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¿Y si a Di Stéfano lo secuestró un admirador? ¿Y si se hubiera comido una paella con él?
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¿Y si a Di Stéfano lo secuestró un admirador? ¿Y si se hubiera comido una paella con él?

En 'Pelota Sudaca', Jerónimo Parada y Andrés Santa María trazan las biografías imaginarias de algunos astros del fútbol latinoamericano, mezclando realidad con ficción. Publicamos la dedicada a Alfredo Di Stéfano

Foto: Alfredo Di Stefano durante un partido de fútbol entre el real Madrid y el Barcelona en 1962. (EFE/ARCHIVO)
Alfredo Di Stefano durante un partido de fútbol entre el real Madrid y el Barcelona en 1962. (EFE/ARCHIVO)

La Pequeña Copa del Mundo se desarrollaba como todos los años en Caracas, con la presencia de los mejores equipos de Europa y América. En la edición 1963 participaron el Real Madrid, São Paulo y Porto. Los jugadores alucinaban con la Venezuela de Rómulo Betancourt, en medio de un desbordante flujo de riqueza petrolera. Los planteles y sus comitivas eran agasajados como príncipes, y paseados como semidioses por playas, restaurantes y clubes nocturnos de la ciudad.

Ese 20 de agosto, el equipo había derrotado por 2-1 a los portugueses. La Saeta Rubia, Di Stéfano, había tenido un partido sin sobresaltos. Por la noche, cenaron juntos en el restaurante del Hotel Potomac. Puskas, Gento, Santamaría, Pachín, Train y Di Stéfano echaron buenas risas intercambiando anécdotas de torneos de pretemporada. Di Stéfano se fue finalmente a su habitación, con una sensación de saciedad no solo alimentaria, sino también espiritual. Pensó en su infancia en Barracas, Buenos Aires, y en sus padres italianos. En los años de juventud en Huracán y River Plate, en su primer Campeonato Sudamericano con la Selección de Argentina, en los alucinantes años en Bogotá defendiendo a Millonarios. En el amor de Sara Freitas. Y qué decir de España: ¿alguien alguna vez podría ganar más títulos en tan poco tiempo? Cinco copas de Europa, siete ligas españolas, todo en menos de una década. Saciedad era efectivamente la palabra. La vida le había sido generosa, y a sus 37 años podía seguir disfrutando del fútbol y desplegando calidad por el mundo.

placeholder Cubierta de 'Pelota Sudaca', de Jerónimo Parada y Andrés Santa María.
Cubierta de 'Pelota Sudaca', de Jerónimo Parada y Andrés Santa María.

Lo despertaron unos golpes en la puerta de la habitación. Eran las 6 de la mañana. Di Stéfano escuchó una voz que le exigía abrir. Era un grupo que se identificaba como la Policía, vestían uniformes e iban armados. Le dijeron que debía acompañarlos para aclarar una investigación en curso sobre algo que había ocurrido esa noche en el hotel. Di Stéfano, confundido, les pidió comunicarle con los jefes de la delegación, pero estos se lo negaron. Le insistieron nuevamente que los acompañase. Le condujeron a un coche —que no parecía ser de la Policía— y le introdujeron en el asiento trasero. Di Stéfano les hizo algunas preguntas, que quedaron sin respuesta. El policía que iba en el asiento del copiloto le miraba constantemente. ¿Le intentaba amedrentar? No, no parecía ser esa su intención. Era como si simplemente no pudiese evitarlo. Finalmente, llegaron a una casa de clase media en algún lugar de la ciudad. Los supuestos policías lo guiaron a través de la puerta hasta una gran habitación casi vacía. Por última vez, Di Stéfano intentó obtener algo de información. Cállese, Alfredo, le dijo uno, que procedió a apagar la luz y salir por la puerta, que aseguró girando el cerrojo.

Di Stéfano no supo cuántos minutos pasaron en la oscuridad. Podía sentir chorros de sudor emanando desde sus poros, y una sensación que se acercaba peligrosamente al pánico. ¿Era este el fin de una vida de gloria y armonía? La idea de no poder despedirse de Sara y de sus hijos le atormentaba. Nunca había sentido una amargura similar. ¿Querrán dinero? Estaba dispuesto a darlo todo con tal de comprar su libertad. Sus dedos se enterraron lentamente en la superficie de la cama. El terror se apoderaba de su respiración cada vez más agitada, cuando de pronto, desde el fondo de la habitación, el sonido de una radio interrumpió la oscuridad. Era el relato de un partido, de aquel partido.

