Con pelo, estables y muy resistentes: así eran los 4x4 del antiguo Egipto
El país de los faraones fue uno de los primeros en domesticar burros, animal imprescindible en el desarrollo del Valle del Nilo. Publicamos el capítulo que les dedica "Historias de la historia del antiguo Egipto"
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En el moderno mundo occidental pocos son los que tienen memoria de él. Todo lo más, si uno es amante de los libros, recuerda esta descripción del más literario de sus ejemplares, debida a Juan Ramón Jiménez: "Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Solo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro". En efecto, del burro se trata, al que también podemos referirnos llamándolo asno, borrico, jumento, rucho, rozno, piñón (el último de una recua, en el que suele ir montado el arriero), pollino (cuando es joven), onagro (cuando es salvaje)... Una riqueza léxica que nos recuerda la importancia cultural y económica que este animal ha tenido durante siglos entre nosotros y todavía conserva en muchos países en vías de desarrollo. Se trata de una relación que comenzó hace más de cinco mil años, cuando fue domesticado por primera vez por pastores africanos, en un mundo donde la aridez se iba imponiendo poco a poco sobre la sabana que hasta entonces había sido el Sahara.
A primera vista puede resultar poco evidente que este animal de pelaje apagado y no demasiado impresionante en cuanto a su físico pueda tener demasiada utilidad, pero las apariencias engañan. ¡Y de qué modo! Este animal de unos 2 metros de longitud, una alzada de 1,25-1,45 metros y un peso de 230-275 kg, es notablemente resistente y capaz de transportar durante largas horas de marcha cargas de entre 80 y 100 kg de peso. Además, dada su escasa querencia por el trote o las galopadas, resulta un animal muy estable, perfecto para caminar por terrenos abruptos y pedregosos. A lo cual hay que sumarle su carácter tranquilo y el que quizá sea su rasgo más desconocido: su capacidad para resistir sin agua, porque puede estar tres días sin beber y llegar a perder sin peligro hasta una tercera parte de su peso por deshidratación, casi lo mismo que un camello. Como vemos, es un animal perfectamente adaptado a los ambientes áridos.
Como demuestran los estudios genéticos y las tumbas de burros de época predinástica encontradas en El Omari (c. 4600-4400 a. C.), Maadi (primera mitad del IV milenio a. C.) e Hieracómpolis (c. 3600 a. C.), Egipto fue uno de los primeros lugares del mundo donde se domesticó y se sacó partido de todas sus capacidades físicas. Los restos mejor conservados se localizaron en Abydos en el 2002: diez esqueletos completos enterrados en tres tumbas al suroeste del recinto funerario de Aha y fechadas a finales de la dinastía 0. Los burros aparecieron colocados en paralelo sobre esteras de cañas, recostados sobre su flanco izquierdo y mirando hacia el sureste, dentro de unas cámaras forradas de ladrillos y con cubierta de madera tapada con más ladrillos de adobe.
La alzada media de los diez es 1,2 m, lo que supone un peso cercano a los 270 kg, unas dimensiones muy próximas a las del burro nubio, pues la domesticación todavía no los había diferenciado lo suficiente. Más interesante incluso son las marcas de desgaste que presentan estos asnos (compresión en la columna vertebral, entre otras), propias de los animales que han estado confinados y transportado cargas pesadas, lo cual corrobora su uso como animales de carga. Por otra parte, su entierro en el cementerio real indica que se utilizaban para el avituallamiento del monarca y que su labor era tan necesaria y valiosa que se consideró imprescindible que lo acompañaran en el más allá para continuar desarrollándola. Los burros habían entrado con buen pie en la civilización faraónica, donde se convirtieron en unas herramientas económicas básicas, las cuales el resto del mundo no tardaría en apreciar también. Sobre todo, porque uno de sus primeros usos fue el transporte de bienes desde el delta egipcio hasta el sur de Palestina. A partir de mediados del cuarto milenio a. C., desde poblaciones del Delta como Maadi y Tell al-Farkha partían caravanas de burros que luego regresaban a Egipto cargadas con productos levantinos. Así es como seguramente se exportó la idea de la domesticación del burro, a la vez que se creaba el recorrido conocido después como el camino de Horus. Y es que, quizá sea una sorpresa, pero las caravanas de asnos fueron imprescindibles para el devenir económico del valle del Nilo.
