El socialista francés que soñaba con convertir la Tierra en un paraíso de convivencia (y fracasó)
En 'Los colmillos del cielo' Emilio Lara explora las utopías más importantes de la historia concebidas por intelectuales, regímenes políticos, instituciones religiosas y movimientos sociales. Publicamos un fragmento
:format(jpg)/f.elconfidencial.com%2Foriginal%2Fc77%2F06b%2F36c%2Fc7706b36c810d3673c024a66230bcf5a.jpg)
Hubo un socialista utópico que ideó un mundo perfecto atrincherado en una habitación abuhardillada, rodeado de gatos y loros, leyendo de manera compulsiva libros de variada temática. Sin que le molestasen los gritos de las aves ni el olor a meados de los felinos, aquel misántropo imaginó una sociedad intachable haciendo fórmulas matemáticas, despejando las ecuaciones de sus teorías psicofísicas en las que se basaba para proponer un modelo de sociedad denominado falansterio.
El francés Charles Fourier (1772-1837) era hijo de un próspero comerciante textil. Al despuntar en el colegio, su brillantez hacía presagiar una fulgurante carrera universitaria, ya que la familia podía costearle cualquier tipo de estudios. Sin embargo, sólo aguantó un año en la universidad y su único interés se limitó a un curso de matemáticas. Tras aquel fiasco, y por influencia paterna, se hizo agente comercial de tejidos y recorrió de joven media Francia y varios países de Europa. Aquella dedicación laboral desembocó en un encendido odio hacia el comercio, al que Fourier consideraba el oficio más despreciable del mundo por no generar riqueza y contribuir a la subida del precio de los productos. Asqueado y despechado, dejó el trabajo y se dedicó a la lectura y la escritura de ensayos, unos tochos ignorados por los círculos intelectuales y difíciles de comprender incluso para los seguidores que tenía, los cuales se amilanaban ante la radicalidad de algunas de las ideas del maestro. Se mantuvo hasta el final de sus días gracias a la pequeña pensión vitalicia que le dejó su padre al morir. Por ironías de la vida, los frutos económicos derivados de la actividad comercial le proporcionarían el único sustento. Escarmentado del Terror jacobino durante la Revolución francesa, se hizo un convencido pacifista, algo que exudarán todos sus textos.
Fourier estaba muy pagado de sí mismo. Se equiparaba en importancia a Vasco de Gama y a Cristóbal Colón, pues él también, a su manera, era un navegante que atravesaba procelosos mares de ingratitud en busca de nuevas rutas. Estaba convencido de poseer una gran capacidad para evaluar el carácter de la gente, y asimismo ser capaz de elaborar teorías científicas que explicasen de forma integral la relación entre la historia, la naturaleza y el ser humano. Desarrolló un método de análisis psicológico amateur basado en sus observaciones a lo largo de su denostada etapa como agente de comercio, concluyendo que existían doce pasiones básicas, cuya mezcla arrojaba la abultada cifra de 820 subtipos de personalidad. Su religiosidad se centraba en la creencia en un Ser Supremo que le había revelado el proyecto para transformar la Tierra en un paraíso de convivencia, algo que él manifestó conseguir por medio de la teoría de la armonía universal. Otra aportación suya al cientificismo fue la ley de atracción de las series apasionadas, que expuso para buscar la liberación de la humanidad por medio del amor, del sexo y de las pasiones. Mediante ambas leyes diseñó el concepto de falansterio: la unidad social básica.
"La familia quedaría suprimida y la comunidad sería la única célula social, pues todos se ocuparían del prójimo"
El falansterio era un asentamiento agrícola de doscientas hectáreas que constaba de un enorme edificio —inspirado en los grandes complejos arquitectónicos franceses del siglo XVIII—, el cual albergaba a unas 1.800 personas. La familia quedaría suprimida y la comunidad sería la única célula social, pues todos se ocuparían del prójimo. Los falansterianos se unirían libremente al colectivo y lo abandonarían en cualquier momento, porque la libertad personal era sagrada. El falansterio sería autosuficiente en el plano económico, y sus actividades agrarias respetarían el medioambiente para no esquilmar los recursos. La vida estaba minuciosamente planificada: tipología de las viviendas, comedores públicos, talleres artesanales, biblioteca, rotación de los trabajos, educación infantil, reparto equitativo de la producción agrícola, etc. Las actividades lúdicas serían muy importantes para cultivar a la ciudadanía y proporcionarles una sensación de lujo y bienestar, por lo que entre las prioridades estatales estarían la representación de obras de teatro y óperas, así como los convites públicos. Debían ser unos festejos morrocotudos. La relación armoniosa del ser humano con la naturaleza implicaría un exquisito respeto por el medioambiente y, a medio plazo, cambios climáticos benignos y modificación en el carácter agresivo de determinadas especies de animales salvajes.
Emilio Lara (Jaén, 1968) es doctor en Antropología, licenciado en Humanidades con Premio Extraordinario y Premio Nacional Fin de Carrera y profesor de Geografía e Historia en educación secundaria. Ha publicado decenas de artículos académicos de historia y es autor de varias novelas. En su nuevo libro, Los colmillos del cielo, repasa las utopías más importantes de la historia.
Llevado por un rapto de pragmatismo, planeó que la metamorfosis mundial no podía producirse de una tacada, sino de forma gradual, mediante la progresiva instalación de falansterios en cada país, hasta llegar a una armonía social universal regida por un "omniarca", un gobernante planetario de los seis millones de falansterios necesarios para culminar el proyecto. Aunque más adelante pensó que el omniarca podía tener tentaciones dictatoriales y optó por una conferencia mundial de falansterios para el gobierno conjunto planetario.
Llegado este punto de extensión global, el empuje del progreso se encomendaría a los más capaces de cada país —en torno al 3 % demográfico—, aliviados de tan pesada carga por equipos de mujeres jóvenes que atenderían sus necesidades sexuales.
:format(jpg)/f.elconfidencial.com%2Foriginal%2Fba3%2F5da%2F363%2Fba35da363727972a7e5ea4f5e09e9bf3.jpg)
:format(jpg)/f.elconfidencial.com%2Foriginal%2Fba3%2F5da%2F363%2Fba35da363727972a7e5ea4f5e09e9bf3.jpg)
Encerrado en su habitación, mientras los gatos correteaban sigilosos y los loros repetían la palabra falansterio, redactó numerosas cartas a dirigentes políticos europeos y americanos proponiéndoles la financiación de falansterios en sus respectivos países, pero recibió la callada por respuesta. Cada día esperaba con ansiedad que el cartero le entregase la carta de algún dignatario que, fascinado por el proyecto, se aviniese a patrocinarlo, pero la misiva nunca llegó. Jamás hubo un mecenas que se echase para adelante, y su soñado falansterio no pasó del plano. Todo se quedó en un sueño de papel, en un utopismo digno de una novela de ciencia ficción.
Hubo un socialista utópico que ideó un mundo perfecto atrincherado en una habitación abuhardillada, rodeado de gatos y loros, leyendo de manera compulsiva libros de variada temática. Sin que le molestasen los gritos de las aves ni el olor a meados de los felinos, aquel misántropo imaginó una sociedad intachable haciendo fórmulas matemáticas, despejando las ecuaciones de sus teorías psicofísicas en las que se basaba para proponer un modelo de sociedad denominado falansterio.