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Así funcionaba la propiedad intelectual y el derecho de autor en tiempos de Platón
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Así funcionaba la propiedad intelectual y el derecho de autor en tiempos de Platón

En el siglo XVII, a alguien se le ocurrió que además de las tierras o el ganado, las ideas también podían tener dueño. El ensayo 'Copyright' repasa la historia de la creación humana y de su regulación. Publicamos un capítulo

Foto: Estatua de Platón en Atenas. (iStock)
Estatua de Platón en Atenas. (iStock)

El copyright no es la base de todos los derechos que tiene el autor sobre su obra en nuestros días, sino más bien al revés: de no haber sido por la tradición del derecho de autor en las civilizaciones clásicas, quizá el copyright jamás se habría inventado.

En el siglo IV a. C., el filósofo ateniense Platón montó una academia en la que enseñaba a sus alumnos por medio de la conversación y el diálogo. Uno de ellos, de nombre Hermodoro, tomó abundantes notas. Al regresar a su ciudad natal de Siracusa, en Sicilia, hizo pasar a limpio sus anotaciones y luego las publicó en forma de libro de Platón. Hermodoro no cometió plagio, dado que no hizo pasar por propia aquella obra, ni robo, porque tampoco se largó con nada que perteneciera a Platón según las leyes de la época. Aun así, Platón se indignó. La actitud de Hermodoro le pareció deleznable: al hacer caso omiso de una norma ya establecida que otorgaba al autor el derecho a decidir si quería que su obra se hiciera pública y cuándo, había infringido un código de honor.

El derecho del autor a decidir cuándo y cómo compartir su obra constituye la esencia de numerosas disputas entre autores y editores en el mundo antiguo. Cicerón, por ejemplo, protestaba enérgicamente a su amigo Ático de que sus obras se habían publicado sin su conocimiento ni permiso; Galeno de Pérgamo, Diodoro Sículo y Quintiliano se quejaban de lo mismo. En una sociedad que no contemplaba la propiedad de los contenidos de la obra literaria o filosófica, se entendía perfectamente que hacerse con los escritos de otra persona sin su permiso para convertirlos en libros era algo deshonroso.

La legislación de copyright actual concede al autor el derecho exclusivo a publicar su obra. Por eso muchos arguyen que el copyright en sí es un derecho natural y personal, tan antiguo como el propio individuo. Eso es mucho decir. Los derechos de autor del mundo clásico no convertían la obra en propiedad de su creador, y la afirmación de algunos estudiosos modernos de que la propiedad intelectual siempre ha existido es sencillamente errónea. Igual de engañosa es la de que se inventó hacia el 500 a. C. en Síbaris, donde, según se contaba mucho después, el cocinero que inventase "cualquier plato peculiar y extraordinario" para el banquete anual en el que se permitía la presencia de mujeres "tenía derecho a todos los beneficios derivados de la elaboración del plato" durante el año siguiente "para que otros se vieran animados a trabajar con similar prestancia en tales menesteres". Sin embargo, al examinar con detenimiento el origen de esa idea, descubrimos que se trataba de una antigua broma, divulgada como justificación de la decadencia de una ciudad demasiado dada al lujo (¡por algo eran sibaritas!), arrasada por sus vecinos de Crotona en el 510 a.C.

No hace falta una legislación moderna sobre derechos de autor para que publicar una obra sin autorización de su creador constituya un acto indebido. Cinco siglos después del asunto de Platón, "Hermodoro" seguía siendo sinónimo de "granuja" o "sinvergüenza", como Scrooge lo es de rácano, y Tartufo, de hipócrita.

placeholder Cubierta de 'Copyrigh', de David Bellos y Alexandre Montagu.
Cubierta de 'Copyrigh', de David Bellos y Alexandre Montagu.