Quizá sea una sorpresa, pero las caravanas de asnos fueron imprescindibles para el devenir económico del valle del Nilo
Dejando a un lado el comercio exterior, en realidad, la base de toda la economía egipcia era la agricultura y en ella el burro tomaba parte de principio a fin. Empezando con el arado de los terrenos; porque, pese a lo que pudiera parecer por su tamaño, el asno es un animal que desarrolla una gran capacidad tractora, hasta el 24 % de su propio peso, justo el doble de la que posee un buey, por ejemplo. Si a eso le sumamos que consume menos alimento y de peor calidad que estos bóvidos, se comprende que fuera utilizado por quienes no poseían la capacidad económica para mantener un tiro de bueyes para arrastrar el arado, es decir, sobre todo dueños de parcelas pequeñas. Eran personas que en ocasiones necesitaban pedirlos prestados o alquilarlos, con el peligro que eso supone.
Una circunstancia que el anónimo autor de la Sátira de los oficios —cuya intención era convencer al lector de que dedicara sus esfuerzos a estudiar para ser escriba— se regodea en describir: Sale a buscar su yunta de burros, y muchos días transcurren mientras va detrás del pastor. Cuando ha transcurrido su tiempo regresa con él para disponerle un sitio en los campos. Cuando el día amanece, sale para empezar temprano. No lo encuentra en su sitio. Pasa tres días buscándolo y lo encuentra en el barro, pero no quedan ni sus cuartos traseros, porque ¡los chacales se lo han comido!
Desgracias aparte, parece que trabajar con asnos podía ser una tarea relativamente sencilla, a pesar de lo poco efectivos que eran los yugos de la época para transmitir su fuerza: "Este año traeremos también a la burra, y trabajará a su debido tiempo, obedece a su conductor y no le falta sino hablar". Por supuesto, la utilidad de los burros no se limitaba a romper el terreno con el arado para poder esparcir la simiente, tal y como se puede ver en la tumba de Ankhtifi en Moalla. A partir del Reino Nuevo, su capacidad tractora parece haber sido utilizada ocasionalmente para arrastrar carros, como sugieren algunos textos: "Y préstale atención a los burros del carro y a los hombres que están en los campos también". En medio del caos de la guerra, si faltaban los bueyes que normalmente los arrastraban, quizá también se recurriera a ellos para tirar de los particulares vagones de carga de dos ruedas utilizados por las tropas de Ramsés en la campaña de Kadesh, como vemos en los relieves del Rameseo y Abu Simbel. Por otra parte, como la siembra se realizaba siempre a voleo, después era necesario introducir las semillas en el terreno para que germinaran. Una tarea que los egipcios encargaban a rebaños de distintos animales, entre ellos recuas de burros.
Una vez germinada la cosecha comenzaba la siega y gracias al trabajo de los campesinos las gavillas de cereales quedaban listas para ser trasladadas a la era, una tarea encomendada a nuestro protagonista, al que no resultaba sencillo cargar. Las escenas de las tumbas nos muestran que para ello se necesitaban hasta cuatro personas: dos para mantenerlo quieto y dos para ponerle los sacos al lomo. Pluriempleados como estaban, la época de la cosecha era para los burros un período de máxima actividad, porque una vez recogida la mies de nuevo entraban en liza para realizar la trilla girando incesantes sobre la era: el tamaño y la dureza de sus pezuñas se añadían a su peso para realizar la tarea sin problemas.
En libertad, estos animales se pasan entre catorce y dieciocho horas forrajeando para alimentarse, y recorren al hacerlo entre 20 y 30 km, de modo que no es de extrañar que mientras daban vueltas a la era alguno que otro intentara atrapar alguna de las mieses. El encargado había de estar atento, no solo para azuzarlos y que no cejaran en su caminar, sino para evitar esos robos: "Te voy a enseñar a dar vueltas", dice enfadado uno de ellos cuando sorprende a un asno que baja la cabeza con hambrientas intenciones. Una tendencia a ramonear la de los burros que podía costarle caro a sus dueños, como comprobó en sus carnes el pobre Khunanup cuando llevaba a sus burros cargados al mercado, que vio como uno era confiscado con toda su carga por el taimado Nemtynakhte cuando el animal se comió una espiga de cebada de su terreno: "Así que ahora voy confiscar tu burro, campesino, porque se está comiendo mi cebada. Mira, va a trillar grano por culpa de su crimen". Para rematar, tras el aventamiento del grano de nuevo también era tarea suya llevarlo hasta el granero, aunque de subirlo hasta la trampilla se encargaban los campesinos vigilados por el escriba que tomaba nota de todo.
