Cómo quitarse de encima a un marido pesado (y, de paso, conquistar un reino sin querer)
Imma Eramo relata en 'El mundo antiguo en 20 estratagemas' varios episodios de la historia antigua marcados por la astucia. Publicamos el capítulo dedicado a Giges, Candaules y la conquista del trono de Lidia
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Candaules, hijo de Mirso, era rey de Lidia (Asia Menor) en una época que no se ha logrado determinar con exactitud, aunque los expertos la sitúan en el siglo VII a. C.: un tiempo en el que historia y mito aún se confunden y nos confunden. De acuerdo con la tradición que recoge Heródoto, este soberano pertenecía a la dinastía de los heráclidas, que llevaban ciento cinco años y veintidós generaciones reinando en Lidia y transmitiéndose el poder de padres a hijos. Tal vez el suyo no era un nombre propio, sino un título o, más concretamente, un nombre dinástico: de hecho, en luvio, antigua lengua de Anatolia, handawat(i) significa "rey, autoridad suprema", igual que la palabra licia xñtawat(i). Por lo demás, Heródoto señala que los griegos se referían a él como "Mírsilo", que es el mismo nombre que utilizaba un conocido tirano de Mitilene cuya muerte celebró el poeta Alceo y también era un nombre originario de Anatolia (en el segundo milenio a. C. se conocen tres reyes hititas llamados Mursili). Además, a finales del siglo i a. C., el historiador Nicolás de Damasco aseguró que Candaules respondía igualmente al nombre de Sadiate. Pero dejemos a los expertos la tarea de debatir las cuestiones más doctas y complicadas y ocupémonos más bien de la historia de este personaje, que es, sin duda alguna, mucho más intrigante.
Es probable que Candaules, que ejercía su poder desde la capital, Sardes, viviera y reinara sin especiales problemas hasta el momento en que él mismo se los creó, tanto para sí mismo como para todo su reino. El caso es que tenía una esposa, una mujer bellísima. O, mejor dicho, él la consideraba bellísima. No hay motivo alguno para dudar de ello, en vista de que, salvo escasas y loables excepciones, todas las mujeres de los reyes y los emperadores son bellas...
El nombre de esta mujer no se recoge en las tradiciones más antiguas, que, evidentemente, no le concedían mayor importancia. En cambio, las tradiciones posteriores se inventaron varios: Nisia, Clitia, Abro, Toudo... El nombre de Nisia nos ha llegado a través de un erudito griego de la época romana, el gramático de Alejandría Ptolomeo Hefesto, conocido como Ptolomeo Queno (es decir, "Ptolomeo Codorniz"), que lo registró en su obra Historia nueva (de la que solo se han conservado algunos fragmentos). En su relato, precisamente, se basó un autor francés del siglo XIX, Théophile Gautier, para escribir su cuento El rey Candaules.
En cualquier caso, y fuese cual fuese su nombre, lo cierto es que este rey estaba locamente enamorado de ella, hasta tal punto que la consideraba la mujer más hermosa de todas. Estaba tan obsesionado con la belleza de su esposa que no hacía más que elogiarla, sobre todo en presencia de su guardia más fiel, Giges (por cierto, hay quien ha asociado este nombre con una raíz procedente de Anatolia que significa "abuelo"), a quien confiaba los secretos de Estado más importantes y con quien compartía los asuntos más delicados.
Lo cierto es que este rey estaba locamente enamorado de ella, hasta tal punto que la consideraba la mujer más hermosa de todas
Si damos crédito a una de las versiones de esta historia, Candaules se equivocó estrepitosamente al elegir a su interlocutor, porque el propio Giges fue el origen de sus males. En realidad, Giges no fue culpable de nada, sino tan solo un instrumento en manos de otros. Aunque, eso sí, teniendo en cuenta el extraño caso del que fue testigo en un primer momento y protagonista después, debería haber intuido que su futuro acabaría marcado sin remedio por un delito de sangre.
Al igual que el resto de la historia, el pasado de Giges —que no todos los autores recogen— parece tener su origen en un repertorio de leyendas o cuentos, pero no de esos que se narran a los niños, sino de esos otros que, además de no tener un final feliz, son también, y sobre todo, terriblemente macabros. Como es lógico, el pasado de Lidia hundía sus raíces en tradiciones tan legendarias y fabulosas que no tardarían en completarse después con otros detalles que aportaban un toque mágico, además de un valor simbólico.
