El murciélago vampiro explica cómo un roce leve de un extraño nos hace mejores personas
Este es un fragmento de 'Seres sintientes', donde Jackie Higgins explica las capacidades de los animales para hacernos comprender cómo captamos el entorno
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La oscuridad cae sobre la jungla de Costa Rica, las sombras se alargan y una gran colonia de murciélagos aperchados en los oscuros recovecos de una cueva se ponen en marcha tras un día de absoluta inactividad. Uno despliega las alas y sus compañeros le siguen. Echan a volar en círculos concéntricos por el techo de la caverna. Poco a poco van saliendo de la boca de la cueva en bandadas que surcan el cielo del anochecer. Ha comenzado la mañana del murciélago vampiro, Desmodus rotundus. Con una garganta demasiado estrecha como para tragar comida sólida, sobrevive a base de una dieta líquida de sangre. Es el único mamífero sanguívoro conocido por la ciencia. Un par de incisivos superiores afilados pueden perforar con facilidad las duras pieles de vacas y caballos. Luego, durante veinte o treinta minutos, el murciélago sorbe tranquilamente su sangre a través de unos conductos en forma de paja que tiene en la parte inferior de la lengua. Su saliva contiene tantas medicinas como la botica de un farmacéutico: proteínas con propiedades antibacterianas y antimicrobianas, un vasodilatador para ensanchar los capilares y aumentar su flujo; un anticoagulante macabramente llamado "draculina" para evitar la coagulación y asegurar que se produzca un goteo continuo.
No es extraño que tal adepto chupasangres haya alimentado la imaginación de cierto novelista gótico victoriano. Una vez inmortalizado como el alter ego del diabólico conde Drácula, el murciélago se convirtió en la encarnación del mal, obligado a internarse en la oscuridad en busca de una presa desprevenida. Sin embargo, hubo un científico a quien le pareció que el murciélago vampiro estaba muy difamado. "Todo comenzó con un comentario en una conferencia pronunciada por un distinguido catedrático que había estado criando en cautividad crías huérfanas de murciélagos vampiro", dijo Gerald, o Jerry, Wilkinson. Era 1978 y Wilkinson, un zoólogo recién licenciado, estaba en Costa Rica bajo los auspicios de la Universidad de California en San Diego. El catedrático al que se refería era Uwe Schmidt, fundador de una colonia de murciélagos cautivos en Alemania; el comentario aludía a una conducta extraña.
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Se sabía que los murciélagos adultos regurgitaban la sangre ingerida para alimentar a sus propias crías, pero Schmidt los había visto hacer eso con crías huérfanas. Que las madres compartan comida con sus propios hijos es un lugar común en la naturaleza, y es lógico destetar a las crías de la leche para darles sangre antes de que echen a volar para emprender su primera cacería. En cambio, ampliar esa alimentación más allá de la propia familia — dar sangre a los no consanguíneos— era algo insólito. Wilkinson añadía: "Tal cosa iba en contra del dogma de la época". El punto de vista de la evolución centrado en los genes, que propugna despiadadamente el individualismo competitivo, fue ganando terreno. Richard Dawkins había popularizado recientemente la teoría en su libro El gen egoísta. Además, un estudio había demostrado que bastan tan solo dos noches sin comida para que un murciélago se muera de hambre.
"Los murciélagos vampiro viven al límite — explicaba Wilkinson—. La sangre es una pésima fuente de energía. Contiene muy poca grasa, de modo que los murciélagos vampiro no tienen las reservas energéticas de otros murciélagos o de la mayoría de los mamíferos. Los que no consiguen comer durante sesenta horas pueden perder la cuarta parte de su peso y se vuelven incapaces de mantener una temperatura corporal crítica". Así pues, compartir ese sustento ganado con tanto esfuerzo con murciélagos no emparentados parecía menos probable todavía. Por suerte, Wilkinson tenía una posición privilegiada para satisfacer su curiosidad.