Un animal tan versátil y capaz de realizar tantos trabajos diferentes como es el burro dotaba a su dueño de una palpable capacidad económica, lo que los convertía en innegable señal de riqueza. Por eso eran un botín de guerra muy preciado por los faraones desde los primeros tiempos, como se puede ver en la paleta Libia y su fila de asnos capturados al enemigo de esa región por un faraón indeterminado de la I dinastía. Una cifra abstracta que se vuelve concreta en el templo funerario de Sahura ( V dinastía), donde se nos informa que este monarca se trajo de sus campañas en tierras libias nada menos que 233 400 burros, que en época de Ramsés III (XX dinastía) se convierten en "solo" 42.700 animales capturados en esa misma región, entre los cuales hay un número indeterminado de burros, mezclados con ganado, caballos, cabras y ovejas.
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Como es lógico, los altos funcionarios dueños de grandes explotaciones agrícolas terminaban acumulando grandes rebaños de los imprescindibles pollinos. Una riqueza semoviente de la cual dejaban constancia en las paredes de sus tumbas, donde cualquier visitante que entrara podía verla y quedar adecuadamente impresionado. Por ejemplo, Neferirtenef (V dinastía) hace gala de poseer una cabaña de 2300 asnos, una cifra sin duda impresionante; pero que queda en nada cuando la comparamos con los 12 017 borricos de los que presume el enano Seneb (IV dinastía). En cambio, Rakhaefankh (V dinastía) solo puede alardear de un mucho más modesto hato de 760 jumentos, que en modo alguno suponen un desdoro. Unos rebaños de los que se encargaban sus subordinados, por supuesto, como vemos en este diálogo de la tumba de Merymery en Sakkara (XVIII dinastía), donde dos arrieros tienen un debate sobre la calidad de su trabajo: "Voy a conseguir cuatro jarras de cerveza rápidamente", se jacta uno de ellos, a lo que su colega le responde: "¡Mientras yo estaba guiando 202 burros tú estabas tumbado sobre tu espalda!".
No todo el mundo necesitaba de tantos burros para ganarse el sustento. Un par de ellos debían bastar para trabajar una parcela normal de tierra con la que alimentar a la familia y, cuando uno no los tenía, siempre podía alquilarlos, como hemos visto párrafos atrás. Y es que, en ocasiones, había gente que conseguía recursos suficientes como para adquirirlos y ganarse unos ingresos extra cediéndoselos a los vecinos para lo que fuera menester; a cambio de una remuneración adecuada, por supuesto. Este uso de los asnos está, por fortuna, muy bien documentado gracias a la información encontrada en Deir al-Medina, el poblado de los artesanos que excavaron y decoraron las tumbas del Valle de los Reyes. No es lo que se dice un poblado normal, pues en él vivía un elevado número de personas alfabetizadas que ejercían un trabajo muy bien remunerado, pero quizá podamos extrapolar los datos aquí conseguidos al resto de Egipto.
Sobre el autor
Jose Miguel Parra es licenciado en Historia Antigua por la UCM, donde obtuvo su doctorado con una tesis sobre las pirámides del Reino Antiguo egipcio. Además de ser un traductor especializado en egiptología y el mundo antiguo es un activo divulgador del mundo faraónico, al que ha dedicado más de una veintena de monografías sobre los temas más variados: Historia de las pirámides de Egipto (Complutense, 2.ª ed. 2008); Los constructores de las grandes pirámides (Alderabán, 1998), Las pirámides. Historia, mito y realidad (Complutense, 2001), La vida amorosa en el antiguo Egipto (Alderabán, 2001), Gentes del valle del Nilo (Complutense, 2003), Momias. La derrota de la muerte en el antiguo Egipto (Crítica, 2010) La historia empieza en Egipto (Crítica, 2011), o Historia de la historia del Antiguo Egipto, entre otros.
