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Aquí ya nadie da por hecho que vaya a salir de la precariedad
El mecanismo de equidad intergeneracional refleja un sistema económico que promete prosperidad futura, pero enfrenta a los jóvenes a un presente de precariedad, resignación y expectativas rotas
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Importass. Así, con dos eses, se llama el portal digital desde el que autónomos y mortales, aunque más los primeros que los segundos, nos relacionamos con la Seguridad Social. Es un nombre algo cómico para un lugar tan serio; parece que esté mal escrito adrede, quizá a modo de advertencia. Un amigo dice que es un barranco tenebroso al que los cotizantes miramos fijamente mientras rezamos para que desde allí abajo nadie nos devuelva la mirada: la verdad es que la Seguridad Social da un poco de miedo, es el portero cocainómano y con extensible de la Administración del Estado.
El caso es que andaba dando una putivuelta por Importass cuando pinché a ver, no entiendo por qué nunca me había dado por ahí, el desglose de mi cuota de autónomos, esa suscripción premium al Estado español que algunos pagamos mes a mes, y vi, menuda sorpresa, que abonaba una contribución especial solidaria para ayudar a las generaciones más desfavorecidas que la mía. El mecanismo de equidad intergeneracional, se llama.
Reconozco que yo vivo enamorado del Estado Social y me flipa contribuir a lo colectivo —no es coña, no te rías—, sin embargo, me sorprende a veces lo mal que puede llegar a funcionar todo aquello que denominamos público. Aunque este mecanismo de equidad intergeneracional es una aportación prácticamente simbólica para el bolsillo del contribuyente, creo que la contribución finalista no llega ni a diez euros en mi caso, es importante echarle un ojo para entender el gran derrumbe social al que los jóvenes nos enfrentamos: el sistema económico europeo está construido sobre la premisa de que los chavales seremos más prósperos que las generaciones anteriores, sin embargo, ya nadie se cree esto. Y el problema es justamente ese, que nadie se lo cree.
En el insti siempre nos dijeron que íbamos a ser los reyes del cotarro; independientemente de la clase social a la que perteneciéramos, nos convencieron de que el mundo de allí fuera, el del otro lado de las verjas rojas junto a las que los chavales malos fumaban porros redondísimos, era un sitio maravilloso y plagado de oportunidades al que debíamos morder como una pera madura. La vida era para nosotros y la motivación, el espíritu de nuestro tiempo; sin embargo, todo se derrumbó rapidísimo.
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Resulta que ahora el discurso es otro: es negativo, maloliente, horrible y tan duro como los huesecillos que deja sobre la mesa un almuerzo de choto. Ahora la retórica que recibimos los más jóvenes es la de la decadencia; ya no nos enfrentamos a un mundo verde que pareciera que alguien ha puesto específicamente ahí para que justo nosotros lo saboreemos, sino a un lugar resabiado, como un toro viejo y flaco, donde las oportunidades se han agotado y lo único que queda es resignarse a heredar un piso en alguna ciudad donde pueda hacer fresquito. O naces rentista o te jodes, chaval.
El discurso generacional está completamente roto; es curioso, pues en la década de los dos mil diez, cuando los insufribles hípster de Malasaña vivían apelotonados en pisos compartidos a varias alturas y salían a achantar cervezas de marca blanca de las patrullas de paisano de la Policía Municipal que husmeaban los alrededores del 2 de Mayo, había cierta seguridad, o cierta ilusión al menos, de que esa pobreza juvenil y urbana era solo el prólogo de algo mucho mejor y más seguro; pero ya ni siquiera es así
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Las etapas de transición se han convertido en eternas; el piso compartido y la nevera casi vacía no son una fase más, sino una norma de la que salirse es una rara excepción. No hay ilusión, no hay fe, no hay ambición. Solo esperamos. Esperamos mucho. Algunos sueñan con que la Paqui, esa tía abuela de Cuenca con la que veraneaban algunos agostos, se muera y deje la casa en herencia, pero muchos no pueden ni aspirar a eso. En un país donde la diferencia entre pasar miedo y tener esperanza es la vivienda en propiedad, muchos solo nos resignamos a trabajar como mulas y rezar rosarios larguísimos —porque trabajamos, sí, y muchísimo más que tú: la centenial es la generación más pluriempleada de la historia, puedes buscarlo donde quieras—.
Simultáneamente a esto, en un universo administrativo paralelo, debemos seguir fingiendo que todo va bien y la esperanza es un hecho; mientras el mercado laboral —y el inmobiliario— y nuestros viejos profesores nos dicen que vienen tiempos inauditos de mucha hambre, debemos seguir fingiendo, ya sea con el mecanismo de equidad intergeneracional o con nuestras propias energías, que todo estará bien y los nuestros serán los más prósperos. Da igual que la fe se nos haya caído cual arena entre los dedos hace mucho, mucho rato.
Importass. Así, con dos eses, se llama el portal digital desde el que autónomos y mortales, aunque más los primeros que los segundos, nos relacionamos con la Seguridad Social. Es un nombre algo cómico para un lugar tan serio; parece que esté mal escrito adrede, quizá a modo de advertencia. Un amigo dice que es un barranco tenebroso al que los cotizantes miramos fijamente mientras rezamos para que desde allí abajo nadie nos devuelva la mirada: la verdad es que la Seguridad Social da un poco de miedo, es el portero cocainómano y con extensible de la Administración del Estado.