La no entrevista de Oriana Fallaci a Marilyn Monroe (tras perseguirla por todo Nueva York)
En 'Tan adorables' (Alianza) se recogen los artículos en los que la periodista italiana contó cómo consiguió algunas de los entrevistas a las estrellas de Hollywood. Publicamos el dedicado a la famosa rubia platino
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Mi aventura con Marilyn Monroe dio comienzo en Hollywood la mañana del 9 de enero de 1956 cuando fui a ver al director Jean Negulesco con una maleta llena de camisas de hombre. Había ido unos días a los Estados Unidos, junto con otros cuatro periodistas italianos, a bordo de un Super G. Constellation de la twa que inauguraba la línea Roma-Los Ángeles; y solo había un asunto que me interesaba abordar de cerca: el mito de Marilyn Monroe. Sabía que, desde hacía unos meses, reunirse con la actriz se había vuelto misteriosamente imposible, pero no me preocupaba. Había logrado entrevistar a Soraya en su palacio de Teherán en los días de mayor tensión, había hablado con Townsend en Bruselas, en la época en que rehuía a los periodistas como un gato enrabietado, y pensaba que al fin y al cabo Marilyn no era más que una diva: algo menos, es decir, que una emperatriz y que un aspirante a la mano de una princesa de Inglaterra. Mi confianza también se veía alimentada además por doce camisas de hombre que Pepi Lenzi, un actor italoamericano, me había dado en Roma para que se las llevara a Jean Negulesco. El actor las consideraba tan efectivas como una poderosa carta de crédito. Yo me había convencido de ello. Las había metido en mi maleta con devoción, y durante todo el viaje, mientras los demás disfrutaban contemplando el Atlántico y las Azores, a mí el problema de su transporte me angustiaba. Me preocupaba que se arrugaran. Sufría por esa sospecha. Tenía la convicción de que de la mayor o menor frescura de los cuellos destinados al señor Negulesco dependía el éxito de la entrevista.
Sacarlas intactas de la maleta después de treinta horas de vuelo fue motivo de un alivio estimulante. Llamé al director. La palabra "camisas" tuvo un efecto mágico. Dijo que estaba ansioso por verme. Me invitó enseguida a comer a su bungaló de la 20th Century Fox, en la punta extrema de Beverly Hills. La media hora que tardé en llegar recorriendo el interminable Sunset Boulevard me pareció más larga que el viaje en avión.
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Negulesco me esperaba en el umbral de casa con una sonrisa ansiosa en su rostro sanguíneo, me dio efusivamente las gracias, me ofreció vino francés y ni siquiera me preguntó qué quería. Durante el almuerzo me habló de su vida, de los cuadros que hacía cuando era un pintor célebre, de los ciento setenta trajes, de los trescientos veinte pares de zapatos, y de las cuatro esposas con los que se había hecho en cuanto alcanzó la riqueza; y parecía tan convencido de que había ido a Hollywood a entrevistarlo a él que, hasta el queso, no tuve el valor de decepcionarlo. Solo al final saqué el tema de Marilyn Monroe. Negulesco la había dirigido en la película Cómo casarse con un millonario, así que empecé preguntándole qué clase de persona era. "Una mujer de veintinueve años, sin más", me contestó. "No se merece desde luego el éxito que tiene. Pero es terriblemente ambiciosa y trabaja con afán. Y no es ni de lejos una tonta, como dicen. Es una tímida llena de complejos de inferioridad. Cuando los demás hablan, los escucha con la boca abierta, como si estuvieran diciendo cosas maravillosas. Cuando le preguntan algo se queda callada, por miedo a decir tonterías. A veces tartamudea. Nunca responde una pregunta sin pedirle consejo a un amigo. Una vez un periodista le preguntó qué color prefería. Ella le dijo: “Espere un minuto”. Se acercó a mí y me preguntó: “Jean, ¿qué color crees que debería ser mi preferido?”. “No lo sé”, observé, “¿es que no te lo has planteado nunca?”. Y ella repuso: “No. Dímelo tú que eres pintor”. “No sé”, dije, “yo elegiría el rojo”. “De acuerdo”, dijo ella. “¿Y por qué me gusta el rojo?”. “No lo sé”, dije, “porque es violento, llamativo, como tú”. “De acuerdo”, dijo, y eso exactamente fue lo que le dijo al periodista".
