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El deseo es una sensación que lo cambia todo, a veces lo destruye todo (y se puede controlar)
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El deseo es una sensación que lo cambia todo, a veces lo destruye todo (y se puede controlar)

Ofrecemos un adelanto de 'La civilización del deseo', donde Manuel C. Ortiz de Landázuri reflexiona, a partir de distintas escuelas de pensamiento, acerca del deseo en un contexto capitalista

Foto: Los actores March 1930: Hundley Wright y Margaret Baird en 1930. (Sasha/Hulton Archive/Getty Images).
Los actores March 1930: Hundley Wright y Margaret Baird en 1930. (Sasha/Hulton Archive/Getty Images).

Sucedió lo improbable. El ser humano, condenado a luchar por la supervivencia en un mundo hostil, tuvo que hacer frente a los problemas de la vida, y para ello desarrolló la cultura, la civilización. Durante siglos hemos vivido en un entorno precario, lleno de peligros. Guerras, hambre, enfermedades, trabajo. Y llegaron las revoluciones industriales, y después la revolución tecnológica. Lo improbable ‒crear el paraíso en la tierra‒ de pronto llega a nuestras calles. Podemos satisfacer nuestras necesidades básicas sin problemas y, más aún, llenarnos de nuevas experiencias inimaginables hasta ahora. El monarca más poderoso del siglo XVIII vivía de una forma más miserable que cualquier individuo de la clase media occidental del siglo XXI. Hemos construido la civilización del deseo.

Medios de entretenimiento, salones de gimnasia, restaurantes exóticos, series de televisión, alimentos sofisticados, vacaciones en la playa y experiencias de alto riesgo. Una vorágine de estímulos despierta una sed de novedad y placeres continuos. Toda una estructura de mercado y capital pivota sobre el cultivo del deseo y su satisfacción, pero ¿hemos puesto bien los fundamentos, o acaso esta sociedad, en su afán por maximizar el placer, no ha terminado cansada y agotada, sin una satisfacción verdadera que haga plena la vida?

Desde que los medios de producción lo han permitido, el cultivo del deseo se ha planteado de una manera estratégica, pragmática, mediante un engranaje perfecto de publicidad, creación de necesidades y diseño de productos de consumo. Ahora bien, ¿hasta qué punto la estrategia ha sido la adecuada? Imaginaba Ernst Dichter, célebre publicista que aplicó el psicoanálisis a las campañas publicitarias, que, si podíamos conocer los resortes del deseo, podríamos satisfacer nuestras necesidades vitales y construir un cielo en la tierra: "La vida es estrategia, crecimiento. La fuerza vital que hace que todo se mueva y avance es la suma total de todos los deseos humanos. El hecho de que la propia palabra 'deseo' se haya teñido de inmoralidad es una de las enfermedades que la humanidad aún no ha erradicado. En lugar de prohibir el deseo, lo que sería prohibir la vida misma, es necesario establecer un objetivo de crecimiento, de seguridad dinámica y de descontento constructivo; y luego aprender y utilizar las técnicas implícitas en la estrategia del deseo”.

Para Dichter, el error de Occidente habría sido el puritanismo, que habría elaborado una civilización basada en la eliminación del deseo. Esto solo habría llevado a un bienestar mínimo y un rendimiento económico escaso. Ahora bien, piensa Dichter, si logramos conocer los resortes inconscientes del deseo y estimular a las personas para que consuman los productos que realmente desean, entonces viviremos en una civilización de satisfacción material, crearemos un cielo en la tierra. Dichter se hizo famoso por sus campañas de marketing basadas en la exploración grupal de los deseos inconscientes. Amparado en la teoría freudiana, no solo hizo dinero, sino que cambió el modo de hacer publicidad, y desde entonces vemos desfilar ante nuestros ojos una inmensa cantidad de productos diseñados para cultivar el deseo.