Otro derecho englobado en los sistemas de copyright del estilo angloamericano y europeo es el de ser identificado como autor de una obra: nadie puede afirmar haber escrito una obra salvo la persona a nombre de quien aparece. Este concepto también es como un par de miles de años anterior a la invención del copyright. Sabemos de su existencia sobre todo por el jaleo que se montó en las ocasiones en las que se consideró que se había vulnerado. Sin embargo, juzgar delitos de lo que suele entenderse por plagio (aunque sea más y también menos que eso) nunca ha sido tan sencillo como considerar que se vulnera el derecho a hacer pública una obra. Los autores griegos de comedia a menudo se acusaban de plagio unos a otros; los autores romanos también debatían la cuestión de a partir de dónde la adaptación se convierte en robo. ¿Era aceptable coger varias obras de teatro griegas y reconvertirlas en una sola comedia latina?, ¿o coger parte de un drama griego ya reconvertido por un autor romano y volver a usarlo? Las decisiones a las que se llegaba en cada caso no se tomaban en los tribunales ni se negociaban en los despachos de los abogados. No era una cuestión legal ni económica, sino de decencia. La superestructura jurídica de la ley de copyright no es imprescindible para que existan los derechos de atribución y sus derivados en disputas sobre supuestos «robos» de ideas creativas, ni para que resuelvan dichas disputas. Los códigos de honor funcionaron igual de bien durante casi tres siglos desde la invención de la propia escritura.

Hoy en día, en muchas universidades estadounidenses, las normas que rigen la calificación del trabajo de los alumnos se apoyan también en un código de honor, a menudo llamado así. Diga lo que diga la guía del estudiante de algunas escuelas universitarias, las normas de buena conducta a la hora de presentar trabajos trimestrales no provienen de la legislación de derechos de autor, sino del concepto de buena conducta que ya se manejaba en el mundo clásico.

Para Aristófanes, Terencio y Cicerón, entre muchos otros, lo que resultaba más inaceptable que tomar prestado en exceso de autores pasados y presentes era no reconocer las fuentes utilizadas. Para Plinio el Viejo, veteres transcribere ad verbum neque nominatos, "copiar a autores antiguos palabra por palabra sin nombrarlos", era equiparable a un robo. A esa conducta dolosa se la conocía como "plagio", de la palabra griega para "secuestro" (originalmente, esclavo de otra persona). El plagio no es un delito estipulado por el copyright; de hecho, en la tediosa y larguísima ley estadounidense del copyright de 1976 y en la aún más larga ley británica del copyright de 1988, no aparece el término ni una sola vez. Un alumno puede plagiar las ideas, los argumentos y las pruebas de su profesor sin vulnerar ningún derecho de autor, mientras que hay múltiples formas de vulnerar esos derechos que no implican plagio en absoluto, como reproducir una canción sin permiso o leer públicamente un libro que te has descargado en tu lector electrónico. Para muchos la línea que separa el plagio de la vulneración es muy fina, pero es importante entender que son, desde el punto de vista histórico, formal y jurídico, formas muy distintas de conducta dolosa.

Shakespeare sacaba sus historias de crónicas y el soneto que usaba era una adaptación del empleado por poetas italianos

Ningún escritor, compositor, artista o autor de ningún ámbito crea algo enteramente nuevo. Desde luego, si fuera enteramente nuevo no se consideraría parte de ningún campo o género creativo. (Los textos promocionales que describen una obra como algo "sin precedentes" no hay que creérselos a pies juntillas.) Las obras de teatro nuevas surgen de una larga tradición dramatúrgica; las sinfonías, de la historia de la composición musical; las novelas policiacas, las catedrales, los sonetos y las cuñas publicitarias... todos toman prestado algo, y a menudo mucho, de sus modelos y predecesores. Si eso es así, todos los escritores y los artistas son plagiadores en cierta medida, y muchos de ellos lo tienen asumido.