"Es terriblemente ambiciosa y trabaja con afán. Y no es ni de lejos una tonta, como dicen. Es una tímida llena de complejos de inferioridad"
Hablaba de tan buena gana de Marilyn Monroe que decidí decirle la verdad: quería entrevistarla y me había ido a verlo a él con las camisas esperando que pudiera ayudarme. De repente, Negulesco se puso rígido. Me miró con odio. "No está en Hollywood", respondió secamente. "Lo sé", respondí. De hecho, hacía once meses que Marilyn había roto con la Fox, a la que estaba ligada por un contrato de siete años, y se había ido a vivir a Nueva York. Se consideraba mal pagada, exigía cien mil dólares por película (una suma equivalente a sesenta y cinco millones de liras) y a Milton Greene, su voz en la sombra, no le resultó difícil convencerla de llevar a cabo ese acto de rebelión. Milton Greene es un joven fotógrafo. La conoció hace dos años en un reportaje para Look y se ganó su amistad de inmediato. Ahora se ha convertido en su mánager, es rico, puede vivir cómodamente sin dedicarse a la fotografía. Se dice incluso que es comunista, pero la acusación no le preocupa. Marilyn lo obedece como a su dueño. Fue él quien le hizo fundar una productora independiente, Marilyn Monroe Productions, de la que asumió el cargo de presidente. Y cuando la 20th Century Fox amenazó con demandarla por la ilegalidad del acto, le ordenó que se mantuviera firme y Marilyn acabo saliéndose con la suya. Una semana antes de Navidad, Fox renovó su contrato, comprometiéndose a pagarle, por cada una de las cuatro películas que Monroe todavía ha de rodar, los cien mil dólares solicitados. "Sé que no está en Hollywood, pero en cualquier caso usted podría ayudarme si quisiera". Negulesco meneó la cabeza. "Se equivoca", respondió. "No puedo hacer nada al respecto. Nadie puede hacer nada al respecto". Su mirada se posó en la maleta de camisas. Se sonrojó un poco. "Darling, lo siento mucho", añadió. "Yo también", dije, "lo conseguiré de todas formas". Negulesco volvió a negar con la cabeza. "Darling", dijo, "Estados Unidos es tal vez el país más democrático del mundo. Podrá ver a quien quiera cuando quiera. Pero hay dos personas con las que nunca podrá hablar cara a cara: Eisenhower y Marilyn Monroe". "No lo creo", dije. "Ya lo verá", dijo.
"Podrá ver a quien quiera cuando quiera. Pero hay dos personas con las que nunca podrá hablar cara a cara: Eisenhower y Marilyn Monroe"
El viaje a Nueva York fue muy movido. La frase de Negulesco y la expresión casi altiva de su rostro pesaban sobre mí como una amenaza. Era la primera vez que iba a Nueva York. A mi llegada, el avión de twa se había detenido solo media hora, de noche, y de esa metrópoli apenas había podido ver una fragua de luces deslumbrantes. Sin embargo, la señorita Norma Jeane Mortenson, de nombre artístico Marilyn Monroe, tuvo el poder de estropear mi encuentro con la ciudad más seductora del mundo. Nueva York era verdaderamente espléndida con sus rascacielos; caminar por Wall Street, donde ya a las dos de la tarde todo está oscuro porque los inmensos edificios la excluyen de la luz del sol, causaba sin duda cierta impresión; la multitud de negros en el barrio de Harlem era realmente aterradora; al igual que Times Square en el centro de Broadway, a las nueve de la noche. Pero todo ello lo veía yo como a través de una niebla, sin disfrutarlo, porque estaba obsesionada, por despecho, con una única cosa: la entrevista con Marilyn Monroe. No dejaba de pensar en eso enfadada mientras me enseñaban la ciudad. Ya no tenía camisas que me ayudaran y la gente se reía cuando confesaba mi plan. "¿Ver a Marilyn?", exclamó Salvalaggio, corresponsal de un periódico de Roma. "Quítatelo de la cabeza. Llevo seis meses intentándolo en vano".
