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Si no me hacéis caso, me desnudo
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María Gelpí

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Si no me hacéis caso, me desnudo

Cada vez más, el vestirse o desvestirse ha sido utilizado como un reclamo de atención con escasa significación, porque funciona

Foto: kanye West y Bianca Censori en la alfombra roja de los Grammy. (Reuters)
kanye West y Bianca Censori en la alfombra roja de los Grammy. (Reuters)

Hace unos días, Kanye West y Bianca Censori se colaron en la alfombra roja de los Grammy y, para sorpresa de nadie, la volvieron a liar. Los atuendos de ambos, uno vestido y la otra desnuda, eran una referencia al álbum Vultures 1 de Kanye, cuya estética coquetea con el neonazismo. Sin embargo, la performance no respondía tanto a una promoción del disco o una cuestión ideológica, cuanto a una estrategia de búsqueda de atención, a juzgar por lo declarado días más tarde por el cantante, de que habían ganado a los Grammy en las búsquedas de Google.

Sabemos cómo se las gastan los famosos con la ropa cuando tienen photocall, pero es que el atuendo que todos llevamos en público, como dice Umberto Eco en El hábito hace al monje, además de cubrir una necesidad de protegernos de la intemperie, es también un acto comunicativo. Nuestro modo de vestir habla de nuestro estado de ánimo, de nuestro dinero, de nuestro buen o mal gusto, incluso de nuestra ideología. Porque desde los sans-culottes o los camisas pardas, vestirse puede ser también un gesto político. No es lo mismo llevar fachaleco, que botas camperas, pantalones cargo, chándal Adidas o chaqueta acolchada de las de Pantomima Full. Para Georg Simmel, la moda es una tensión constante entre la imitación y la diferenciación, que deja entrever a qué tipo de persona nos queremos parecer y a qué grupo queremos pertenecer. La historia de lo que llamamos civilización y cultura puede verse a través del tejido y los modos de vestir, como da cuenta el libro El tejido de la civilización: Cómo los textiles dieron forma al mundo, de Virginia Postrel, editado en Siruela.

Pero hay que tener en cuenta que desnudarse es también un gesto significativo, al menos desde que Friné se ganó su inocencia, en la antigua Grecia, al quedar su desnudez a la vista del tribunal. Descubrirse se asocia con lo auténtico, lo revelado, lo esencial y lo que se desenmascara. Desvestirse es también exponer la propia fragilidad, enseñar las vergüenzas, revelando lo que debería estar oculto. Cuenta la leyenda que Lady Godiva recorrió desnuda las calles de Coventry por exigencia de su esposo, Leofric, para lograr que este bajara los impuestos abusivos a sus súbditos, los cuales pactaron no mirarla por respeto. Uno puede quedar desnudo ante la ley, enfrentarse a la nuda realidad o hablar a calzón quitado con la máxima franqueza. Por eso hay que guardar la ropa al bañarse en el río, no sea que nos dejen en pelotas cuando menos lo esperamos.

La gente se desnuda en las playas, en los campings, en las bicicletadas o en los cines nudistas, para crear comunidad. Hay quien se quita la ropa, con mejor o peor acierto, por dinero, pero también tras la euforia de ganar en celebraciones deportivas o de participar en una rave. La gente utiliza la desnudez como símbolo, cuando lo hace por rechazo a las normas y estructuras sociales, como hacían los adamitas del siglo IV, los valdenses del XV, los naturistas del XIX y los hippies del XX. Otros lo hacen para luchar contra la opresión, como las ucranianas de FEMEN, mientras algunos justifican el desnudo como una forma de desafiar el mercado de la sexualización. Se lucha en bolas contra la censura de los pezones en Instagram, contra el uso de las pieles de animales o por los derechos LGTBI+. Pero otras veces, el desnudo carece de carácter simbólico y es tan solo una llamada de atención, como ha ocurrido para protestar contra el Brexit, contra el cautiverio de los osos, contra los impuestos a las vacas en la India, contra el turismo masivo en Barcelona, contra la falta de profesores en Tucumán, contra la contaminación del planeta, o a favor del comercio justo, de Ucrania o de la manipulación genética. Vestirse o desnudarse capta nuestra atención cuando rompe con lo esperado, generando reacciones diversas que van entre la curiosidad y la excitación, pasando por el rechazo y la censura.