Para Dichter, el error de Occidente habría sido el puritanismo, que habría elaborado una civilización basada en la eliminación del deseo

La civilización del deseo se ha construido desde el marketing y a partir del cambio en las costumbres y la crítica a la moral tradicional ejemplificada en mayo del 68. En este caso, fue el pensamiento de una izquierda distinta al comunismo la que estimuló la revolución silenciosa. Herbert Marcuse, desde una posición que combinaba la teoría de Freud con el marxismo, se mostraba especialmente optimista respecto a la sociedad no represiva del futuro, idea que desarrolló en su libro Eros y civilización. El ser humano busca –tal y como planteaba Freud– la satisfacción de sus impulsos básicos, lo que se podría denominar “principio de placer”. Sin embargo, en esa satisfacción de impulsos se encuentra con la resistencia que le impone la sociedad para lograr la supervivencia (lo que podríamos llamar “principio de realidad”).

Hasta ahora, piensa Marcuse, hemos vivido en una sociedad represiva de los impulsos para garantizar la supervivencia, pero ¿y si esto ya no fuese necesario? ¿Y si la sociedad de consumo permitiera una civilización no represiva, en la que tengamos garantizadas las necesidades vitales y no sea necesaria la represión? En tal caso, podríamos desarrollar nuestra libido sin restricciones, como un puro juego en el que se fusionen el trabajo y el ocio. La idea tendría amplias repercusiones en las revoluciones de mayo del 68 y la posterior transformación de las sociedades occidentales: “El mismo progreso de la civilización bajo el principio de actuación ha alcanzado un nivel de productividad en el que las exigencias sociales sobre la energía instintiva que debe ser gastada en el trabajo enajenado pueden ser reducidas considerablemente". De este modo, le parecía posible a Marcuse llegar a una nueva situación en la que ya no sea necesaria la disciplina represiva, el trabajo alienante. Pensaba Marcuse (y en gran medida fue profeta) que la tecnología permitiría que el ocio lo invadiera todo, que el trabajo ya no fuese algo duro y exigente, lo cual podría llevar a una relajación de las normas disciplinantes que moderan nuestros apetitos.

De este modo emergería una sociedad no represiva en la que poder satisfacer los placeres: “El juego y el despliegue, como principios de la civilización, implican no la transformación del trabajo, sino su completa subordinación a las potencialidades, libremente desarrolladas, del hombre y la naturaleza. Las ideas del juego y el despliegue revelan ahora su total alejamiento de los valores de la productividad y la actuación: el juego es improductivo y es inútil precisamente porque cancela las formas represivas y encaminadas a la explotación del trabajo y el ocio; él “sólo juega” con la realidad”.

Tanto Dichter como Marcuse fueron profetas de su tiempo. Los dos alimentaron la esperanza del paraíso en la tierra mediante el cultivo del deseo. El primero, como publicista y diseñador de campañas de marketing, veía que el capitalismo triunfaría a través del dominio de los deseos inconscientes de los individuos. Su estrategia iría dirigida a comprender los deseos ocultos y apelar a ellos. Marcuse, por su parte, atisbaba una sociedad no represiva apoyada en el desarrollo tecnológico, que facilitaría un hedonismo libertario. La estrategia del deseo tendría que realizarse por la eliminación de las barreras que permiten el libre juego de la libido. En buena medida, estas dos estrategias han marcado la tendencia en las sociedades occidentales en los últimos 60 años. Sin embargo, nos movemos por los laberintos del deseo como si este fuese algo extraño y retorcido, inconsciente. Deleuze y Guattari señalaron el carácter esquizoide del individuo en el mundo capitalista, convertido en una máquina deseante sin rumbo: tan solo deseos desmembrados, inconexos, parecen guiar el comportamiento del individuo posmoderno.

La estrategia del deseo tendría que realizarse por la eliminación de las barreras que permiten el libre juego de la libido

Sin embargo, ¿podemos tratar de comprender el deseo? ¿O nos tendremos que contentar con controlarlo, racionalizarlo, al igual que atrapamos la corriente del río en un pantano para soltar el agua a nuestro antojo y obtener energía eléctrica? Vivimos en una civilización en la que la satisfacción de los deseos tiene una gran importancia, pero esa satisfacción muchas veces solo conduce a la frustración vital. Desde que Ernst Dichter desentrañara la estrategia del deseo para elaborar una cultura consumista, hemos desarrollado una estructura económica y social que alimenta el deseo y se apoya en la satisfacción de nuevas necesidades.