Nadie sabía su dirección. Incluso la 20th Century Fox la desconocía. "Le quedaríamos muy agradecidos si nos la hace saber cuando la encuentre", dijeron. Se mostraron escépticos e insoportablemente irónicos. El Saturday Evening Post, añadieron, llevaba un mes buscando la misma entrevista y aún no la había obtenido. Era como buscar a Garbo, decían, en tiempos de La reina Cristina de Suecia. Llamé a algunos amigos del New York Times, el periódico más poderoso del mundo. Me contestaron que estaban en la misma situación. Telefoneé a Life, a Look y a Collier’s: reaccionaron como si hubiera dicho que quería invitar a comer a Eisenhower. Cada veinte días, me explicaron, la señorita Monroe cambiaba de apartamento para que nadie pudiera localizarla. Joe DiMaggio, su exmarido, se pasó tres días esperando a que le llamara por teléfono, encerrado en una habitación de hotel. La llamada telefónica no se produjo. Milton Greene le había ocultado a Marilyn que Joe la estaba buscando. Joe acabó marchándose con un ataque de nervios.
Llegamos a Nueva York el jueves por la mañana. El viernes por la noche aún no había conseguido el menor indicio. Mis colegas italianos participaron en la investigación con la misma furia que yo, como si fueran a hacer la entrevista ellos mismos. Estábamos molestos, indignados, aceptábamos cada sugerencia con obstinación infantil. "Parece que le gusta el jazz", nos dijeron, "inténtenlo en los locales donde toquen jazz". Íbamos a los night-clubs célebres por sus bandas de jazz y durante horas y horas dejábamos que los tambores de los negros nos ensordecieran o soportábamos los maullidos de las cantantes de blues mientras escrutábamos la penumbra en busca de una cabeza rubio platino que se pareciera a la de Marilyn. "Le gustan los locales elegantes, ¿por qué no van a El Morocco". Y aquí estamos, en El Morocco, somnolientos, en traje de etiqueta, preguntando a los camareros para obtener noticias. A veces nos repartimos los frentes de investigación. Uno va al teatro, otro al cine, uno al restaurante donde quizá fuera posible encontrarla. En tan solo dos noches visitamos doce restaurantes, dieciocho night-clubs, ocho cines, catorce teatros. Jean Govoni Salvadore, que había acompañado a nuestro grupo a Estados Unidos en nombre de la twa, parecía haber enloquecido. Después de tantas inútiles excursiones, su hermoso rostro blanco, enmarcado por una mata de pelo color rojo fuego, parecía el de una persona enferma. Tuve que consolarla diciéndole que no se desanimara, que lo conseguiríamos.
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Fue Jean, al final, quien tuvo la idea de llamar a Irving Hoffman, el hombre que revolucionaría Nueva York y me daría un inesperado cuarto de hora de publicidad. Irving es uno de los publicitymen más célebres de los Estados Unidos. No hay ningún personaje en el mundo a quien no conozca. Fue él quien acompañó a la reina Isabel a comer "perritos calientes" en un drugstore cuando, antes de subir al trono, viajó con Felipe a los Estados Unidos. Conocía a Marilyn como la palma de sus manos. "No hay nada en el mundo que no haría yo por Hoffman", había dicho un día la diva. Le pedimos ayuda con el mismo tono de voz con el que se llama a un médico en lo más profundo de la noche. "Darling, es muy sencillo", dijo Irving. "Tengo incluso su dirección: 60, Sutton Place. Le mandaré un telegrama ahora mismo". Esa noche comimos todos con ganas y nos acostamos temprano sin ir a ningún night-club. Nos quedamos dormidos soñando con Irving Hoffman.
Pero al día siguiente nos llamó y su voz era triste. La dirección no era correcta. Marilyn no vivía allí desde hacía un mes. El telegrama había sido devuelto al remitente. Sin embargo, había que tener fe. Ahora llamaría a Mitch Miller, el famoso oboe. Miller conocía a Marilyn, pero no su información de contacto. Era necesario ponerse al habla con Arthur Jacobs, dijo, que era su agente publicitario y que vivía en California. Irving mandó un telegrama a Arthur Jacobs, quien respondió que no sabía la dirección; pero conocía a alguien que podía tenerla, y ese alguien era Earl Wilson, un famoso columnista. Earl Wilson estaba en Arizona y respondió que no sabía nada, pero que había alguien que tal vez lo supiera, Stevens Kaufmann, uno de los hombres más ricos de Nueva York, admirador de Marilyn. Stevens estaba en la ciudad, nos recibió en su lujoso apartamento, nos dio un vaso de whisky, nos dijo "please, now relax" (por favor, cálmense) y nos aconsejó que contactáramos con el periodista Leonard Lyons, quien seguramente lo sabía. Llamamos a Leonard Lyons; pero su esposa, Sylvia, respondió que Leonard se había ido a Moscú con su libreta de direcciones y que era necesario contactar con Earl Blackwell, a quien los estadounidenses llaman Mister Celebrity, porque tiene las direcciones de todas las celebridades. Earl Blackwell estaba en Chicago. Nos respondió, mortificado, que la dirección de Marilyn era la única que no tenía actualizada. Había que preguntar a Frank Farrell, otro famoso periodista, que conocía a Delaney, el abogado de Marilyn Monroe, quien quizá nos ayudara porque estaba casado con una italiana. No hubo manera de en contrar a Delaney.
