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Una triste teoría sobre por qué los jóvenes no beben, no fuman y no ligan
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Héctor G. Barnés

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Una triste teoría sobre por qué los jóvenes no beben, no fuman y no ligan

Los datos muestran que las nuevas generaciones son más sanas y tienen menos relaciones sexuales, pero también que socializan menos: quizá no lo hacen porque no tienen dónde hacerlo

Foto: Nostalgia por tiempos más salvajes en 'Dazed and Confused'.
Nostalgia por tiempos más salvajes en 'Dazed and Confused'.
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Fui de los últimos de mi grupo de amigos que empezaron a beber. Tomé mi primer kalimotxo la misma noche en que fumé mi primer cigarro, porque siempre he creído que si te pones a hacer algo, hay que hacerlo a fondo. Tenía 16 recién cumplidos y mis amigos ya estaban de vuelta de todo eso. No es que me interesasen ni el alcohol ni el tabaco, la verdad, pero si lo hice fue porque eran las fiestas de Móstoles y en las fiestas de Móstoles se bebía. Si no hubiesen sido fiestas, a lo mejor a día de hoy seguiría sin haber probado el alcohol.

Si todos mis amigos habían fumado y bebido antes que yo, era porque tenían pueblo (y yo no), y en los pueblos se fuma y se bebe antes. En mi adolescencia tenía la sensación de que cuanto más pequeño y olvidado fuese el pueblo, antes se fumaba y se bebía, como si fuese la única forma de matar el tiempo. Porque ocurría lo mismo con las relaciones sexuales: los de pueblo eran siempre los primeros en hacerlo. Supongo que cuanto más pequeño es un lugar, mayor es la presión social. Pueblo pequeño, botellón grande.

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He pensado mucho últimamente en el declive de la socialización entre los jóvenes, un fenómeno que se ha analizado hasta la náusea en EEUU pero que también ocurre en España. Según los datos del INE, el 44,7% de personas de 16 a 24 años se reúne hoy con mucha frecuencia con amigos y familiares. En 2015 era un 50,3%. Relacionarse con amigos es clave para evitar la soledad no deseada: el 79,8% de los jóvenes que no se sienten solos se suelen relacionar de forma presencial con sus amigos, frente a un 55,9% de entre los que sí se sienten solos.

El punto de encuentro entre datos y anécdota lo da un tuit con el que me crucé la semana pasada: “Rasca bajo la superficie de cada artículo que celebra que los adolescentes beban menos, fumen menos, tengan menos problemas y menos sexo, y te encontrarás este gráfico” Y el susodicho gráfico presentaba un desplome absoluto en el número de adolescentes que durante el último año del instituto veían a sus amigos dos o más veces por semana. Ahí va mi teoría: los jóvenes beben, fuman y ligan menos porque tienen menos posibilidades de hacerlo.

Por supuesto que hay una mayor conciencia de los peligros, faltaría más. Muchos jóvenes odian el alcohol porque han visto sus efectos en su entorno o en sí mismos y prefieren otra clase de ocio más sano. El tabaco tiene una merecidísima malísima fama. Se protegen más en sus relaciones sexuales y no hablemos ya de su conocimiento sobre drogas en comparación con generaciones anteriores. Gran parte de esa posición frente a los vicios se deriva de entornos que ya no idealizan beber, fumar o drogarse. Incluso salir hasta tarde parece de pasaos. Pero tú de qué vas volviendo a casa de día.

Pero creo que también está relacionado con la reducción de posibilidades de exponerse a determinadas situaciones en la vida que pueden resultar negativas, o dañinas emocionalmente, o retadoras. Quizá las nuevas generaciones sean más evitativas, y no se han visto expuestas a esos ritos iniciales por los que antes era casi imposible no pasar y que tenían su utilidad a largo plazo como proceso de aprendizaje. Que dios me libre de glorificar el vicio, pero esas experiencias solían servir para conocer los propios límites, descubrirse a sí mismos y saber qué querías y qué no. Hubo quien un día se bebió un cubata de vodka y no volvió a probarlo.

Te exponías a situaciones de riesgo bajo pero que eran muy valiosas como experiencia

Hablo de la socialización en su conjunto, que te exponía a pasar tiempo con gente, por ejemplo, mayor que tú, o diferente, o poco recomendable, o sabia, o peligrosa, o cariñosa, gente que te iba a enseñar algo que tus padres jamás te iban a enseñar, y que resultaba esencial en el proceso de hacerse adulto. La ventaja de haberse criado en una sociedad como la española donde la socialización resulta clave es que nos exponía a situaciones de riesgo relativamente bajo pero muy valiosas como experiencia.