Como ha señalado Bauman, “mientras que los argumentos de la sociedad de consumo se basan en la promesa de satisfacer los deseos humanos en un grado que ninguna otra sociedad del pasado pudo o soñó hacerlo, la promesa de satisfacción solo conserva su poder de seducción siempre y cuando esos deseos permanecen insatisfechos”. Dichter planteó una estrategia del deseo basada en la maximización del placer inmediato. La sociedad capitalista ha captado la estructura del deseo primario y ha desarrollado estructuras que lo alimentan y lo mantienen encerrado en ámbitos específicos: centros comerciales, restaurantes, televisión, internet, etc. Vivimos inmersos en una arquitectura del deseo de la que rara vez somos conscientes. Porque el deseo es casi siempre inconsciente, subyacente a todas nuestras decisiones… Pero, entonces, ¿tratar de comprenderlo no será otra cosa que racionalizarlo, es decir, poder establecer un juego de fuerzas entre deseos? Si el deseo es algo inconsciente, quizás no se puede entender del todo, simplemente canalizarlo para lograr un equilibrio vital (como propone el psicoanálisis freudiano).

Ahora bien, decir que el deseo es algo inconsciente no significa que sea una fuerza ciega, que no se pueda volver consciente y (lo que es mucho más importante) que no responda a una lógica. Cuando deseamos algo es por que nos reporta algún beneficio. El deseo, como veremos, tiene una lógica interna, responde a necesidades vitales del ser humano. Detrás de todo deseo hay una necesidad básica de algo: comida, descanso, bienestar físico, cono cimiento, amor. Por eso mismo, es posible comprender el deseo (si no del todo, al menos hasta cierto grado), y en ese intento de comprensión se nos revelará en primer lugar una estructura metafísica fundamental del ser humano: su continua lucha por mantenerse en el ser y la negatividad que acompaña siempre a la existencia.

placeholder  'La civilización del deseo'. (Cedida)
'La civilización del deseo'. (Cedida)

En segundo lugar, este esfuerzo de comprensión habrá que dirigirlo a entender la vivencia psicológica del deseo: cómo lo experimentamos y de qué modo viene acompañado de un sentimiento de carencia. Por último, de nada serviría la especulación filosófica si no llevara a una práctica de vida: habrá por tanto que elaborar una ética del deseo. Quizás, como trataremos de mostrar, el cultivo del deseo no tenga que ver con la estrategia para su satisfacción inmediata, sino con desarrollar disposiciones que nos permitan desear lo que nosotros queramos. Esto supondrá encauzar y dar forma a nuestras pulsiones porque, como veremos, estas no son fuerzas ciegas (la libido no es, como pensaba Freud, una energía que surge de un puro inconsciente), sino que el deseo está vinculado a la memoria. Las pulsiones se formalizan de acuerdo a nuestra comprensión de nosotros mismos y del mundo, a la manera en que se ha modelado nuestro corazón, nuestra identidad. Cultivar el deseo supondrá entonces darle una forma y unos objetos adecuados.

Sin embargo, en esta exploración del deseo, será importante armarse con los instrumentos adecuados. Necesitaremos pico y pala ‒la especulación racional‒, pero también gafas de bucear y las linternas del inconsciente. Sobre todo, habrá que echar un vistazo a los textos fundamentales que construyen la reflexión sobre el deseo.

¿Qué es el deseo? El deseo es algo extraño. Todos lo experimentamos en cada segundo de nuestra vida, pero si tratamos de definirlo resulta difícil. ¿Es el deseo una sensación? Sin duda alguna, el deseo es algo que se siente, se experimenta; pero normalmente las sensaciones aportan conocimiento y poseen un contenido específico. El deseo, sin embargo, no es una sensación que aporte conocimiento sobre el mundo, sino más bien una manera de sentirnos nosotros mismos en relación con un objeto o una situación del mundo. Es más, si tuviéramos que ser más precisos, diríamos que ni siquiera el deseo como tal es ese "sentirnos" en relación al mundo, sino una tendencia que surge de nuestro sentir. Una sensación de atracción o rechazo, muchas veces sin un contenido muy específico.