En muchas culturas, no hay distinción entre arte e imitación. En la Rusia de principios del periodo moderno, "las imágenes de santos no originales podían ser tan milagrosas como las originales, y a veces la copia llegaba a venerarse aún más que el original [...] Tampoco exigía nadie derechos de autor por los relatos que volvían a contarse en libros". En el siglo XVI, Vasari consideraba que falsificar una antigüedad era un triunfo artístico; los artesanos italianos que producían en masa antigüedades romanas en los siglos XIX y XX para proporcionar souvenirs a los turistas británicos y a los coleccionistas estadounidenses se consideraban artistas, no ladrones. (De hecho, muchas antigüedades romanas son copias de modelos clásicos anteriores.) Shakespeare sacaba sus historias y sus personajes de crónicas escritas en épocas previas, y el soneto que usaba era una adaptación del empleado por poetas italianos de siglos anteriores. La imitación no solo ha sido método, sino también baremo de valía artística desde los albores de la literatura occidental hasta la modernidad. En los siglos XVI y XVII, el estándar de la forma más elevada de escribir poesía provenía de las traducciones del poeta latino Longino, que, en su ensayo De lo sublime, abogaba por "la emulación de los grandes poetas y narradores del pasado":

"Del genio poderoso de los mayores escritores de la Antigüedad, se traslada a las almas de sus rivales, como de una fuente de inspiración, una emanación que sopla sobre ellos hasta que [...] comparten el sublime entusiasmo de otros [...] No hablo de plagio, sino que se asemeja al proceso de copia de formas, esculturas u obras hermosas y de manos expertas [...] Al poner un ojo de rivalidad en tan elevados ejemplos, estos se convierten en balizas que nos guían y que quizá alcen nuestra alma a las alturas máximas que concebimos".

David Bellos es profesor de Francés y Literatura Comparada en la Universidad de Princeton, y además es traductor de numerosos libros y biógrafo de diversos autores. 

Alexandre Montagu es un abogado especializado en propiedad intelectual y transacciones comerciales internacionales.

A cuatro manos han escrito Copyright. La industria que mueve el mundo (Península), un fascinante ensayo sobre quién es el propietario de las ideas y cómo eso controla y monetiza casi todos los aspectos de la vida moderna. 

En China, la imitación de los clásicos constituía el principal modo de poesía, filosofía, historia y artes escénicas. En consecuencia, había "una actitud general de tolerancia por parte de los grandes pintores chinos hacia la falsificación de sus propias obras", y en literatura, «"itar a los clásicos era la forma de discurso universal".

Sin embargo, aun en esas culturas de la imitación, había límites respecto a lo que podía utilizarse, tomarse prestado, reciclarse o imitarse, y respecto a las formas en que el material anterior disponible podía adaptarse o usarse como nuevo de modo honroso.

Hacer pasar tu obra por la de otro es falsificación, pero eso no siempre ha sido delito, aunque sí engaño. En esos casos es donde surgen los mayores problemas, en la obra académica y en los trabajos escolares, por supuesto, pero también, desde tiempos antiguos, en las obras de arte.

La Eneida, el relato épico que hizo Virgilio de los orígenes legendarios de Roma (escrito entre el 29 y el 19 a. C.), traspone y replica una buena cantidad de material de origen griego, empezando por el héroe, Eneas, que ya aparecía en la Ilíada de Homero. Los críticos atacaron a Virgilio por copiar argumentos y formas de expresión de modelos griegos. Pero los ataques revirtieron en su favor: los propios "persecutores del plagio" se convirtieron en objeto de crítica también. Los defensores de Virgilio argüían que siempre sería un mérito para el poeta que estuviera tan familiarizado con la cultura griega que hubiera podido competir noblemente con sus prestigiosos precursores; hablar de plagio en la Eneida era fruto de la ignorancia o de la maldad. Plinio el Viejo quiso cerrar el debate diciendo que era cosa gloriosa competir con los pensadores y los poetas del pasado.