Se encontraba en el noroeste de Costa Rica, en un rancho ganadero llamado Hacienda La Pacífica. Había notado que los animales que allí se criaban ejercían una atracción irresistible para una vigorosa comunidad de vampiros. Siguió a los murciélagos y encontró que, a falta de cuevas, estaban aperchados en grandes árboles huecos. Lo primero que se propuso Wilkinson fue apresar a los sujetos y etiquetarlos con bandas de identificación. "Me pasé varios meses sin pegar casi ojo — me contó—. La gente se cree que los murciélagos salen con la luna, pero en realidad evitan la luz intensa y esperan hasta que la luna se haya ocultado. Así que, dependiendo del ciclo lunar, tenemos que estar en las perchas o dormideros a horas muy tempranas de la mañana." Algunos días, él y su equipo los cazaban con red al salir de los árboles, los pesaban y los etiquetaban; otros, los atrapaban a la vuelta. Le llamó la atención que muchos volvían a casa con el estómago vacío.
"Los murciélagos vampiro viven al límite. La sangre es una pésima fuente de energía"
"Era fácil darse cuenta. No hace falta pesar a estas criaturas para saber si han comido. Consumen entre el 50 y el 100 por ciento de su peso corporal en sangre de una sentada y, a semejanza de las garrapatas, la tripa se les puede hinchar hasta el doble de su tamaño." Los estudios han mostrado que, algunas noches, el 7 por ciento de los adultos y el 30 por ciento de los jóvenes vuelven a casa hambrientos. Wilkinson calculó que tales índices de fracaso deberían arrojar un resultado del 80 por ciento de mortalidad. Sin embargo, las colonias estaban prosperando. Para resolver este enigma los investigadores iban a tener que hacer algo que no es del gusto de todos. Wilkinson y su equipo serían los primeros en estudiar de cerca a los murciélagos vampiro en estado salvaje. Para acceder a los oscuros y estrechos dormideros, los científicos tenían que tumbarse boca arriba y meterse por las pequeñas oquedades de los árboles.
"A menudo he visto cómo los investigadores salían gritando", admitía Wilkinson. Y el problema no era estar cerca de una concentración de vampiros, sino las cucarachas gigantes. "Con nuestras luces reconocíamos a esas cucarachas de siete centímetros reptando por los troncos y a sus ninfas infestando el mantillo sobre el que teníamos que tumbarnos". Los científicos trabajaban en parejas; uno era "los ojos" que observan y el otro "el bolígrafo" que anota, y así se daban apoyo moral durante las prolongadas horas que pasaban allí confinados. Su determinación mereció la pena. "Al principio los murciélagos rehuían la luz de nuestras linternas, pero con el tiempo se fueron acostumbrando a nosotros y empezaron a comportarse igual con la luz encendida o sin ella". Ese año, el equipo observó todo tipo de conductas jamás vistas con anterioridad en murciélagos vampiro salvajes: por ejemplo, a hembras luchando, pariendo y alimentando a sus propias crías.
Sin embargo, Wilkinson no había podido ser testigo de la extraña conducta del murciélago cautivo que le había llevado a Costa Rica, aunque, justo cuando comenzaba a perder la esperanza, su suerte cambió. "Al principio, no siempre sabíamos quién era quién, pero cuando averiguamos la genealogía de cada colonia y logramos saber a quién estábamos mirando, lo vimos". Para recordar la fecha y los horarios, Wilkinson tuvo que desenterrar los meticulosamente detallados libros de registro de la expedición. "Fue la mañana del 28 de julio de 1980", me contó. Estaban observando a dos hembras adultas que se abrazaban entre sí con las alas. "A las 11.09, vimos que una empezaba a succionar la boca de la otra durante más de un minuto, y nos dimos cuenta de que estaba lamiendo la sangre que la otra acababa de regurgitar". Una entrada del diario de registro de la mañana siguiente decía: "Entonces fue cuando vimos a otra hembra adulta que regurgitaba sangre para una cría que no era suya". Estas fueron las primeras observaciones en plena naturaleza de cómo los vampiros compartían la sangre con individuos que no eran de la familia, y no solo de una generación a otra, sino también entre adultos.
