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El incesto original sobre el que se fundó Roma
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El incesto original sobre el que se fundó Roma

Roma se forjó en un crisol de mitos, luchas sociales y ambiciones políticas. En 'Historia de Roma. Orígenes', Pedro Ángel Fernández Vega nos sumerge en el nacimiento de la Ciudad Eterna. Publicamos un fragmento

Foto: La famosa loba capitolina de Roma, amamantando a Rómulo y Remo. (iStocks)
La famosa loba capitolina de Roma, amamantando a Rómulo y Remo. (iStocks)

Un incesto estuvo en el origen de Roma. Se trató de una violación. La sufrió Rea Silvia, hija de rey y sobrina de un usurpador que había arrebatado el trono de Alba Longa a su propio hermano. Númitor era el padre de Rea Silvia y Amulio, el usurpador. Según la tradición, Amulio se comportó como un criminal astuto: había hecho asumir a Rea Silvia los votos de virgen vestal. Supuestamente le había concedido un honor. En realidad, pretendía evitar que tuviera descendencia. Al ingresar como sacerdotisa de Vesta y quedar consagrada al cuidado del fuego perpetuo, comprometía su virginidad durante los años que permaneciera desempeñando la dignidad oficial, que iban a ser los de su vida fértil.

Los mitos de los orígenes de Roma se tiñen de crudeza. Sobre la castidad de Rea Silvia no hay duda: su condición consagrada fue forzada y se cometió incesto, se transgredió un tabú.

Una versión de lo ocurrido, la más prosaica, la de Tito Livio, establece simplemente que alguien la forzó. En Dionisio de Halicarnaso y en Ovidio, sin embargo, se encuentra un mito más elaborado: el incesto ocurrió en el bosque de Marte cuando la sacerdotisa había ido a buscar agua pura para los sacrificios. Lo perpetró un incierto culpable. La versión más perversa pretende que se trataba de su propio tío Amulio, el usurpador, vestido de guerrero para ocultar su identidad. De hecho, en torno al mito subyace, de un modo u otro, la presencia del dios de la guerra, Marte, al que estaba dedicado el lugar donde ocurrió el incesto. Algunos culpaban a la estatua del dios que allí había de lo ocurrido, y no faltan quienes pretenden que la autoría correspondió al dios mismo, pues la noche se hizo de repente, en pleno día, para ocultar la violación. Marte habría dado pruebas de su verdadera identidad: una estatura y una belleza sobrehumanas.

El destino estaba escrito, en cualquier caso. El violador mismo, fuera quien fuera, aseguró a la joven vestal que no debía afligirse. Se habían cumplido los designios divinos: ella tenía ya depositada en su vientre la simiente para engendrar a dos héroes, superiores a los demás mortales. Y, después de pronunciarse así, el estuprador quedó envuelto por una nube que se elevó al cielo llevándoselo. Certificó de ese modo la veracidad de sus afirmaciones con una prueba de su poder.

placeholder Cubierta de 'Historia de Roma. Orígenes',  de Pedro Ángel Fernández Vega.
Cubierta de 'Historia de Roma. Orígenes', de Pedro Ángel Fernández Vega.

La predestinación late en el relato de los orígenes de Roma. Se pretende que hubo una voluntad divina rigiendo lo que debía ocurrir. La mortal era de estirpe real y además vestal. No podría haber transgresión más grave. El culto a Vesta, o a la griega Hestia, queda establecido como una práctica prístina, innata, que se remonta a etapas insondables previas a la propia Roma.

El mito otorga carta de naturaleza a posiciones patriarcales que cosifican e instrumentan a la mujer, al tiempo que establecen ideales de virginidad, castidad, y hasta de sometimiento.

Por otro lado, la paternidad remite por acción directa o por apariencia, y hasta por el lugar donde ocurrió, a una deidad muy concreta: Marte, dios de la guerra, como si congénita fuera la condición belicosa a la estirpe romana que estaba por engendrarse.

Los mitos sobre los orígenes de Roma se reelaboran durante centurias y nos son transmitidos por escritores que compilan las tradiciones más de medio milenio después. En la prolongada decantación que alumbra los mitos se destilan efluvios de mentalidad, esencias de civilización.

Salvados de las aguas

Rea Silvia, al percibir los primeros indicios de su embarazo, confió entonces a su madre lo ocurrido, sumida en la zozobra y el temor por haber perdido la condición virginal que se le exigía mantener. Su madre le aconsejó que fingiera estar enferma por su seguridad, porque, después de todo, era impura para continuar desempeñando sus obligaciones de culto. Las demás vestales asumieron entonces las tareas rituales que le correspondían a Rea Silvia. Con todo, no engañó largo tiempo a su tío Amulio que se mantenía vigilante. Quizá lo supiera si fue él mismo quien la había violado, o tal vez sospechó. Envió médicos a tratarla, pero las vestales los mantuvieron apartados con la excusa de que se trataba de asuntos femeninos. Así que Amulio encargó a su propia esposa que fuera a visitarla y vigilara a Rea Silvia. Ella intuyó el embarazo. El rey puso bajo guardia a su sobrina de modo que nada escapara a su control. Y el momento del parto llegó.

La tradición de antaño liberaba a la vestal que había roto su castidad de morir enterrada viva, tal y como establecería posteriormente la justicia sacerdotal en Roma. Entonces la pena era otra: la muerte por azotes con varas, así como la eliminación, en cuanto naciera, en la corriente del río, del fruto concebido por incesto.

No hay versión unánime sobre la suerte final de Rea Silvia. Tal vez murió o tal vez fue encerrada en prisión. La hija de Amulio, su prima y amiga desde la infancia, habría intercedido por ella.

Sobre los niños recién nacidos la tradición pretende que Amulio encargó a sus criados que se alejaran de Alba Longa y los abandonaran a la corriente del río.