La experiencia del deseo nos sitúa ante tres preguntas fundamentales. En primer lugar, una cuestión metafísica, de tipo arqueológico (ya que obliga a ahondar en los fundamentos): ¿por qué el deseo, y no más bien la nada, o no más bien todo? El deseo se sitúa, como señala Platón en el Banquete al hablar del nacimiento del amor, entre la pobreza y la riqueza. Revela así una estructura metafísica negativa, porque no hay deseo sin privación; es decir, solo hay deseo en la medida en que hay un “no”. Se podría entonces decir que el deseo se fundamenta en la sensación de privación, de carencia. ¿Por qué? Porque vivimos en el tiempo, y el tiempo es devenir, siempre continuo cambio. Vivir en el tiempo implica una negatividad continua en nuestra vida, y estamos condenados a permanecer fuera de nosotros mismos. No somos nunca plenamente quienes somos, no tenemos lo que querríamos tener, siempre deseamos algo que todavía no está ahí. Hay un sentimiento de alienación radical: nos sentimos extranjeros en el mundo, extraños a nosotros mismos porque no nos re conocemos del todo en aquello que somos y en lo que hacemos. Surge así el problema del propio autoconocimiento y la identidad. ¿Quién soy yo realmente? Y ese “yo real” parece que no se puede alcanzar mediante la reflexión, sino en todo caso mediante el abandono: renunciar a querer comprender y acceder mediante la fe a algo que me lo muestre, como es la actitud de Agustín de Hipona.

Desde una óptica hegeliana, podríamos decir que el deseo presenta una estructura dialéctica de tesis, antítesis y síntesis, que curiosamente nunca es del todo resuelta. Para que haya deseo tiene que haber previamente un estímulo (tesis), algo que nos golpea y nos presenta una posibilidad de actuación. Frente a ese estímulo sentimos una carencia (antítesis): somos conscientes de que no poseemos aquello que se nos presenta, y precisamente por eso lo deseamos. La síntesis consiste en la acción que logra el objeto de deseo y, con él, la gratificación. Pero ¿acaso termina la dinámica del deseo una vez lo hemos satisfecho, o no será que esa misma gratificación el contenido de un nuevo estímulo (tesis), precisamente porque ya no lo experimentamos (antítesis), nos lleva a buscar nuevas satisfacciones? El problema entonces reside en cómo resolver la dialéctica del deseo sin caer en la frustración. Vivimos alienados en un mundo en el que nos reconocemos extraños.

Esta alienación se aprecia ante todo en el abismo entre la naturaleza y nuestro deseo. Esperamos algo de esta vida que la vida no nos da. Aquí radica la diferencia sartreana entre el ser-en-sí y el ser-para-sí. El mundo es de un modo y nosotros en cambio querríamos que nuestros deseos se llevarán a cabo. Pero para que eso sucediera tendríamos que ser Dios, y no solo no lo somos, sino que además Dios no existe (piensa Sartre). La única solución que parecería quedar es la filosofía existencialista del absurdo. La vida no tiene sentido y el ser humano es una pasión inútil. Pero ¿no será posible superar la alienación desde otra perspectiva? ¿No será posible recuperar la comunión con el mundo mediante un arte de amar que supone una educación del deseo? Como trataremos de ver, el arte de amar, practicado desde unos hábitos, permite resolver la dialéctica del deseo y el sentimiento de carencia de modo pleno.