Por resumir, de acuerdo con esta tradición legendaria, Giges era un pastor de Lidia. Cierto día, mientras estaba dando de pastar a su rebaño en un prado, asistió a un espectáculo impresionante: sobre la zona se abatió una violenta tempestad y un espantoso terremoto resquebrajó el suelo justo delante de él. El pobre hombre quedó aterrorizado, pero no tanto como para no percatarse de que, en medio de aquel abismo que se acababa de abrir a sus pies, había un caballo de bronce hueco con varias hendiduras. Al curiosear en su interior, descubrió el cadáver de un hombre de una estatura increíblemente superior a la normal. En el dedo, aquel cuerpo llevaba un anillo de oro. Giges, que estaba asustado, pero no era estúpido, le quitó inmediatamente aquella joya y se la colocó en su propia mano. Tiempo después, acudió a una reunión entre pastores llevando aquel anillo y — maravilla entre las maravillas— se dio cuenta de que se trataba de una sortija mágica. Por casualidad, giró el anillo hacia el interior y entonces comprobó que se había hecho invisible para quienes se encontraban sentados a su lado, que siguieron hablando como si él no estuviera. En cambio, cuando lo giraba hacia el exterior, volvía a ser visible.
Al curiosear en su interior, descubrió el cadáver de un hombre de una estatura increíblemente superior a la normal
Giges no daba crédito: ¡su anillo confería el poder mágico de la invisibilidad! Por seguridad, probó varias veces el mecanismo de las rotaciones con el fin de verificar si aquel hechizo se repetía, y en todas las ocasiones fue así. Habría sido de tontos no aprovecharlo, así que Giges — que de tonto no tenía ni un pelo— hizo cuanto estuvo en su mano para formar parte de la delegación de pastores que iba a reunirse con el rey. Como era de esperar, fue precisamente el poder mágico de su anillo lo que le permitió superar a sus competidores, hasta el punto de que consiguió convertirse en el jefe de la guardia de Candaules.
Y no solo eso: también se convirtió en el hombre de confianza del soberano, en aquel que complacía todos sus deseos. Eso sí, es posible que Giges no acabara de creer a Candaules cuando este le hablaba de cuestiones privadas, sobre todo cada vez que insistía en alabar la belleza de la reina. Imaginemos a Giges que, un tanto fastidiado por tener que oír siempre la misma cantinela, e impaciente por abordar de una vez asuntos de Estado y cuestiones políticas y militares mucho más importantes, acabó por asentir distraídamente a la enésima repetición del mismo tema, para no herir en exceso la sensibilidad de Candaules (al fin y al cabo, por mucha confianza que hubiera entre ambos, seguía siendo su rey). E imaginemos que este, que había desarrollado una especial susceptibilidad en todo lo referente a su esposa, probablemente se dio cuenta de que su fiel consejero ya no le creía demasiado. Así pues, un día se decidió a hacerle a Giges una embarazosa propuesta: tendría que contemplar a la reina desnuda, porque, como es sabido, los ojos son más fiables que las orejas y quien ve por sí mismo puede creer al fin aquello que ha oído contar a los demás.
Giges no estaba ni mucho menos dispuesto a aceptar aquella enredosa oferta. Indignado, se negó a hacerlo porque presentía que las intenciones del rey no traerían consigo nada bueno. Así pues, le expuso a su señor lo inoportuna e incómoda que le parecía aquella idea. "Pero ¿qué dice? ¿Acaso Su Majestad no sabe que cuando una mujer se despoja de sus ropajes también se despoja de su pudor?". A Giges no le interesaba comprobar si lo que sostenía Candaules era o no cierto, así que aseguró estar firmemente convencido de la belleza de la reina e incluso llegó a jurar que creía que era la mujer más hermosa de todas. Por eso, añadió, rogaba al rey que dejara de ponerlo en una situación tan difícil y que no volviera a pedirle cosas tan poco decorosas. En definitiva, le explicó sin rodeos que quería quedarse en la corte tranquilo, ocupándose de sus propios asuntos. Pero Candaules, que, a todas luces, además de estar obsesionado era un poco corto de miras, no quiso atender a razones y enseguida lo calmó: ¿qué daño podía ocasionarle? Desde luego, no tenía nada que temer de él, que no pretendía en absoluto ponerlo a prueba ni averiguar hasta dónde llegaba su fidelidad. Y, sobre todo, no tenía nada que temer de su mujer, porque ella no se daría cuenta de nada. ¡Alma de cántaro! Al final, los hechos no le dieron la razón… Pero no adelantemos acontecimientos. Continuemos de forma ordenada.
Candaules explicó a Giges su "astuto" plan ("astuto" por decir algo, porque cualquier estúpido habría descubierto inmediatamente el engaño). La idea era la siguiente: Giges se escondería tras la puerta de la alcoba, que permanecería abierta, a la espera de que el rey y la reina entrasen. Ella solía depositar su ropa sobre un sillón situado delante de la entrada. Desde el lugar que el rey le había indicado, Giges podría contemplar tranquilamente y sin riesgos a la reina y ser testigo de todos sus encantos.