A esas alturas, todo Nueva York sabía que una periodista italiana estaba intentando entrevistar a Monroe sin conseguirlo. De este modo, a los tres días empezaron a llamarme periodistas que querían entrevistarme a mí. "Me gustaría escribir un artículo sobre esta historia", decían, sorprendidos de que yo me sorprendiera. Alguien me estaba esperando en el vestíbulo del hotel para sacarme una fotografía. Querían mi currículum, estaban interesados en todo lo que hacía, y cuando Jean y yo nos quedamos encerradas accidentalmente en un teatro de la calle Cuarenta y ocho y nos vimos obligadas a dormir casi toda la noche en dos asientos del patio de butacas, el columnista Louis Sobol relató el incidente. A partir de entonces nos movimos con cautela, asustadas, como si miles de ojos nos observaran a cada momento. En Estados Unidos se necesita muy poco para adquirir un momento de celebridad. Jean y yo lo habíamos conseguido a nuestro pesar y estábamos aterrorizadas. Yo ya no tenía ganas de entrevistar a Marilyn Monroe, pero no podía confesarlo ni cejar en mi intento por ningún motivo. Habría supuesto una especie de escándalo. Definitivamente, yo era "la periodista que había venido a buscar a Marilyn" y tenía que representar mi papel a toda costa. Decenas de personas intentaban ayudarme en Nueva York y otras ciudades de Estados Unidos, en un concurso de amabilidad a nivel nacional, y no se me permitía decepcionarlos. Cada hora de mi día tenía que dedicarse a la investigación, cuando quería salir a dar un paseo o a comprar tenía que hacerlo a escondidas y lo hacía con un sentimiento de culpa, como si estuviera engañando a toda la ciudad. Marilyn se había convertido en un personaje secundario en un juego que se volvía cada vez más laborioso. Irving Hoffman ya no hacía otra cosa que buscar la dirección y su rostro se volvió cada vez más blanco; sus ojos miopes, detrás de las gafas, tenían una mirada cada vez más apagada, casi dolorosa. Había encontrado la dirección de Milton Greene y le había escrito una larga carta a la que el antiguo fotógrafo no se había dignado responder. La noticia no tardó en llegar a Louella Parsons. Louella desconocía la dirección de Marilyn, pero prometió ayudarme y describir nuestros esfuerzos en la columna diaria que publica simultáneamente en doscientos periódicos. Mientras tanto, sugirió que Irving hablara con Sam Shaw, otro fotógrafo de Marilyn.
Yo ya no tenía ganas de entrevistar a Marilyn Monroe, pero no podía confesarlo ni cejar en mi intento por ningún motivo
Irving llamó a Sam Shaw e inmediatamente después vino a buscarme con la voz quebrada por la emoción. Marilyn vivía en el número 2 de Sutton Place, en el mismo edificio que Milton Greene. "Estupendo", dije. "Vamos". Me miró anonadado. "Darling, estamos en los Estados Unidos. ¿Crees que puedes agredir a un personaje como Marilyn sin previo aviso? Ningún portero te dejaría pasar de la entrada. Empezaremos escribiendo una carta". La carta fue enviada esa misma tarde y unas horas después todo Nueva York estaba al corriente. Se reanudaron las llamadas telefónicas de los reporteros, sus esperas en el vestíbulo de mi hotel. Louella Parsons volvió a llamar desde Hollywood, Jean tenía migrañas y a mí me dolía el estómago. No podíamos ir a un cóctel sin que nos localizaran, nos rodearan y nos interrogaran de inmediato. Las apuestas volaban. "¿Conseguirá la periodista italiana entrevistar a Marilyn?". Muchos juraban que sí, otros afirmaban que Milton Greene no lo permitiría. "La tiene hipnotizada, ¿entiendes? Hace lo que quiere con ella y la mantiene oculta para hacerla más interesante. Es de entender, esa pobre chica es el Banco de Inglaterra".