Cuando amo, no deseo nada para mí, sino para el otro, permito la entrada de alguien en mis deseos, y de este modo ya no me siento solo frente al mundo. En segundo lugar, la experiencia del deseo nos sitúa ante una pregunta psicológica. ¿Somos libres frente al deseo? Se trata de una cuestión genealógica, que obliga a indagar en las fuerzas que originan los deseos. ¿No son nuestras elecciones en realidad fruto de un juego, muchas veces inconsciente, de fuerzas e impulsos, de motivaciones ocultas? Para responder a esta pregunta habrá que examinar la dinámica del inconsciente. Pero la relación entre deseo y libertad nos pondrá además frente a otro problema: ¿es lo mismo desear y querer? De una manera general, parece que querer expresa siempre cierto deseo. Si quiero algo es porque lo deseo, porque siento que lo necesito. Sin embargo, querer expresa también una voluntad que, aunque se apoya en el deseo (no me determino hacia algo si no lo deseo de algún modo), es quizás distinta de él (una cosa es desear algo y otra que mi voluntad se determine hacia eso). Habrá que examinar por tanto cómo es esta relación de deseo y voluntad.

La experiencia del deseo nos obliga a preguntarnos cómo se puede gestionar, de qué modo alcanzar un estado de plenitud

Por último, la experiencia del deseo nos obliga a preguntarnos cómo se puede gestionar, de qué modo alcanzar un estado de plenitud cuando el deseo es precisamente negativo. Se trata de una cuestión estratégica en la que solo podemos salir victoriosos si establecemos una táctica adecuada, no basada en la represión, sino en el cultivo del corazón.

Este libro no pretende simplemente analizar una civilización, un modo de vivir. El propósito último de estas páginas es indagar en los fundamentos filosóficos del deseo para mostrar una comprensión profunda e integradora. Recuperar el ideal práctico de la filosofía helénica como terapia de vida. Consciente de que los problemas de una civilización no se arreglan a través de unas páginas impregnadas de teoría, pretendo que, al menos, una comprensión adecuada de qué significa desear pueda despertar en alguien un autoconocimiento para llevar una vida más plena.

A lo largo de estas páginas trataré de enfrentarme a tres preguntas fundamentales: ¿qué es el deseo? ¿Cuál es su dinámica? ¿Cómo podemos gestionarlo? De este modo he dividido el libro en tres partes: comienzo con una arqueología del deseo, es decir, una búsqueda del fundamento (para ello habrá que remontarse a los autores clásicos, Platón y Aristóteles, para confrontarlo con la posición de Nietzsche). En la segunda parte indagaré en la génesis de los deseos (genealogía) a través del psicoanálisis de Freud y las respuestas que le dan Adler y Frankl. He querido completar esa génesis con una reflexión sobre el corazón y los afectos. En la tercera parte he tratado de responder a la pregunta de cómo integrar el deseo en una vida plena, y para ello he querido someter a examen la propuesta estoica y epicúrea, así como el planteamiento contemporáneo de Foucault en contraste con Platón. De este modo, finalmente veremos cuál es la relación entre el amor y el deseo, y pienso que habremos logrado una respuesta en diálogo con estos autores.

Manuel C. Cruz de Landázuri (Pamplona, 1986) es profesor de Ética y Filosofía del deseo en la Universidad de Navarra. Ha completado su formación con estancias en las universidades de Columbia, Paris-Sorbona y Munich. Ha dedicado su investigación a la ética en el pensamiento griego, principalmente al problema del placer en Aristóteles y al amor en Platón. Su nuevo libro La civilización del deseo parte de una premisa clara: el deseo se ha convertido, en el contexto capitalista, en un mero disparador del consumo y la producción. Pero, ¿en qué consistía desear cuando el capital no configuraba nuestro comportamiento ni nuestras estructuras mentales?

Sucedió lo improbable. El ser humano, condenado a luchar por la supervivencia en un mundo hostil, tuvo que hacer frente a los problemas de la vida, y para ello desarrolló la cultura, la civilización. Durante siglos hemos vivido en un entorno precario, lleno de peligros. Guerras, hambre, enfermedades, trabajo. Y llegaron las revoluciones industriales, y después la revolución tecnológica. Lo improbable ‒crear el paraíso en la tierra‒ de pronto llega a nuestras calles. Podemos satisfacer nuestras necesidades básicas sin problemas y, más aún, llenarnos de nuevas experiencias inimaginables hasta ahora. El monarca más poderoso del siglo XVIII vivía de una forma más miserable que cualquier individuo de la clase media occidental del siglo XXI. Hemos construido la civilización del deseo.

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