'La caída de Diddy': Poco más y le hacéis un monumento al violador
El documental sobre el escalofriante caso de Sean Combs resulta insustancial y frívolo y apenas se adentra en sus delictivas correrías
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Hay una larga tradición que considera a los muy ricos y poderosos protagonistas de todo tipo de perversiones, siempre delictivas y necesariamente impunes y secretas. Cuando un caso conmueve a la sociedad (las niñas de Alcàsser, Madeleine) y no se resuelve, enseguida se agita el fantasma del hombre importante, un político, un magnate, que estuvo detrás de esas muertes o salvajadas y lo tapó todo aprovechando que el sistema funciona bajo sus órdenes, la policía, los jueces, los medios. A partir de mil millones de dólares, se cree que no eres trigo limpio, que puedes dar rienda suelta a tus deseos prohibidos, organizar fiestas en mansiones, invitar a otros señores y señoras igualmente podridos, jugar al satanismo y reírte de la ley y de la moral. La larga secuencia ritual en Eyes Wide Shut (Stanley Kubrick, 1999) queda como representación modélica de este tipo de entretenimiento.
A veces, parece que el horror va a salir a la luz porque un anfitrión o conseguidor es detenido, y la prensa anticipa una avalancha de revelaciones que nos dejarán patidifusos. La isla de Epstein, recuerden. Y de pronto Epstein, en una prisión de máxima seguridad, con guardas encargados de vigilarle y cámaras conectadas (todo falló durante media hora) aparece ahorcado en su celda. Esto no hace sino avivar (cuando no confirmar) las habladurías sobre el lado más oscuro del poder y del dinero.
Sean Combs, un rapero y productor musical no particularmente conocido en España, concentra hoy toda la atención del mito diabólico. Permanece en prisión después de una decena de denuncias por abuso sexual, amén de cientos de testimonios sobre su conducta mefistofélica y sobre unas fiestas que hacía en su casa, todos vestidos de blanco, para pecar y corromper y ser corrompido. Del rumor sobre estas fiestas nace la nueva esperanza conspiranoica, quién estaba en esas fiestas, quién no, qué hacían. Se paladea otra vez la posibilidad de que cientos de personas con poder (actores, músicos, políticos, presentadores de televisión) vean descubiertas sus perversiones y delitos, y todo el sistema se hunda por completo.
Mientras llega el juicio y el veredicto, las plataformas han empezado a hacer sus propios juicios y veredictos. Antes, los responsables de contenidos de Netflix o Max iban a la hemeroteca y resucitaban un caso curioso y macabro de hace décadas (Paradise Lost, Making a murderer), y ofrecían un producto redondo y documentado. Ahora, hay prisas. Quizá la plataforma de al lado nos robe la idea, así que debemos hacer una serie sobre algo de lo que no lo sabemos todo y cuyo curso judicial puede acabar inutilizando nuestro producto. Parece ser que esto les da igual.
Así, mientras Netflix, con producción ejecutiva del rapero 50 Cent, corre para grabar y estrenar Diddy do it, Max ya ha grabado y estrenado La caída de Diddy.
Se trata de un trabajo rutinario, sin imaginación ni demasiada empatía, que junta gente (a ser posible, la menos importante: no está Jennifer López o Jay-Z) para hablar a cámara, y rellena el resto de su duración con material de archivo e imágenes de videoclips. El resultado es decepcionante y, sobre todo, exculpatorio: nadie sabía nada y el único culpable es Sean Combs, alias Diddy.
El resultado es decepcionante y, sobre todo, exculpatorio: nadie sabía nada y el único culpable es Sean Combs, alias Diddy
Hasta casi la mitad de la mini-serie, la figura del rapero y productor es retratada con entusiasmo. Algunos testimonios sobre “una de las carreras más exitosas de la historia del rap” resuenan como reivindicación de su trabajo musical y de su condición de chico pobre de Harlem que se hizo a sí mismo. Incluso sus primeros encontronazos con la ley no difieren demasiado de los que tiene cualquier estrella de la música a la que el éxito le llega demasiado pronto. Sin embargo, nadie ve esta serie para aprender historia del rap, sino para saber qué hizo o no hizo un presunto violador en serie durante varias décadas. Si haces un documental sobre Harvey Weinstein, no dedicas dos horas a decirnos los buenas que eran las películas que produjo.
Cuando llega el meollo del asunto, uno ya no conserva mucho interés. Además, la serie pasa de puntillas por esas fiestas babilónicas y por los invitados de renombre que asistían; no ahonda en el supuesto sistema de extorsión que las acompañaba (drogas, sumisión química, grabación en vídeo, chantaje con esos vídeos) ni en la forma en la que esas juergas se repetían sin que nadie las denunciara. El mensaje más exasperante de La caída de Diddy es que el sistema no tuvo la culpa de nada, pues nadie estaba al tanto y todos ahora se han visto muy sorprendidos con lo que va saliendo.
Es una serie esencialmente autoexculpatoria: treinta años de impunidad, nada menos, y el único culpable va a ser el propio Diddy.
Así, la primera película de Zoë Kravitz, Parpadea dos veces (2024), resulta mucho más certera, en su calidad de ficción, que esta serie documental; o las declaraciones incendiarias del rapero Katt Williams en el podcast Club Shay Shay, que ya en enero de 2024 anticipaban lo que estaba por venir. Tanto él como 50 Cent “saben cosas”, como suele decirse, y sólo podemos esperar que Netflix con Diddy do it se atreva a contarlas.
Hay una larga tradición que considera a los muy ricos y poderosos protagonistas de todo tipo de perversiones, siempre delictivas y necesariamente impunes y secretas. Cuando un caso conmueve a la sociedad (las niñas de Alcàsser, Madeleine) y no se resuelve, enseguida se agita el fantasma del hombre importante, un político, un magnate, que estuvo detrás de esas muertes o salvajadas y lo tapó todo aprovechando que el sistema funciona bajo sus órdenes, la policía, los jueces, los medios. A partir de mil millones de dólares, se cree que no eres trigo limpio, que puedes dar rienda suelta a tus deseos prohibidos, organizar fiestas en mansiones, invitar a otros señores y señoras igualmente podridos, jugar al satanismo y reírte de la ley y de la moral. La larga secuencia ritual en Eyes Wide Shut (Stanley Kubrick, 1999) queda como representación modélica de este tipo de entretenimiento.