Pablo Heras-Casado es el señor de los anillos
El maestro granadino triunfa como artífice de 'El oro del Rin' en la Ópera deParís en un polémico montaje de Calixto Bieto, y persevera en su identificación integral con el repertorio de Wagner
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Ha conseguido Pablo Heras-Casado garantizar su “auctoritas” en una de las compañías más complicadas del planeta. Tan complicada que una fallida película de Glenn Close -Cita con Venus- ya aludía en 1991 a los avatares funcionariales y conspiraciones rutinarias que caracterizaban la Ópera de París en su flamante traslado a la sede de La Bastilla.
Bien los sabe Gustavo Dudamel, cuyas desavenencias con la maison parisina ha precipitado la rescisión de su contrato. Ha aducido el maestro “razones personales”, o tan personales como las que se desprenden de la colisión con la estructura, el organigrama y los profesores de la orquesta.
Se explica así la sucesión de Heras-Casado como artífice de El anillo del nibelungo. Y se entiende que la complicidad adquirida en las funciones iniciales de El oro del Rin representa el inicio de una intensa relación.
Lo demuestran los clamores del público en el desenlace de las funciones. Y lo prueban las afinidades en la concepción embrionaria de la Tetralogía. Heras-Casado dirige sin batuta el operón wagneriano, como si el método persuasivo favoreciera la negociación con la orquesta. Y como si la seducción del sonido prevaleciera sobre las imposiciones.
Heras-Casado dirige sin batuta el operón wagneriano, como si el método persuasivo favoreciera la negociación con la orquesta
Es la razón por la que la versión resultante enfatiza las dinámicas, los detalles y los matices cromáticos. El oro de Wagner brilla y deslumbra en su opulencia, pero también en sus connotaciones más delicadas. Heras-Casado se recrea en los pasajes camerísticos. Y demuestra que el hechicero de Bayreuth no había concebido una orquesta gigantesca para abrumar con el volumen, sino para explorar con los colores y las tonalidades.
Heras-Casado se ha convertido en el señor de los anillos. Se puso el primero en el Teatro Real como artífice de la Tetralogía. Acaba de ajustarse el segundo en París. Y va a lucirlo en el Festival de Bayreuth en 2028, perseverando en una identificación integral con el repertorio de Wagner que ya ha jalonado la cima de Parsifal y que observa en el horizonte la meta de Tristán e Isolda en Dresde (versión parcial en concierto, 9 de marzo).
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Y no puede decirse que la Ópera de París le haya reunido para el Anillo un reparto de excelencia, entre otras razones porque la espantada de Ludovic Tezier malogró in extremis su debut en el papel supremo de Wotan.
Se escucha cansado y precario al sustituto -Iain Paterson- y no terminan de brillar las voces femeninas -Eve-Maude Hubeaux, Eliza Boom, Marie-Nicole Lemieux-, aunque tiene sentido resaltar las estupendas prestaciones de Simon O’Neill, Florent Mbia, Matthew Cairns, Brian Mulligan, Mika Kares y el bajo coreano Kwangchul Youn, no ya “gigantesco” en el papel de Fasolt, sino depositario del espíritu wagneriano como un sumo sacerdote.
Escucha con atención Heras-Casado a los cantantes, evita oprimirlos con el ejército de los vientos. Y no es sencillo en absoluto desempeñarse en un teatro de semejantes proporciones. Impresiona, en efecto, la dimensión industrial de la Ópera de París en su sede de La Bastilla. Por la capacidad del graderío, casi. 3.000 espectadores. Por el ajetreo de empleados, incluidos los 240 profesores de la orquesta. Y por el descomunal espacio escénico. Bien podría aparcarse un Airbus 380 en el hangar que identifica el área posterior del teatro, más todavía cuando se trata de evocar la megalomanía y grandiosidad del repertorio wagneriano.
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Es el caso del montaje de El oro del Rin que se prolonga hasta el 19 de febrero bajo la concepción dramatúrgica de Calixto Bieito, aunque su versión no ha encontrado particular adhesión en la crítica francesa. Se acusa al director mirandés de haberla trabajado poco y de recrearse en una extrapolación divagatoria, empezando porque el comienzo de la Tetralogía no transcurre en el contexto de la remota mitología nórdica, sino en las coordenadas de las nuevas idolatrías, incluidas la tecnología, el transhumanismo y el capitalismo dislocado en que se retratan los oligarcas.
Bieito no ha querido exponerse al veredicto del público. Ha decidido responsabilizarse del plebiscito cuando termine el ciclo completo, de tal manera que El oro del Rin solo introduce y esquematiza el viaje iniciático hacia La valquiria, Sigfrido y El crepúsculo de los dioses.
Habrá que esperar un par de años. Y concederle a Bieito la paciencia que reclama, tanto por su prestigio internacional como porque la primera entrega del “Anillo” aloja igualmente argumentos de extraordinario interés.
Y no es que mencione directamente a Elon Musk y a Donald Trump. Lo que sí hace es connotarlos implícitamente en un montaje claustrofóbico
Transcurre el montaje en las entrañas de un gigantesco ordenador -una CPU- y funcionan la maquinaria y el cableado como los estertores de la era analógica en la transición hacia los tiempos de la inteligencia artificial.
Y no es que el montaje renuncie al hilo conductor de la codicia, al pecado original, pero los relaciona con la distopía de las sociedades que han sustituido la estirpe de los dioses por la casta de los prometeos.
Y no es que mencione directamente a Elon Musk y a Donald Trump. Lo que sí hace es connotarlos implícitamente en un montaje claustrofóbico, oscuro y despiadado cuya escena final -una de las más gloriosas de la historia de la ópera- demuestra que Bieito maneja como nadie la magia del teatro.
Ha conseguido Pablo Heras-Casado garantizar su “auctoritas” en una de las compañías más complicadas del planeta. Tan complicada que una fallida película de Glenn Close -Cita con Venus- ya aludía en 1991 a los avatares funcionariales y conspiraciones rutinarias que caracterizaban la Ópera de París en su flamante traslado a la sede de La Bastilla.