"Vimos a otra hembra adulta que regurgitaba sangre para una cría que no era suya"
Una vez que el equipo supo lo que buscaba, consiguió verlo repetidas veces. Asimismo, comenzaron a reparar en que esa conducta estaba precedida de elaboradas secuencias de acicalamiento. "Normalmente, un murciélago chupaba a otro, por ejemplo, debajo del ala, pero cuando empezaba a lamerle los labios, el otro a menudo pedía ser acicalado antes de regurgitar". El equipo ya había notado que los murciélagos pasan mucho tiempo lamiéndose, rascándose y mordisqueándose los unos a los otros, pero ahora vieron con claridad que esos rituales se utilizaban para animar a compartir. "En las 600 horas que pasamos tumbados boca arriba en esos cinco años, contemplamos en 110 ocasiones a murciélagos alimentando a otros murciélagos, en su mayoría, una madre y su cría, pero el 30 por ciento eran murciélagos adultos alimentándose entre sí o dando de comer a crías que no eran suyas". La conclusión era incontrovertible: ese comentario casual de la conferencia no solo se había confirmado, sino que había adquirido la categoría de lugar común. Los biólogos evolucionistas calificaron el estudio como un raro caso de abnegación entre genes egoístas: un ejemplo de "altruismo recíproco" que existe porque hay un intercambio de favores.
Un murciélago que llega a casa con el estómago lleno le da sangre de supervivencia a otro a cambio de ser acicalado y de la probabilidad de que algún día cambien las tornas. Como mencionaba el neurocientífico David Linden en Touch: The Science of Hand, Heart, and Mind [Tacto: la ciencia de la mano, el corazón y la mente]: "Yo te acicalo y tú vomitarás sangre por mi garganta. La próxima vez, dentro del espíritu de la reciprocidad, tal vez yo haga lo mismo por ti". Richard Dawkins incluyó el estudio en la siguiente edición de su libro de referencia; los vampiros, escribió, "podrían abanderar la benigna idea de que, incluso con genes egoístas, los tipos simpáticos pueden tener éxito". David Attenborough y un equipo de la BBC fueron los primeros en filmar esa conducta y mostrarla en una película de su serie documental sobre la naturaleza La vida a prueba. De una tacada, Wilkinson había reescrito los libros de texto evolucionistas y había conseguido que la reputación del murciélago vampiro cambiase por completo. Los hijos de Drácula no son los malévolos monstruos de la leyenda, sino unas criaturas que cuidan y comparten. Su honorable código de conducta se revela a través de horas y horas de acicalamiento social. Los murciélagos no son la única especie que sucumbe al contacto. De hecho, la más momentánea escaramuza piel con piel puede hacer que todos nosotros nos comportemos de manera sorprendente.
Los hijos de Drácula no son los monstruos de la leyenda, sino unas criaturas que cuidan y comparten
En un sofocante día de verano de 2004, en la amurallada ciudad medieval de Vannes, en la costa bretona de Francia, unos clientes sedientos estaban sentados en un bar local esperando a que les sirvieran. Ignoraban que en breve participarían en un experimento que investigaba el poder del tacto humano. La camarera que estaba ese día de turno tenía rigurosas instrucciones de tocar disimuladamente a sus clientes en el brazo mientras anotaba lo que querían tomar. En Francia no es obligatorio dejar propina en los bares porque en la cuenta ya está incluido un cargo por el servicio. Ese día los investigadores descubrieron que un leve y aparentemente insignificante roce bastaba para que los clientes dejaran una generosa pourboire para la camarera. Igualmente, los científicos han hallado que un roce casual mejora la oportunidad de que el conductor de un autobús permita a alguien viajar gratis, que los alumnos participen en clase o que un fumador acceda a dar un cigarrillo cuando se lo piden. Y la gente también tiende a devolver a su legítimo dueño una moneda de diez centavos que se acaba de encontrar en una cabina telefónica o a decir que se siente más satisfecha por el tono que ha utilizado un vendedor de coches de segunda mano.