Esta semana ha circulado un vídeo de Tiktok en el que un centennial intentaba explicar por qué los jóvenes se sienten tan deprimidos. Es porque carecen de “terceros espacios”, explicaba, es decir, de esos lugares que no son ni el trabajo ni el hogar donde antes uno podía encontrarse con sus amigos. “Recuperemos la liga de dardos, recuperemos el club de golf, recuperemos los billares”, pedía. Aunque no estoy muy de acuerdo con que utilice correctamente el concepto acuñado por Ray Oldenburg, tenía razón en que si tienes un lugar donde sabes que te vas a encontrar a alguien cuando todo te va mal, la vida es más fácil.

Un lugar donde, a menudo, se solía beber, fumar o ligar. Como en Cheers, aquella famosa serie ochentera sobre un bar “donde todo el mundo conoce tu nombre”. Cuando vuelvo a Móstoles, me gusta comprobar que sigue habiendo bares donde uno puede entrar sabiendo que es bastante probable que se encuentre a alguno de sus amigos o conocidos, sin haber quedado previamente. Quizá por eso me gusta tanto ir a conciertos, no por la música en sí, sino porque son los únicos lugares donde hoy sé con seguridad que me voy a encontrar con alguien a quien aprecio.

Circulaba también estos días uno de esos vídeos creados con inteligencia artificial cuyo objetivo principal parece ser estimular esa nostalgia ochentera tan querida por la derecha alternativa. Pero en él aparecen bien representados algunos de esos terceros lugares que supuestamente hemos perdido: los kioskos, las gasolineras, los cines de verano, los recreativos, los conciertos, las discotecas, las propias calles iluminadas con luces de neón.

Hay una sensación de abarrotamiento en el vídeo que me parece recordar de la época y que tal vez sí se haya perdido (¿o me lo estoy inventando?). Hoy ya solo veo abarrotados los festivales, los restaurantes de moda o los mercadillos navideños: lugares donde gastarse el dinero. Pienso todos esos sitios donde solía ir de adolescente que ya no existen. La zona de salir de bares en Móstoles, los cibercafés para jugar al Counter Strike (y donde la gente llegaba a zurrarse en persona), los parques donde se hacía botellón que parecían Woodstock 69, o los centros comerciales.

El roce de tu cuerpo

Gran parte de mi nostalgia por estos centros comerciales probablemente se deba a que era el lugar por antonomasia para socializar en la adolescencia pre-bares, la de la inocencia urbanita. Salías con tu pandilla y te cruzabas con las otras pandillas por los pasillos del mall, que a veces no era más que uno de esos pequeños centros comerciales con un puñado de tiendas tan típico de las ciudades dormitorio y donde te pasabas las horas dando vueltas para desesperación de los seguratas. En los pueblos aún existe “el bar”, el lugar donde sabes que si bajas, aunque sea solo, siempre te vas a encontrar alguien. Tengo la sensación de que muchas generaciones no han llegado a conocer nada así.

La sensualidad física favorece que cualquiera encuentre un roto para su descosido

Aunque muchas veces he explicado la importancia que tuvieron para mí los foros de internet a la hora de hacer amigos que aún conservo, también creo que el contacto físico sigue siendo la prueba de fuego para conocer gente, hacer amigos e incluso ligar. El declive en el número de parejas sexuales probablemente esté relacionado con esa pantalla que ha aparecido entre todos nosotros y que a muchas personas puede facilitarles el trabajo, pero a otras, apartarlas irremediablemente. La sensualidad de esos espacios intermedios, el bar, la discoteca, la fiesta, facilitaba que casi cualquiera pudiese encontrar un roto para su descosido.

Sinceramente, es una buena noticia que los jóvenes beban menos, fumen menos, quizá no tanto que tengan menos relaciones sexuales. Lo peligroso es lo que implica: la desaparición de espacios y situaciones que podían propiciar encuentros fortuitos. Por lo general, cuando se intenta poner remedio a esta situación, se realizan apuestas públicas un tanto artificiosas que solo en contadas ocasiones funcionan. Así que supongo que terminará pasando lo que siempre ocurre, que alguien empezará a vender nuevos lugares de reunión para jóvenes como si hubiesen inventado la rueda. Lo mismo, solo que mucho más caro.

Fui de los últimos de mi grupo de amigos que empezaron a beber. Tomé mi primer kalimotxo la misma noche en que fumé mi primer cigarro, porque siempre he creído que si te pones a hacer algo, hay que hacerlo a fondo. Tenía 16 recién cumplidos y mis amigos ya estaban de vuelta de todo eso. No es que me interesasen ni el alcohol ni el tabaco, la verdad, pero si lo hice fue porque eran las fiestas de Móstoles y en las fiestas de Móstoles se bebía. Si no hubiesen sido fiestas, a lo mejor a día de hoy seguiría sin haber probado el alcohol.

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