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Solo tendría que estar atento al momento en el que la mujer, una vez colocadas todas sus prendas sobre el asiento, le daría la espalda para dirigirse a la cama. En ese preciso instante, Giges debería colarse por la puerta con cuidado de no ser visto. Pan comido, ¿no? Pues no, porque no habían estudiado a fondo la cuestión logística (por no decir que no la habían estudiado en absoluto). Giges era muy hábil como jefe de la guardia y como consejero real, pero no tanto como voyeur. Además, la reina no era nada tonta. Al final, las cosas no fueron como Candaules había planeado.
Giges no podía desobedecer las órdenes del rey, así que hizo lo que se le había dicho o, más bien, lo que se le había ordenado: cuando Candaules anunció que se iba a acostar, se escondió tras la puerta de la alcoba, que permaneció abierta, a la espera de que el rey y la reina entrasen. Y la reina realizó, una tras otra, todas las acciones que el monarca había descrito: se desnudó, colocó sus prendas sobre el sillón, dio la espalda al punto en el que Giges permanecía escondido y se dirigió al lecho. En ese momento, Giges se marchó a hurtadillas, tal y como el rey le había indicado. Pero algo salió mal. Los dos hombres habían subestimado la sensibilidad de la reina, que se dio cuenta enseguida de la presencia de Giges. Es más, lo vio perfectamente mientras salía.
La mujer se percató de todo, comprendió al instante la escena y el plan que había tras ella — un plan que calificar de ingenuo sería incluso demasiado generoso, pero qué le vamos a hacer, estamos en el mundo del mito— y, sobre todo, entendió que el verdadero culpable no era el pobre Giges, que se había limitado a obedecer una orden, sino su marido. Se sintió indignada. No en vano, para los lidios — igual que para otros pueblos de Oriente Medio, tanto por aquel entonces como también en otras épocas—, que alguien les viese desnudos constituía una enorme deshonra, una vergüenza que no era fácil borrar.
Fue entonces cuando la reina demostró tener una singular habilidad. Para vengarse de la deshonra de la que se había manchado contra su voluntad, urdió un plan infinitamente más astuto que el de su marido (lo cual, por otra parte, tampoco era tan difícil). Habría podido ponerse a gritar en ese mismo instante, montar una auténtica escena ante su marido y su cómplice, reprochar al segundo la afrenta que había osado cometer y al primero la peligrosa fatuidad de su presunción… Y, sin embargo, permaneció callada y durante aquella noche fingió no haberse percatado de nada.
Para vengarse de la deshonra de la que se había manchado contra su voluntad, urdió un plan infinitamente más astuto que el de su marido
Al amanecer, la reina convocó a sus criados más fieles — siempre era más conveniente contar con la presencia y la ayuda de testigos y cómplices— y, acto seguido, mandó llamar a Giges. Él, que no sospechaba nada, acudió enseguida, como solía hacer. Pero en aquella ocasión la reina no lo puso al día de los habituales asuntos burocráticos o familiares, sino que pronunció un discurso claro y explícito; un discurso que no admitía réplica, una disyuntiva que no le dejaba una tercera opción. La reina se mostró enérgica en su razonamiento — unas pocas palabras precisas y directas— y firme en sus intenciones. Giges había visto aquello que no debía ver, así que no le quedaba más remedio que elegir entre dos caminos: o bien mataba a Candaules, se casaba con ella y, a través de esa acción, se hacía con el reino de Lidia, o bien moría allí mismo, en el acto, porque era un hombre peligroso, ya que había hecho aquello que no habría debido hacer y era posible que volviese a hacerlo en el futuro, obedeciendo ciegamente a las órdenes de su rey.
En un primer momento, Giges reaccionó con estupor: jamás habría pensado que la reina se hubiese percatado de todo. Entonces trató de convencerla con sus súplicas para que no lo obligara a hacer aquella trágica elección. Obviamente, no hubo modo de persuadirla. La reina era implacable: o matar o ser matado.
Giges comprendió enseguida que no tenía elección. Seamos sinceros: ¿qué hombre en su sano juicio habría preferido morir a matar, y convertirse, a través de ese asesinato, en el rey de Lidia? Además, aquello le permitiría casarse con una mujer bellísima, según había comprobado con sus propios ojos. Francamente, yo creo que este sería el último de los pensamientos que se le pasarían por la cabeza a aquel infeliz, pero lo añado a la lista no tanto para hacer un guiño a los lectores a los que les gustan estos cuentos antiguos (y que tal vez los confundan incluso con la historia real) como para subrayar un dato fundamental para comprender todo este asunto: casarse con la reina era el requisito necesario e indispensable para hacerse con el poder como nuevo rey, dado que, de acuerdo con las normas y los usos vigentes por aquel entonces en Lidia y también en otros pueblos de Asia Menor, si un rey moría y, como ocurría en este caso, no tenía herederos directos, el poder no pasaba directamente a manos de la reina, sino a otro hombre a través de ella, que, básicamente, transmitía el poder sin posibilidad alguna de ejercerlo.