En muchos de estos estudios, el sujeto en cuestión ni siquiera ha notado que le tocaban. Un roce fugaz entre extraños resulta misteriosamente potente: es capaz de provocar la generosidad con el dinero, el tiempo y el esfuerzo, así como la honestidad e incluso la felicidad. A este fenómeno se le ha llamado el "toque Midas", por el rey mitológico griego a cuyo tacto todo se convertía en oro. "¿Por qué a las emociones se les llama sentimientos y no visiones u olores? — se preguntaba Linden—. Esta puede parecer una pregunta estúpida, pero no lo es". Las metáforas del tacto suavizan el lenguaje, como observaba Diane Ackerman en Una historia natural de los sentidos: "Cuando algo nos “toca” es que nos afecta o nos importa mucho [...]. Las personas touchy, o susceptibles, sobre todo si son groseras, realmente nos crispan los nervio". De alguien que es insensible emocionalmente decimos que no tiene tacto. El fisiólogo Frederick Sachs, al señalar que el tacto es el último de nuestros sentidos en desaparecer, escribió: "Mucho después de que nuestros ojos nos hayan traicionado, nuestras manos permanecen leales al mundo".
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Los conceptos del tacto y la emoción se entrelazan en todas las lenguas por una buena razón: tocar y ser tocado provoca un escalofrío emocional. Como decía Ackerman, "hasta un encuentro tan sutil que pasa desapercibido por nuestra conciencia es registrado por la mente subterránea". Pero el caluroso abrazo de un amigo, el beso tierno de una madre o las caricias del amante desencadenan torrentes de sensaciones. Ningún otro sentido nos estimula o excita tanto. Con una facilidad pavorosa, nos convertimos en criaturas sedientas de tocar y ser tocadas. Entender la importancia del tacto está cambiando la manera en que definimos este concepto y poco a poco ha iniciado una revolución científica. En 2014, un artículo publicado en la revista Neuron lamentaba que toda la investigación llevada a cabo en los últimos cien años se centraba en nuestras manos y en lo que algunos autores llamaban tacto "discriminador". Este sentido nos capacita para adaptarnos a las características del terreno: para explorar su tamaño, su forma y su textura. Así es como el topo de nariz estrellada se mueve con tanta pericia por las madrigueras subterráneas y cómo, según establecía el capítulo anterior, los receptores táctiles — las células Merkel, Meissner, Pacinian y Ruffini— desempeñan papeles sutilmente diferentes y complementarios cuando percibimos el mundo con la punta de nuestros dedos.
Sin embargo, Francis McGlone, catedrático de Neurociencia en la Universidad John Moores de Liverpool y principal autor del artículo de Neuron, argumentaba que la investigación más o menos ha ignorado otro sistema táctil de nuestra piel. En consecuencia, me contó que, de los cinco sentidos principales de Aristóteles, el tacto es el menos comprendido. "El tacto es nuestra última gran frontera sensorial. Nos estamos dando cuenta de que es una palabra inadecuada para los complejos sentidos que abarca. La indagación científica histórica puede haberse centrado en los dedos de la mano, pero el tacto se encuentra por todo el cuerpo". Ahora los científicos necesitan centrar sus esfuerzos en la previamente ignorada expansión de la piel que cubre nuestras extremidades, la espalda y el pecho. "Cada vez está más comprobado que el tacto tiene otra dimensión, la del lado social y emocional. Hasta ahora no habíamos descubierto estos circuitos y sistemas." Del mismo modo que los conos y bastoncillos de nuestro ojo dividen la visión en color diurno y vista nocturna, parece que el tacto se compone al menos de dos sentidos: uno que hace hincapié en tocar y otro en ser tocado. Cuando nuestras manos exploran un objeto, los mecanorreceptores envían impulsos neurales eléctricos al cerebro a una velocidad rapidísima a través de las vías nerviosas aisladas de grasa. Nuestra piel también contiene fibras delgadas con poco aislamiento — o incluso con ninguno— y esos nervios se toman las cosas con calma.