No obstante, la victoria del arte de la imitación en esos casos tan celebrados no resolvía el problema de dónde se encontraba el límite entre lo "nuevo" y lo "viejo". Horacio aconsejaba a un amigo que no leyera demasiado, para no terminar siendo un cuervo adornado con las plumas de otros, pero Ovidio y Catulo se quejaban de que no podían escribir nada sin consultar previamente sus bibliotecas en busca de material e inspiración. La incertidumbre continúa en nuestros días. Jonathan Lethem ha proclamado con orgullo su dependencia de otros escribiendo un ensayo maravilloso formado sobre todo por frases copiadas de otros sitios, mientras que una novelista demandó a DreamWorks, la compañía de Steven Spielberg, por haber tomado de su obra el tema de la película Amistad (a pesar de que los acontecimientos históricos de 1839 que se retratan en ella ya los había convertido en ficción Herman Melville en Benito Cereno, en 1855). La resolución del caso bien podría haber salido de la pluma de Séneca o Plinio:

"Cuando mis abogados tuvieron ocasión de revisar los archivos de DreamWorks y otros documentos y pruebas, ellos y yo llegamos a la conclusión de que ni Steven Spielberg ni DreamWorks habían hecho nada censurable, y por eso les pedí que dieran por cerrado el asunto de inmediato y de forma cordial. Creo que Amistad es una obra espléndida, y aplaudo al señor Spielberg por haber tenido el coraje de hacerla".

En otras palabras: Spielberg es un hombre honrado, y yo preservo mi propia honradez reconociéndolo.

"Aun en las culturas de la imitación, había límites respecto a lo que podía utilizarse, tomarse prestado, reciclarse o imitarse"

Los códigos de honor que regulaban la libre circulación de ideas y de obras en el mundo clásico no han desaparecido, como demuestra el caso de DreamWorks, solo que se les ha superpuesto un marco jurídico que ahora convierte algunos aspectos (no todos) de las creaciones del intelecto en una especie de propiedad que puede tener dueño. La idea de que algo intangible, inmaterial y abstracto como un poema, una obra de teatro y una novela pueda asimilarse a un producto no surgió de un día para otro, y desde su primera aparición fue rebatida acaloradamente por pensadores y hombres de Estado de muy diversa índole.

"Un sentimiento o una doctrina pueden disfrutarlos a la vez todos los hombres", escribió William Warburton en el siglo XVIII, en su ataque a la idea incipiente de la propiedad literaria. "También podría uno pretender excluir a los demás del disfrute de una brisa refrescante". El historiador Thomas Babington Macaulay adoptó la metáfora climatológica de Warburton unos decenios más tarde: "Una vez creados las ideas o el lenguaje que contienen los libros, no son más caros ni más baratos que la luz del sol o el aire". El juez Louis Brandeis, del Tribunal Supremo de Estados Unidos, volvió a decirlo en 1918: "El conocimiento, las verdades demostradas y las ideas, tras su comunicación voluntaria a otros, se tornan libres como el aire para el uso comú". Un memorándum sobre copyright elaborado para los legisladores que debatían el estatuto ruso sobre censura de 1828 trataba la publicación como "la donación por parte del autor para el beneficio de la sociedad a la que debe su educación y su ciudadanía", como lo hace Jonathan Lethem al cierre de su ensayo plagiado sobre el plagio:

"No piratees mis ediciones; fusílame las ideas. La cosa es darlo todo. Mis historias están a tu disposición, lector. Para empezar, nunca fueron mías, pero te las ofrezco. Si te apetece cogerlas, cuentas con mi bendición".

Estas objeciones ponen de manifiesto la parte más vulnerable del copyright. Todo lo que se hace público mediante la publicación se convierte en propiedad pública de forma evidente e irreversible, pero el copyright lo transmuta en privado de nuevo. Entonces, ¿qué fue lo que con- dujo al surgimiento e institucionalización de esta paradoja?

El copyright no es la base de todos los derechos que tiene el autor sobre su obra en nuestros días, sino más bien al revés: de no haber sido por la tradición del derecho de autor en las civilizaciones clásicas, quizá el copyright jamás se habría inventado.

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