Algunos afirmaban que Marilyn ni siquiera leía las cartas ni los telegramas: alguien los leía antes que ella y se los entregaba solo si lo consideraba oportuno. Ella lo sabía y lo consentía. La torturaba la idea de ser estúpida y necesitaba que alguien decidiera por ella. Por eso leía a Dostoievski, intentaba educarse y estudiaba interpretación en el Art Laboratory de Elia Kazan. Por eso había huido de Hollywood, una ciudad que odia porque allí se vive como en un escenario, y prefería estar en Nueva York, una ciudad que ama porque resulta fácil esconderse. Solo aparecía en público cuando Milton Greene lo consideraba apropiado; y entonces era capaz incluso de representar el papel de la chica satisfecha y vivaz, vistiendo la ropa que un famoso industrial le confeccionaba gratuitamente para lanzarla después como los modelos de Marilyn Monroe, y fingiendo beber grandes vasos de whisky que, como alguien había podido constatar, no eran en realidad más que de té helado. Además, desaparecía a menudo de la circulación o se iba a Connecticut a pasar los días con la esposa de Milton Greene, Amy, una morenita delgada y atractiva con quien se decía maliciosamente que Marilyn tenía una amistad exagerada. Cuando estaba fuera, el antiguo fotógrafo vigilaba su casa. Tenía las llaves del apartamento y se comportaba como el dueño.
En efecto, fue Milton Greene quien, al cuarto día, respondió a la llamada telefónica de Irving Hoffman. El hecho de que Irving tuviera su número lo irritó. Dijo que Marilyn no estaba allí y que, en todo caso, ya le informaría él. Fue un duro golpe para Irving; y yo también, al ver su cara de dolor, intenté aparentar desolación. "Bueno", dije, "dada la situación, no queda ya nada más que hacer, lo mejor es que me monte en un avión y vuelva a mi casa". De buena gana renunciaba a Nueva York para salir de esa pesadilla. Pero Irving dijo que no, que no podía marcharme. Las docenas de personas que habían trabajado para mí habían logrado localizar a Lois Weber, la agente de prensa y amiga de Marilyn, y Lois Weber había llamado por teléfono prometiendo informar a Marilyn fuera como fuera. Me llamaría tan pronto como concertara la cita. Así pues, era necesario que me quedara en el hotel y no me moviera de allí. Eso resultaba de lo más aburrido, pero no podía ofender la cortesía de tanta gente; y fue así como tuve que resignarme a pasar mis últimas cuarenta y ocho horas en Nueva York en una habitación de la planta decimoctava del Hotel Park Sheraton, frente al televisor. Fue la indigestión televisiva más insoportable que jamás he tenido. Al cabo de un día y una noche de encierro había visto catorce películas, cinco combates de boxeo, ocho partidos de rugby, diez informativos, tres óperas, cinco operetas, siete programas para niños, dos programas de variedades en beneficio de los poliomielíticos, dieciocho transmisiones musicales, dos lecciones de costura, cuatro lecciones de pediatría, un centenar de anuncios. Ya era capaz de preparar cualquier suflé de queso, poner pañales al más caprichoso de los recién nacidos, cantar cualquier cancioncilla de vaqueros, describir con pericia el golpe que había permitido a Sugar Robinson derrotar a Bobo Olson, contar los acontecimientos de Indochina, explicar al más ignorante por qué la salsa de tomate hecha en Tennessee es mejor que la fabricada en Oklahoma. Todo ello mientras atendía la mayor cantidad de llamadas telefónicas de mi vida.