Quiso el destino que el río bajara crecido y desbordado de su cauce. La riada del Tíber llegaba hasta el pie del Capitolio, y los sirvientes de Amulio no pudieron avanzar más adentro. Allí depositaron a las criaturas, pero la corriente no los arrastró, sino que se remansó, y la canastilla en la que los dejaron depositados flotó y quedó estancada. Los gemelos la hicieron volcar y se revolvieron en el lodo.

No se cumplió el deseo del rey Amulio, como tampoco se cumpliría el del faraón egipcio en otro conocido mito. Los dos pequeños nacidos del vientre de Rea Silvia, salvados de las aguas como Moisés, se hallaban protegidos por unos designios divinos superiores a los mandatos regios. Habían nacido predestinados. Su salvación entrañaba la prueba de esa predestinación. Existe una diferencia notoria entre ambos casos: la tradición judía salva a un futuro patriarca; la tradición romana salva a dos niños, no a un solo infante. El destino de Roma no era monárquico, sino que se antojaba diárquico.

Una loba maternal... o venal

No hay escena más instalada en el imaginario colectivo sobre Roma que la de la loba que salva y amamanta a los dos niños fundadores de la urbe. Se había acercado al río a beber y, por el llanto de los gemelos, los localizó. Lejos de encarnizarse con ellos, los lamió y les ofreció sus mamas. De manera intuitiva, los bebés lactaron de la loba y salvaron la vida. En una versión más elaborada intervendría, además, un pájaro carpintero que también los alimentaba y custodiaba. Loba y pájaro carpintero son animales consagrados a Marte. Velaban así por cumplir con la voluntad del dios padre.

Una cueva al pie del Palatino, llamada Lupercal, mantuvo durante el resto de la historia de Roma la tradición de ser el lugar en el que la loba amamantara a los niños, cerca de una higuera conocida como Ruminal, junto a la que encalló el canasto. Aquel suceso se conmemoraba cada 15 de febrero con las fiestas conocidas como Lupercales, de atávicos ritos: se sacrificaba una cabra, y tal vez un perro, y se hacían ofrendas de pasteles elaborados por las vestales. Después, los Lupercos, un grupo de ciudadanos adolescentes, protagonizaban un rito de paso y transitaban desnudos por Roma azotando con tiras de la piel de cabra recién inmolada los cuerpos de las mujeres romanas que encontraban. Seguían así una práctica que propiciaba que quedaran encintas.

Sobre el autor

Pedro Ángel Fernández Vega es historiador, profesor de Patrimonio Histórico-Artístico y de Arte Antiguo y Clásico en la UNED y doctor en Historia Antigua por la Universidad de Cantabria, donde ha sido profesor de máster. Entre 2005 y 2013 fue director del Museo de Prehistoria y Arqueología de Cantabria y comisario de exposiciones. Colaborador habitual de Historia National Geographic y de La Aventura de la Historia, ha dirigido investigaciones arqueológicas en yacimientos romanos y es autor de un amplio repertorio de artículos sobre arqueología clásica y de varios libros sobre historia, patrimonio, arqueología y museología. Ahora se ha embarcado en la redacción de una monumental Historia de Roma, cuyo primer volumen es Historia de Roma. Orígenes (Arpa Editores). 

En cualquiera de las versiones sobre el mito de los niños abandonados interviene irremediablemente una madre humana de adopción. El mayoral del rey llamado Fáustulo sorprendió a la loba lamiendo a los gemelos y comprendió que se trataba de un prodigio, que aquello entrañaba una voluntad divina. Así que los recogió y los llevó a casa para que su esposa Larentia los cuidara. Una nueva casualidad del destino quiso que Larentia hubiera dado a luz recientemente y hubiera perdido a su hijo, de modo que pudo criarlos en su pecho.

Una versión menos amable del mito la ofrecen Tito Livio y Plutarco: Aca Larentia era en realidad la loba, una prostituta. Queda establecida así una interpretación más racional y descarnada del mito. Más verosímil. La lupa no fue un cánido feroz de instinto maternal (una loba), sino una mujer que, a ojos de Roma, redimió para la posteridad su reputación de mujer infame mediante una memorable acción. Hubiera o no hubiera una loba de cuatro patas previamente, fue Larentia quien los amamantó, la que los sacó adelante, y ella y Fáustulo les pusieron el nombre de Rómulo y Remo.

Los propios romanos bromeaban con el hecho de que fueran unos hijos de "mala madre". Y, con todo, la buena obra de Larentia habría servido para otorgar carta de naturaleza a la prostitución en el seno de una sociedad patriarcal. Roma establecía los ideales femeninos en la virginidad de las niñas hasta que eran núbiles y alcanzaban la edad de contraer matrimonio, y en la castidad de las matronas, de modo que la prostitución no solo se toleraba y disculpaba socialmente, sino que se entendía necesaria: entrañaba un remedio para aplacar la pujanza viril y las veleidades sexuales de los varones, salvaguardando la virtud de las matronas romanas.

Un incesto estuvo en el origen de Roma. Se trató de una violación. La sufrió Rea Silvia, hija de rey y sobrina de un usurpador que había arrebatado el trono de Alba Longa a su propio hermano. Númitor era el padre de Rea Silvia y Amulio, el usurpador. Según la tradición, Amulio se comportó como un criminal astuto: había hecho asumir a Rea Silvia los votos de virgen vestal. Supuestamente le había concedido un honor. En realidad, pretendía evitar que tuviera descendencia. Al ingresar como sacerdotisa de Vesta y quedar consagrada al cuidado del fuego perpetuo, comprometía su virginidad durante los años que permaneciera desempeñando la dignidad oficial, que iban a ser los de su vida fértil.

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