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Gustavo Gimeno toma el Real con un 'Onegin' memorable
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Gustavo Gimeno toma el Real con un 'Onegin' memorable

La audacia del maestro levantino y la dramaturgia despiadada de Cristof Loy llevan al extremo la ópera de Tchaikovsky con la complicidad de soberbios cantantes rusos (Kristina Mkhitaryan) y ucranianos (Bogdan Volkov)

Foto: 'Onegin' vuelve al Teatro Real.
'Onegin' vuelve al Teatro Real.

Tendrían que venir al Real los programadores de Occidente que han proscrito a Tchaikovsky por su condición de compatriota de Putin. Se ha llevado al esperpento la rusofobia en algunos teatros. Y se ha organizado un escarmiento cultural que amalgama las víctimas y los victimarios.

Por esa misma razón tiene sentido repasar la procedencia de los cantantes que protagonizan Eugenio Onegin en Madrid. Rusos y ucranianos comparten el reparto y la tarima del teatro. Cohabitan y coexisten en las entrañas de una obra que evoca la idiosincrasia híbrida de Pushkin.

Nació en Moscú el autor de la novela en verso que inspiró a Tchaikovsky, pero la escribió en el remanso balneario de Odessa (Ucrania).

La aberración de convertir Onegin en el daño colateral de la represalia a Putin resulta todavía más extravagante si consideramos la dramaturgia con que la representa Cristof Loy. Porque la concibe lejos de todo idiomatismo folclórico. Y porque el último acto transcurre fuera del espacio y del tiempo, como si fuera el subconsciente del atormentado protagonista.

Convertir 'Onegin' en daño colateral de la represalia a Putin resulta aún más extravagante si consideramos la dramaturgia de Loy

Una pared blanca, gélida, y una ventana. No le hacen falta a Christof Loy otros recursos escénicos para alumbrar la tercera parte de Eugenio Onegin. Y para extrapolar la ópera a una dimensión psicológica y claustrofóbica donde trasciende el mensaje subliminal del desengaño amoroso: ¿Fue posible la felicidad?, se pregunta en el vacío la voz de Tatiana.

Se le ha reprochado a Loy cierto hermetismo en su dramaturgia, se le han protestado incluso las divagaciones y arbitrariedades narrativas -el suicidio de Lensky, por ejemplo-, pero Onegin es una ópera de repertorio que el melómano debe conocer, como conocían muy bien los espectadores ilustrados de finales del XIX la novela homónima de Pushkin que la inspiró. Por esos motivos, Tchaikovsky se permitió un discurso narrativo de grandes elipsis y libertades. Y por idénticos argumentos, Christof Loy explora el itinerario menos explícito y convencional del operón ruso. Lo hace trasladando una atmósfera nórdica y sobria, a semejanza de una casa de Ibsen. Y perfilando un trabajo de actores cuyo perfeccionismo afina la angustia de la soledad. Solos están los protagonistas del drama, desamparados, pero también muy bien acompañados por la batuta de Gustavo Gimeno, cuya sensibilidad a la partitura en sus detalles y en su hondura favorece la línea de canto, enfatiza la tensión de los pasajes concertantes y engendra una sucesión estupefaciente de atmósferas sonoras. El gesto claro y armonioso de Gimeno predispone el estupor del foso y las energías magmáticas. Exige el maestro a los músicos un grado extremo de concentración y de competencia. Y le corresponden con una versión exquisita en los detalles y alucinante en la dinámica sonora.

placeholder Iurii Samiolov, como Eugenio Oneguin; Elena Zilio, en el papel de Filipevna, y Kristina Mkhitaryan, como Tatiana, en la ópera 'Eugenio Oneguin'. (EFE)
Iurii Samiolov, como Eugenio Oneguin; Elena Zilio, en el papel de Filipevna, y Kristina Mkhitaryan, como Tatiana, en la ópera 'Eugenio Oneguin'. (EFE)

El espesor de los violonchelos y el calor de las maderas impacta tanto como la sensibilidad del viento. Tendrían que haber saludado los solistas de trompa sobre el escenario del Teatro Real, igual que hicieron los cantantes.

Se hizo justicia al carisma de Iuri Samoilov en el papel protagonista. Abrumaron de bravos y clamores a Kristina Mkhitaryan y a Bogdan Volkov. E hicieron bien los espectadores, pues las arias en solitario de la soprano rusa y del tenor ucraniano condujeron a la cima el acontecimiento del Real. Cantaba embrujada Mkhitaryan, poseída por la patología amorosa, provista de un timbre oscuro e irresistible. Y aprovechaba Volkov el pasaje de Kouda, kouda para consumar un ejercicio canoro de extraordinaria belleza. Cuestión de fraseo, de pulcritud. Gimeno lo acompañaba con esmero, lo “mecía” sobre el escenario con tanto criterio como instinto teatral. Y no le sobra la experiencia operística al maestro levantino, pero su fichaje como nuevo director musical del Teatro Real representa un acierto rotundo.

Se hizo justicia al carisma de Iuri Samoilov en el papel protagonista. Abrumaron de bravos y clamores a Kristina Mkhitaryan y a Volkov

Lo demostró hace unos años con la versión estremecedora de El ángel de fuego (Prokofiev). Y lo hizo en el estreno de Onegin este miércoles. Impresiona hasta que extremo Gimeno ha recortado la distancia entre el gesto y el resultado. La homogeneidad conceptual con que concibe la obra en su espesor cromático destaca tanto como el esmero minimalista.

Sabe escuchar Gimeno a los cantantes -estupendo Juan Sancho en el papel de Triquet-. Y consigue mantener un estado de tensión creativo que redunda en la intensidad y en el pathos, como si Onegin fuera un gigantesco mosaico. Opulento cuando hace falta. Delicado cuando es necesario.

Es el momento de convalecer. La música de Tchaikovsky nos acompaña todos estos días, nos posee como un hechizo. Y la novela de Pushkin nos recuerda el abismo del tiempo y la frustración de los amores a destiempo. Lo menos que puede sucedernos cuando nos exponemos al arte en estado de crepitación es quemarnos, pero es mucho peor morirse de frío.

Tendrían que venir al Real los programadores de Occidente que han proscrito a Tchaikovsky por su condición de compatriota de Putin. Se ha llevado al esperpento la rusofobia en algunos teatros. Y se ha organizado un escarmiento cultural que amalgama las víctimas y los victimarios.

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