Somos nosotros los que nos desnudamos ante el mercado de la atención, que nos consume mientras creemos consumir

Cada vez más, el vestirse o desvestirse ha sido utilizado como un reclamo de atención con escasa significación, porque funciona. No es de extrañar que en redes sociales como TikTok o Instagram hayan proliferado influencers, incluso de divulgación cultural, como @fisicamr (Alba Moreno) o el cocinero Franco Noriega, que utilizan el atuendo, más que como un modo de comunicar, como un modo de conectar. Hace ya un tiempo, School of Life, la empresa de contenidos de divulgación creada por Alain de Botton, colgó en YouTube una clase porno sobre Kant, impartida por una experta multidisciplinar, que se viralizó hasta que la plataforma la censuró.

placeholder Cuadros de Picasso en la exposición 'Desnudos', en Málaga. (EFE/Jorge Zapata)
Cuadros de Picasso en la exposición 'Desnudos', en Málaga. (EFE/Jorge Zapata)

Y es que es precisamente la política family-friendly de la mayoría de plataformas la que ha provocado que algunos artistas se hayan visto obligados a dejar Instagram para mostrar sus obras en OnlyFans o Pornhub, por contener desnudos. Pero recordemos que, en 2021, durante el confinamiento por la COVID, el Museo del Prado calificó de "ejercicio de cinismo" a la iniciativa de Pornhub de ofrecer recorridos virtuales por obras con desnudos, de museos como el Prado, el Louvre y los Uffizi. Fueron retirados por las quejas, lo que daba a entender que, el porno del arte, como diría Hegel, ya no es porno, sino "algo del pasado". Sin embargo, en Pornhub también podemos encontrar desde gamers que cuelgan sus partidas hasta películas pirata, pasando por señores como Shun-Wei Chang, profesor de cálculo de Taiwán, que da sus clases en Pornhub, sin desabrocharse ni un botón, porque monetiza mucho más.

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Pero volvamos al desnudo de Bianca Censori, después de este breve recorrido. Algunos movimientos feministas han salido al rescate de Bianca, arguyendo que actuó por sometimiento a Kanye West, reduciéndola a una víctima sin agencia. Sin embargo, quedarse en esta crítica moral e individual, no hace más que alimentar el monstruo de la mercantilización del cuerpo, en lo que Mark Fisher llamó "castillo de vampiros". Es esta cuota de moralismo y escándalo la que da la réplica perfecta al circo mediático de puertas abiertas. El vestir y el desnudar, utilizado como un recurso visual inmediato, apenas tiene fuerza ya como gesto político en sí, mientras se utiliza como un medio para captar la atención de escroleadores en el pletórico mercado de la minería de datos.

La actual obsesión por estar al día de todas las polémicas, nos mantiene conectados a las redes, mientras perdemos la capacidad para controlar nuestras horas del día. Deseamos nuestra propia servidumbre, porque la conexión con el amarillismo universal nos distrae y narcotiza, incapaces de responder a los estímulos que realmente precarizan nuestra vida. Quizá un día descubramos que somos nosotros los que nos desnudamos ante el mercado de la atención, que nos consume mientras creemos consumir.

Hace unos días, Kanye West y Bianca Censori se colaron en la alfombra roja de los Grammy y, para sorpresa de nadie, la volvieron a liar. Los atuendos de ambos, uno vestido y la otra desnuda, eran una referencia al álbum Vultures 1 de Kanye, cuya estética coquetea con el neonazismo. Sin embargo, la performance no respondía tanto a una promoción del disco o una cuestión ideológica, cuanto a una estrategia de búsqueda de atención, a juzgar por lo declarado días más tarde por el cantante, de que habían ganado a los Grammy en las búsquedas de Google.

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