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Así pues, Giges optó por vivir y matar al rey. Llegados a este punto, nuestras fuentes reflejan cierta ingenuidad por parte de Giges, aunque tal vez lo presentaron así porque querían dejar claro que se trataba de un hombre entregado en exclusiva a complacer a los demás. No olvidemos que Giges era el guardia favorito del rey, así que no le faltaban ni ocasiones ni armas para asesinarlo. Pues bien, ante la decisión inapelable de la reina, y tras haber elegido de manera definitiva e inexorable su destino, ¿qué hizo Giges? Preguntarle a la mujer cómo quería que matase a su marido. Prácticamente, lo dejó todo en sus manos. Ella, tal vez para consumar hasta el final su venganza, tal vez porque conocía tan bien a su marido que sabía cuál era su punto débil o tal vez porque nuestras fuentes deseaban que este "drama burgués" se consumase plenamente entre las paredes del hogar, dentro del tálamo nupcial, le respondió que el ataque debía producirse en el mismo lugar en el que se perpetró la afrenta, allí donde Giges la había visto desnuda: había que matar a Candaules durante el sueño. Así pues, al oscurecer, Giges siguió a la reina hasta sus aposentos, resignado ya a cumplir su destino. Ella le entregó un puñal y le indicó que debía esconderse detrás de la misma puerta tras la que lo había ocultado su marido la noche anterior. Mientras Candaules dormía, Giges salió de su escondite, mató al rey y se apoderó de la reina y, sobre todo, del reino.
La otra versión de la historia de Giges y Candaules — la que habla del anillo mágico— no explica cómo, una vez en la corte, Giges utilizó aquella joya para asesinar al monarca y conquistar el trono. Es muy probable que lo consiguiera aprovechando el poder de la sortija y haciéndose visible o invisible según le conviniera. En cualquier caso, no es precisamente fácil conciliar las dos versiones del relato, sobre todo si tenemos en cuenta que en esta última Giges parece mucho más vivo y astuto que en la otra, en la que, de hecho, se le presenta como un títere en manos de la reina. Sea como fuere, hay un dato seguro: toda la estratagema se basa en un juego de "ahora me ves, ahora no me ves". Aquí estamos hablando de desnudez y voyerismo, a pesar de que el epílogo sea todo menos seductor y tórrido. De hecho, es terriblemente dramático.
La nueva dinastía mermnada (a la que pertenecía el famoso rey Creso de Lidia) alcanzó el trono de Sardes mediante una estratagema. O, mejor dicho, dos: una ingenua y fracasada, otra sutil, trapacera y aderezada con toques de venganza y revancha. Quién sabe qué habría hecho el mezquino rey de Lidia, víctima de su propia vanidad, si hubiese sabido que los psiquiatras del siglo XXI bautizarían como "candaulismo" a su práctica erótica. Aunque al menos así encontró una manera de pasar del plano de la leyenda al de la historia...
*Imma Eramo es investigadora de Filología Clásica en la Universidad de Bari. Es especialista en Historiografía y Literatura técnica antigua y bizantina. En particular, es experta en manuales militares de la época y su recepción. Autora de varios libros, en 'El mundo antiguo en 20 estratagemas' (Ed. Crítica) analiza episodios de la historia antigua donde se muestra que la astucia es el atributo principal que ha permitido salir victorioso en guerras y conflictos.
Candaules, hijo de Mirso, era rey de Lidia (Asia Menor) en una época que no se ha logrado determinar con exactitud, aunque los expertos la sitúan en el siglo VII a. C.: un tiempo en el que historia y mito aún se confunden y nos confunden. De acuerdo con la tradición que recoge Heródoto, este soberano pertenecía a la dinastía de los heráclidas, que llevaban ciento cinco años y veintidós generaciones reinando en Lidia y transmitiéndose el poder de padres a hijos. Tal vez el suyo no era un nombre propio, sino un título o, más concretamente, un nombre dinástico: de hecho, en luvio, antigua lengua de Anatolia, handawat(i) significa "rey, autoridad suprema", igual que la palabra licia xñtawat(i). Por lo demás, Heródoto señala que los griegos se referían a él como "Mírsilo", que es el mismo nombre que utilizaba un conocido tirano de Mitilene cuya muerte celebró el poeta Alceo y también era un nombre originario de Anatolia (en el segundo milenio a. C. se conocen tres reyes hititas llamados Mursili). Además, a finales del siglo i a. C., el historiador Nicolás de Damasco aseguró que Candaules respondía igualmente al nombre de Sadiate. Pero dejemos a los expertos la tarea de debatir las cuestiones más doctas y complicadas y ocupémonos más bien de la historia de este personaje, que es, sin duda alguna, mucho más intrigante.