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Me llamó incluso Guido Orlando, a quien los estadounidenses llaman el "Rey de la publicidad", originario de Abruzzo, y, después de haber definido mi historia como "sensacional", me ofreció la posibilidad de dar una conferencia de prensa y elevar mi fama a la de Elsa Maxwell. Rechacé la invitación, explicando que estaba enferma, que me dolían los ojos, la espalda, los oídos, que estaba al borde del agotamiento nervioso. Por lo demás, ni siquiera mentía en exceso. Orlando no quedó convencido, llamó a Igor Cassini, quien, bajo el nombre de Cholly Knickerbocker, escribe la columna más leída en los Estados Unidos. Me hizo hablar con él. Cassini dijo que era una historia exquisita, que me agradecía que se la hubiera contado y que al día siguiente podría leerla en Journal American. Una entrevista con Knickerbocker era lo mejor a lo que podía aspirar una persona ávida de publicidad. "Extraordinario", decía Orlando, "extraordinario". Se enfadó cuando le dije que no habría considerado el asunto menos importante de haber entrevistado yo misma al señor Knickerbocker. Yo odiaba a Marilyn con todas sus curvas, sus miedos y sus rizos dorados, lo único que anhelaba era marcharme, al fin y al cabo la había visto, y muy bien, en una tienda de Times Square, donde las famosas fotografías en las que aparece desnuda, tumbada en una alfombra roja, se exhibían en el escaparate y se vendían libremente a veinticinco centavos cada una, cinco por un dólar. En vano me llamaba por teléfono la buena de la señorita Weber diciéndome que Marilyn estaría encantada de verse conmigo, era cuestión de localizarla porque todavía no había vuelto a casa.
"Una amiga", contesté. "Quería despedirse. Le he dicho que la espero en Italia"
El martes por la tarde, día en que había reservado una plaza en el avión de twa, llegó como un regalo divino. Hice a toda prisa mis maletas y corrí al aeropuerto con una sensación de liberación. El avión estaba en medio del campo, reluciente e inmenso, habría querido acariciarlo. Lamenté que Jean estuviera tan triste mientras yo me sentía tan aliviada y que Irving nos acompañara con lágrimas en los ojos. Faltaban diez minutos para la salida cuando alguien me llamó por teléfono. Era Lois Weber. Su voz era triunfante y me dijo que todo estaba arreglado, que podría reunirme con Marilyn en uno de los próximos días, tal vez incluso al día siguiente. "Darling", le dije, "mi avión está a punto de despegar, mis maletas ya están a bordo. Saluda a Marilyn y dile que no le guardo rencor. Si viene a Italia estaré encantada de verla. Puede llamarme a Milán en cualquier momento". El altavoz llamaba a los pasajeros. Corrí para incorporarme a la fila. "¿Quién era?", me preguntó Irving con un destello de sospecha detrás de sus gafas. "Una amiga", contesté. "Quería despedirse. Le he dicho que la espero en Italia". "¡Oh!", dijo Irving, decepcionado. Yo, en cambio, me sentía alegre. Incluso pude pensar con simpatía en la pequeña Marilyn, que en aquel momento tal vez se estuviera arrepintiendo con Milton Greene de lo mal que había quedado. Pero no lo creo.
* Oriana Fallaci (1929-2006) fue una periodista italiana que consiguió una gran notoriedad internacional gracias a sus entrevistas a los personajes más importantes de la época. En 'Tan adorables' (Alianza) se recogen los artículos en los que contó cómo consiguió algunas de los entrevistas a las estrellas de Hollywood. Publicamos el que aborda su búsqueda de Marilyn Monroe.
Mi aventura con Marilyn Monroe dio comienzo en Hollywood la mañana del 9 de enero de 1956 cuando fui a ver al director Jean Negulesco con una maleta llena de camisas de hombre. Había ido unos días a los Estados Unidos, junto con otros cuatro periodistas italianos, a bordo de un Super G. Constellation de la twa que inauguraba la línea Roma-Los Ángeles; y solo había un asunto que me interesaba abordar de cerca: el mito de Marilyn Monroe. Sabía que, desde hacía unos meses, reunirse con la actriz se había vuelto misteriosamente imposible, pero no me preocupaba. Había logrado entrevistar a Soraya en su palacio de Teherán en los días de mayor tensión, había hablado con Townsend en Bruselas, en la época en que rehuía a los periodistas como un gato enrabietado, y pensaba que al fin y al cabo Marilyn no era más que una diva: algo menos, es decir, que una emperatriz y que un aspirante a la mano de una princesa de Inglaterra. Mi confianza también se veía alimentada además por doce camisas de hombre que Pepi Lenzi, un actor italoamericano, me había dado en Roma para que se las llevara a Jean Negulesco. El actor las consideraba tan efectivas como una poderosa carta de crédito. Yo me había convencido de ello. Las había metido en mi maleta con devoción, y durante todo el viaje, mientras los demás disfrutaban contemplando el Atlántico y las Azores, a mí el problema de su transporte me angustiaba. Me preocupaba que se arrugaran. Sufría por esa sospecha. Tenía la convicción de que de la mayor o menor frescura de los cuellos destinados al señor Negulesco dependía el éxito de la entrevista.