Minuto 74 en el estadio Heysel de Bruselas. El marcador está igualado 1-1 entre el Real Madrid y el Milán. El balón lo controla Santamaría en defensa; lo pasa a Zárraga. Zárraga avanza y toca a la banda derecha y encuentra a Kopa. Sigue el genio francés Kopa. Se escapa por la banda derecha, ¡lo persiguen, pero no lo alcanzan! Ahí viene el centro al área buscando al maestro. ¡Ojo que aparece la Saeta Rubia! ¡Controla con el pecho, calma total, se detiene el tiempo! Se perfila, ¡dispara! ¡GOOOOOOOL! ¡GOLAAAAAZO! ¡DI STÉFANO, DI STÉFANO! ¡Qué clase, qué potencia, qué jugador! ¡El portero quedó como una estatua, petrificado! ¡Gol del Madrid, gol de la leyenda, gol de Alfredo Di Stéfano! ¡Esto es arte, esto es historia, esto es fútbol!

En Pelota Sudaca (Impedimenta) Jerónimo Parada y Andrés Santa María trazan biografías ficticias de leyendas del fútbol latinoamericano, biografías literarias en las que mezclan hechos reales con otros que son fruto de su imaginación. 

Con ilustraciones de Christian Cabiñé, Pelota Sudaca celebra a los grandes del futbol latinoamericano a través de extraordinarias trayectorias imaginadas: Ángel Di María es por ejemplo el Franz Kafka argentino, James Rodríguez se convierte en un Buendía de Macondo y Alfredo Di Stefano es secuestrado por un policía/admirador con el que se come una paella. Todo un homenaje vibrante y original al deporte rey. 

 

Apenas terminó el relato, el sonido de la radio se desvaneció y se encendió la luz. En la habitación había aparecido una pequeña mesa con comida y bebida, y dos sillas. En un extremo, el policía del asiento del copiloto, aquel que no le dejaba de mirar, ahora vestía un traje casual de entrenamiento militar y una camiseta inolvidable: la 9 albiceleste que usó Di Stéfano en el Campeonato Sudamericano. Tome asiento, Alfredo —le dijo sonriente— y perdone usted la grosería de haberlo traído de esta forma. Es temprano, pero siempre soñé con este momento, y por algún motivo imaginé que compartíamos una paella. ¿Le molestaría acompañarme? Di Stéfano pareció rápidamente convencido que los delicados modales de su captor eran sinceros y honestos, y aceptó la invitación.

La conversación posterior duró horas. El supuesto policía se llamaba Paúl del Río. Le pidió que mantuviera su nombre en secreto. Le explicó que representaba a las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional. Del Río le dijo que, sin embargo, no pensaba aburrirle con asuntos políticos. Le dijo que, por cierto, quienes le acusaban de franquista eran unos idiotas. Le habló de toda su carrera futbolística, de la que estaba al tanto al detalle, y le pidió que firmara la camiseta que traía puesta. Le confesó que era pintor, y le mostró algunos cuadros que a Di Stéfano le recordaron ligeramente a Pablo Picasso. En algún punto, La Saeta Rubia tomó confianza para hablarle a su captor. Le contó maravillosas anécdotas de sus 20 años como futbolista profesional. Finalmente, Di Stéfano le preguntó por qué le forzaban a estar allí. Del Río lo miró avergonzado. Le dijo que era por la causa, que era para demostrarle al traidor Betancourt de lo que eran capaces, pero que no quería molestarle con esas historias. Di Stéfano no volvió a preguntar.

Tras dos días de cautiverio, comidas, conversaciones y buenos momentos, Alfredo Di Stéfano fue liberado y devuelto al Hotel Potomac. Sus compañeros y familia estaban aterrorizados. La noticia se había transformado en el escándalo mundial de la semana en periódicos y radiodifusoras. Alfredo les explicó a todos que no había que preocuparse, que no pasaba nada, que le habían tratado maravillosamente, y que había, por cierto, conocido a un talentoso pintor, a un amante del fútbol, a un chico realmente espectacular.

Di Stéfano le preguntó por qué le forzaban a estar allí. Del Río lo miró avergonzado. Le dijo que era por la causa, que era para demostrarle al traidor Betancourt de lo que eran capaces

Alfredo y Paúl se volvieron a ver una vez más cuarenta y dos años después en el estadio Santiago Bernabéu. Era el año 2005, con ocasión del estreno de Real, la película, que cuenta anécdotas históricas del club. Se reconocieron y se saludaron con genuino entusiasmo, recordando aquellos inolvidables días juntos en Caracas. Di Stéfano le invitó a cenar a su restaurante favorito de paellas. Paúl aceptó, y esa noche ambos tuvieron una última cena, en la que nuevamente sintieron esa saciedad de la vida. Aquello que algunos llaman felicidad.

La Pequeña Copa del Mundo se desarrollaba como todos los años en Caracas, con la presencia de los mejores equipos de Europa y América. En la edición 1963 participaron el Real Madrid, São Paulo y Porto. Los jugadores alucinaban con la Venezuela de Rómulo Betancourt, en medio de un desbordante flujo de riqueza petrolera. Los planteles y sus comitivas eran agasajados como príncipes, y paseados como semidioses por playas, restaurantes y clubes nocturnos de la ciudad.

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