Los burros eran animales caros (entre 25 y 40 deben, el equivalente a una vaca)1 y su alquiler tampoco era barato, medio oipe112 al día de media, lo que supone 3,75 khar de grano al mes, es decir, dos terceras partes del salario de un trabajador del poblado. El préstamo remunerado podía hacerse por solo unos días o por varios meses, y las condiciones del mismo quedaban recogidas en un contrato que permanecía en manos del dueño del animal, motivo por el cual su nombre no suele aparecer en él: "Año 3, segundo mes del invierno, día 1. Este día, dar el burro en alquiler al policía Amenkha: eso hace 5 deben de cobre por el mes. Y pasó 42 días con él. El inspector de policía Amennakhte... [el texto se interrumpe aquí]". Se trata de un precio un poco bajo, quizá porque el arrendador quería estar a buenas con la autoridad.
Alquilar asnos también implicaba ciertos riesgos para el arrendatario, porque con la firma del contrato de alquiler quedaba entendido que él se hacía cargo del bienestar del animal, de modo que el dueño del mismo le podía pedir daños y perjuicios por maltratarlo: "Año 28, 4 mes de la inundación, día de dar el burro al aguador Pentauret para cultivar. Murió en su posesión en el primer mes de la siembra: se le ordenó que pagara por su alquiler una cantidad de 5 deben y realizó un juramento de que reemplazaría el burro en el segundo mes de la siembra".
Un animal tan versátil y capaz de realizar tantos trabajos diferentes como es el burro dotaba a su dueño de una palpable capacidad económica
Incluso si tenía la mala suerte de que el animal falleciera porque ya estaba enfermo cuando lo alquiló debía hacerse cargo de reemplazarlo o entregarle su valor a su dueño. Algo que podía dar lugar a litigios interminables, porque el arrendatario no siempre estaba dispuesto a pagar, no podía o se consideraba estafado por el arrendador: "Primer mes de la siembra, día 10. Lo denunció de nuevo y él [el dios] le ordenó una vez más pagar, por tercera vez. Le hizo realizar un juramento del señor, vida, fuerza, salud, diciendo: Si reniego y disputo de nuevo recibiré 100 golpes con un bastón, y el burro será contado contra mí el doble".
Los burros, por supuesto, también se podían comprar. De hecho, se podía incluso recurrir a un intermediario que conociera bien la mercancía para que se ocupara de buscar al animal: "Año 28, cuarto mes del verano, día 10. El dibujante Menna debate con el aguador Tjao diciendo: 'Le di 27 deben de cobre [en forma de diversos bienes] diciendo: '¡Tráeme un burro!'. Lista de lo que le di: 1 pañuelo de tela delgada (hace 12 deben), 1 chal de tela suave (hace 8 deben), 1 par de sandalias de hombre (hace 2 deben), 1 saco de cebada (hace 1 deben), 1/4 saco de harina. Total entregado a él: 27 deben de cobre. Me trajo un burro, pero se lo devolví; y me trajo otro, pero que tampoco era bueno. ¡Se lo di y dije que me traiga un buen burro o si no mi dinero!'. Él [el burro] le fue dado a él [Tjao]. Realizó un juramento del señor, diciendo: 'Le daré un burro o el dinero antes del primer mes de la inundación, día [...]'. Ante los dos trabajadores jefe y el escriba".
Parece como si el "experto" hubiera intentado colarle gato por liebre al comprador, que le había entregado por anticipado la cantidad que deseaba gastarse, quizá con la intención de quedarse con la diferencia. Desgraciadamente para él, resultó que si el comprador no se ocupaba personalmente de la transacción era por falta de tiempo, no porque desconociera el producto que deseaba adquirir y el intermediario se vio obligado a encontrar el animal que se le había encargado.