"El tacto es nuestra última gran frontera sensorial. Es una palabra inadecuada para los complejos sentidos que abarca"
"Tenemos un primer sistema táctil rápido que se activa a 160 kilómetros por hora y alcanza al cerebro en milésimas de segundo — dijo McGlone—, pero también tenemos un segundo sistema táctil lento que va a pocos kilómetros por hora y llega al cerebro uno o dos segundos más tarde. Aproximadamente tres cuartas partes de los nervios táctiles de nuestra piel pertenecen a este segundo sistema". En esta forma de tacto, las propias células nerviosas son los receptores sensoriales: neuronas largas y periféricas que enlazan la piel con la médula espinal. Sus microscópicas y desnudas terminaciones están esparcidas por toda nuestra epidermis. Se adentran en nuestras capas dermales como lo harían las raíces de un árbol en un tronco nervioso, desde las extremidades, la tripa, la espalda, los hombros y el cuero cabelludo hasta la columna vertebral, donde a su vez estimulan a otros nervios. En definitiva, mientras que los receptores de nuestra piel, con sus fibras rápidas, transmiten el detalle topográfico desde los dedos hasta la fóvea táctil con una gratificación casi instantánea, existen pruebas cada vez más numerosas de que las más prevalentes fibras sensoriales lentas crean el tono emocional del tacto.
McGlone forma parte de un pequeño, pero comprometido equipo global de neurocientíficos, neurofisiólogos, médicos clínicos y neurólogos cuya atención colectiva se ha centrado en una neurona sensorial lenta en particular hallada en nuestra piel hace relativamente poco. "Ha sido mi pasión durante los veinte últimos años, desde que leí un artículo de Åke Vallbo, el hombre que la descubrió en humanos — me contó McGlone—. Encontrarla ha significado que hemos tenido que averiguar para qué sirve". Unos estudios han demostrado que está ausente en la piel sin pelos de las plantas, de nuestros pies, de las palmas de nuestras manos, de las puntas de los dedos y de los labios. "Ausente en la piel que utiliza el tacto discriminador para explorar el mundo — explicaba—. Esta anatomía nos dice algo, nos da pistas sobre su función".
Las pruebas combinadas indican que este sensor está preparado para percibir el roce cariñoso de otro ser humano
Los científicos han analizado cómo responde dicha neurona a diferentes tipos de empujones, golpes y caricias. "Hemos encontrado que solo reacciona ante fuerzas muy débiles, inferiores a cinco milésimas de un newton, y ante movimientos de poca velocidad, de unos 3 a 5 centímetros por segundo. Y lo hace de manera óptima cuando el estímulo táctil está a la temperatura de la piel". En otras palabras, a la misma presión, velocidad y calor de una caricia. "Esto tiene sentido; después de todo, es en las partes con pelo de nuestra piel donde generalmente nos gusta ser acariciados o abrazados".
Es más, los escáneres cerebrales han mostrado que, mientras el tacto discriminador estimula nuestro córtex somatosensorial, estas neuronas tienen por objetivo las partes del cerebro que procesan las emociones, como el córtex insular y las estructuras límbicas. Las pruebas combinadas indican que este sensor está preparado para percibir el roce cariñoso de otro ser humano. El sensor tiene varios nombres; entre otros, el que le ha puesto David Linden: el "sensor de la caricia". McGlone explicaba que había jugado con términos como hedonoceptor y hedonocepción, en referencia a Hedone, la diosa griega del placer, para denominar a nuestro sensor y a nuestro sentido del placer. "A decir verdad, lidiamos con el lenguaje porque, hablando rigurosamente, su activación crea percepciones que no son extáticamente placenteras, sino más bien suavemente agradables".
