nuestras decisiones, desde el momento presente hasta la tumba, están predeterminadas porque son consecuencia de procesos físicos sujetos a las leyes de la causalidad mecanicista, viene a ser lo mismo. Pero la cuestión esencial es esta: dado que obvian implícitamente las limitaciones del tiempo, ninguna de las dos suposiciones menoscaba el libre albedrío.
Hay cosas que pasan sencillamente por necesidad; otras son consecuencia de una elección, en mayor o menor grado. Ninguna menoscaba el libre albedrío
Pensar que o bien Dios o la cadena de causalidad niegan el libre albedrío delata un error en nuestros razonamientos. Se basa en la presunción de que nuestro conocimiento de las cosas equivale a las cosas mismas, y no una imagen separada por el tiempo y el espacio de lo que estamos tratando de conocer. Y eso es justo lo que Filosofía le dice a Boecio: "Las cosas no se conocen conforme a su naturaleza, sino conforme a la naturaleza de quien está comprendiéndolas". La ironía está en que los racionalistas radicales que denigran la creencia en el libre albedrío incurren precisamente en ese mismo error.
Como el científico materialista que expresa su asombro por el hecho de que entre miles de millones de posibles personas tuviera la suerte de ir a nacer siendo precisamente él, quienes niegan el libre albedrío solo pueden hacerlo al precio de asumir un punto de vista divino, que ni ellos ni nadie puede ocupar jamás. Cuando Harris afirma que si intercambiara su lugar con algún otro pasaría a ser ese otro enteramente, sin ningún residuo añadido que le permitiera ver el mundo de otra manera, está haciendo precisamente lo que desaprueba: postulando una parte extra de sí mismo capaz de percibir esas diferencias e informar de ellas. Igual que Borges se preguntaba, a propósito del eterno retorno de lo mismo, "a falta de un arcángel especial que lleve la cuenta, ¿qué significa el hecho de que atravesamos el ciclo 13.514, y no el primero de la serie o el número trescientos veintidós con el exponente dos mil?", sin ese arcángel especial, su propia sustitución por otro pasaría totalmente desapercibida para él, para el otro o para cualquier persona del universo, y, por tanto, su afirmación de que actuaría igual (que es tanto como decir que sus acciones son, en algún sentido profundo, cognoscibles, y en consecuencia necesarias y no libres) es tan fantasiosa como esa parte adicional de sí mismo, ese alma capaz de decidir que él cree haber desterrado.
Es la misma jugada que hacen todos aquellos —materialistas y predestinacionistas por igual— que pretenden haber terminado con la ilusión de la libertad. Solo podrían afirmar tal cosa si ocuparan una imposible posición privilegiada, no limitada por puntos de vista temporales o espaciales. En resumidas cuentas, creen poder conocer la naturaleza en sí en vez de la naturaleza expuesta a nuestros métodos inquisitivos. Pero para ocupar tal posición ventajosa tienen que olvidar que lo que es es; que el mundo tal y como se nos presenta ha de ser siempre el punto de partida de nuestras investigaciones. Lejos de aprehender el universo como un todo transparente, estamos ciegos, a la deriva en el espacio-tiempo, buscando a tientas. El libre albedrío como tal no es un implante metafísico ni un delirio de grandeza, sino una admisión de nuestra falibilidad ante un futuro incognoscible.
*William Egginton (EEUU, 1969) es profesor en la cátedra Andrew W. Mellon de Humanidades y profesor de Alemán y Lengua y Literatura Románicas en la Universidad John Hopkins de Baltimore (Maryland). Es autor de múltiples libros en los que trata temas de filosofía, religión, literatura e historia, entre otros. Entre ellos este 'El rigor de los ángeles' (Paidós) del que publicamos un extracto.
Anicio Manlio Severino Boecio tenía trece años cuando el hombre que un día le haría torturar y ejecutar se hizo con el mando del Imperio romano de Occidente. Ese hombre, el rey ostrogodo Teodorico el Grande, dio comienzo a su largo gobierno muy a su estilo, típicamente violento. Tras intercambiar durante años victorias y derrotas en el campo de batalla con Flavio Odoacro, quien gobernó Italia largo tiempo, Teodorico saqueó Rávena, la sede del poder político de la península itálica, y en cierto momento sorprendió a su rival con una oferta de paz. Una fatídica noche del año 493 de la era cristiana, los dos hombres y sus séquitos se reunieron en un banquete destinado a limar sus diferencias y repartirse el Imperio de Occidente entre los dos. Pero cuando Teodorico se puso en pie para hacer un brindis, en vez de alzar su copa hundió su espada en el cuello de Odoacro, al tiempo que sus hombres se abalanzaban sobre el cortejo del rey asesinado y lo pasaba por la espada sin darle tiempo a salir de su estupor etílico.