Los egipcios ponían nombre a sus mascotas y el que también bautizaran a sus asnos nos indica el tipo de íntima relación que podían llegar a tener con un animal con el que pasaban tantas horas trabajando. Un ostracon de Deir al-Medina nos proporciona una lista de esos apelativos: «Los burros de Sennefer: Tamytiqueret, hija de (?) Kyiry. / Paunshu, hijo de Tamytiqueret. / Pashaiu, hijo de Pasab. / Paankh, hijo de Pakheny. / Paiu, hijo de Ramsés».118 Especialmente notable es el último nombre de la lista, Ramsés. ¿Sennefer vio en el animal cualidades de fuerza e inteligencia que lo hacían comparable con el gran Ramsés II? ¿O acaso se trataba de una bestia testaruda y poco trabajadora, cuyo nombre era una crítica a uno de los Ramsés menores de la XX dinastía, que no parecen haber sabido cómo gobernar Egipto? No hay modo de saberlo, pero no deja de ser un indicador de que la figura del faraón ya no se consideraba tan intocable como antaño.
Respecto a la mención de los progenitores de los burros, no llegaremos tan lejos como para decir que se llevaba un cuidadoso registro del pedigrí de los animales; pero sí da la impresión de que se pretendía conservar al menos una parte de su linaje porque este informaba al dueño —y a los futuros compradores— de algún rasgo dominante que podría ser esperable en animal, como gran resistencia, docilidad... Es más, quizá conocer esos orígenes daba a los remedios egipcios en cuya composición entraban derivados del burro un poder curativo especial: "Este ungüento es especialmente poderoso, porque he utilizado un pedazo de los testículos de Rompedor, el hijo de Desatado, que ya sabes que dejaba preñadas a las burras con sólo mirarlas", nos imaginamos al médico del poblado diciéndole al enfermo.
Tanto en la elaboración de medicinas como de otros productos los egipcios seleccionaban sustancias o elementos cuyas características deseaban que su pócima contuviera y que esta traspasaría a su consumidor. Por ejemplo, en un remedio destinado a terminar con las canas, las recetas egipcias incluyen cuerno negro de una gacela o la cocción en aceite de sangre de un buey o ternero negros. No siempre resulta sencillo identificar las cualidades que poseía una determinada sustancia y la convertían en ideal para un remedio concreto; pero conocemos recetas donde se utilizaban los dientes, los excrementos, el hígado, la grasa, el tuétano de la mandíbula, los pelos, el casco, la sangre, la orina o los testículos de un burro. "Otro remedio: testículos de un asno recién nacido. Esto se molerá finamente, se meterá en vino y será bebido por el hombre. Entonces el demonio-nesyt tendrá que huir inmediatamente", como leemos en la receta del papiro Ebers.
Con todo el beneficio que obtenían de él, no deja de resultar curioso que cuando los burros aparecen representados en pinturas o relieves casi siempre lo hagan acompañados por personas con bastones destinados a golpear sus ancas para hacerlos entrar en razón y vencer su supuesta testarudez. Así, en la tumba de Ti (V dinastía) vemos cómo un arriero inmoviliza a un asno retorciéndole una oreja con una mano y con la otra levantándole del suelo una de las patas delanteras, al tiempo que detrás del animal otro personaje blande el largo palo con el que azota su lomo. Este tipo de trato era tan habitual que en una escena de la tumba de Iti y Neferu (Primer Período Intermedio) 120 los cuartos traseros de un jumento de pelaje oscuro presentan dos claras manchas rojas, dos heridas sangrantes producidas por el arriero que marcha tras él con un bastón sobre los hombros. No es el único, porque cerca vemos a otro arriero golpeando a su burro para que siga marchando.
En el moderno mundo occidental pocos son los que tienen memoria de él. Todo lo más, si uno es amante de los libros, recuerda esta descripción del más literario de sus ejemplares, debida a Juan Ramón Jiménez: "Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Solo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro". En efecto, del burro se trata, al que también podemos referirnos llamándolo asno, borrico, jumento, rucho, rozno, piñón (el último de una recua, en el que suele ir montado el arriero), pollino (cuando es joven), onagro (cuando es salvaje)... Una riqueza léxica que nos recuerda la importancia cultural y económica que este animal ha tenido durante siglos entre nosotros y todavía conserva en muchos países en vías de desarrollo. Se trata de una relación que comenzó hace más de cinco mil años, cuando fue domesticado por primera vez por pastores africanos, en un mundo donde la aridez se iba imponiendo poco a poco sobre la sabana que hasta entonces había sido el Sahara.