En cualquier caso, el sensor registra el roce de una manera que encontramos gratificante. McGlone y un colega suyo incluso redibujaron el mapa táctil de Wilder Penfield, acentuando las partes corporales donde su cerebro más densamente enerva la piel, para hacer lo que ellos describen como un «homunculus hedónico». Su esquema no es menos grotesco que nuestro homunculus somatosensorial, pero su deformidad presenta rasgos diferentes: nuestras manos, los labios y la lengua han encogido hasta adoptar unas proporciones ajustadas, pero nuestros hombros, los brazos, el cuero cabelludo y la espalda están ahora monstruosamente hinchados. "Hemos descubierto que este mapa es semejante en todos los mamíferos sociales que hemos examinado hasta ahora — decía McGlone—. Desde el punto de vista evolutivo, los animales que trabajan juntos tienen más éxito; para fomentar el compañerismo hubo que recompensar el estrecho contacto físico. Ese sensor es el que lo hace y creemos que desempeña un papel fundamental en la nutrición, la unión y el contacto social".
Con toda probabilidad, ese nervio táctil explica por qué un murciélago vampiro regala sangre después de haber sido lamido, por qué los humanos cedemos ante el menor de los roces y por qué recurrimos a metáforas relacionadas con el tacto para describir emociones. Ese sensor nos predispone a la ternura y, en consecuencia, transforma el tacto en un adhesivo interpersonal y la piel en un órgano social. "En esencia, su papel no es percibir el mundo físico, sino sentirlo", concluía McGlone. El sensor del placer no es la única neurona de nuestra piel que "siente", como algo opuesto a recopilar datos. A semejanza de muchos receptores del rápido tacto discriminador, estas neuronas trabajan juntas para crear el complejo y sutil estado de ánimo de un encuentro. Recorren toda la gama de las emociones, desde el placer hasta el dolor.
** Jackie Higgins creció en Cornualles y estudió Zoología en la Universidad de Oxford como alumna de Richard Dawkins. En la actualidad escribe y dirige documentales para televisión. Lleva más de una década en el Departamento de Ciencias de la BBC investigando, escribiendo, dirigiendo y produciendo películas de todo tipo, desde Horizon hasta Tomorrow's World. Este es un extracto de su libro 'Seres sintientes' (Ariel)
La oscuridad cae sobre la jungla de Costa Rica, las sombras se alargan y una gran colonia de murciélagos aperchados en los oscuros recovecos de una cueva se ponen en marcha tras un día de absoluta inactividad. Uno despliega las alas y sus compañeros le siguen. Echan a volar en círculos concéntricos por el techo de la caverna. Poco a poco van saliendo de la boca de la cueva en bandadas que surcan el cielo del anochecer. Ha comenzado la mañana del murciélago vampiro, Desmodus rotundus. Con una garganta demasiado estrecha como para tragar comida sólida, sobrevive a base de una dieta líquida de sangre. Es el único mamífero sanguívoro conocido por la ciencia. Un par de incisivos superiores afilados pueden perforar con facilidad las duras pieles de vacas y caballos. Luego, durante veinte o treinta minutos, el murciélago sorbe tranquilamente su sangre a través de unos conductos en forma de paja que tiene en la parte inferior de la lengua. Su saliva contiene tantas medicinas como la botica de un farmacéutico: proteínas con propiedades antibacterianas y antimicrobianas, un vasodilatador para ensanchar los capilares y aumentar su flujo; un anticoagulante macabramente llamado "draculina" para evitar la coagulación y asegurar que se produzca un goteo continuo.