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No importa si tienes 25 o 55 años, es muy probable que te sientas fracasado
Hay un sentimiento que sobrevuela nuestra sociedad, no importa la edad: el de no haber conseguido lo suficiente, quizá porque ya no sabemos qué es el éxito ni el fracaso
A veces se producen casualidades significativas que te obligan a prestar atención. Durante los días previos a las fiestas navideñas, varias personas me confesaron, deslizaron o sugirieron que sentían cierta sensación de fracaso en sus vidas, aunque fuesen felices. Tal vez no se enunciaba así, tal vez simplemente comentaban que tenían la impresión de llegar tarde a todo, de que a estas alturas de vida esperaban estar en otro lugar, que tenían la sensación de que al resto le iba mejor.
Lo irónico del asunto es que se lo he oído decir a gente de todas las edades. Llegan tarde los de 55, pero también los de 45, los de 35 y los de 25. Después de terminar los estudios y de la primera pareja, parece que todo el mundo encuentra motivos para sentirse fracasado. Para empezar, porque hacemos todo mucho más tarde que tres décadas atrás. Unos cuatro años, aproximadamente. Independizarnos, encontrar pareja, tener hijos, etc. Si nos comparamos, es lógico que sintamos ir tarde.
No deja de sorprenderme que esa sensación de fracaso abunde entre personas con trayectorias, orígenes y experiencias tan distintas, ricos y pobres, obreros y acomodados. Gente que ha tenido suerte y gente que no la ha tenido. No todo el mundo puede haber fracasado: alguien tiene que haber tenido éxito, ¿no? Creo que no conozco a ningún fracasado real, quizá tan solo a gente despistada en algún aspecto. Solo el vil, el malvado o el despiadado fracasan real y afortunadamente, no conozco a nadie que encaje en esa descripción. Tampoco conozco a nadie que se considere a sí mismo como una persona de éxito: sería demasiado presuntuoso.
Cabe preguntarse entonces por qué esa sensación de fracaso es una experiencia tan común en el poscapitalismo. Suele decirse que vivimos en una sociedad obsesionada por el éxito, pero creo que en realidad lo estamos por el fracaso, quizá por esa mentalidad clasemedianista en la que siempre sobrevuela el miedo a perderlo todo. Hay un verso apropiado de Biznaga para esto: "Ahora que lo que no es éxito es fracaso". Y si generaciones anteriores pudieron establecer un criterio claro de éxito, accediendo a una serie de posibilidades a las que sus padres no pudieron —confort, educación superior, paz—, sus hijos se han tenido que enfrentar a elegir su propia aventura y establecer sus propios criterios para el éxito.
¿De verdad el fracaso es no encajar con lo que pensábamos que seríamos?
El fracaso siempre se mueve entre la mirada externa y la interna. En el pasado, la sociedad identificaba fácilmente al fracasado, que era el que no había cumplido ciertos objetivos vitales que se imponían en forma de obligación. Los estudios ("fracaso escolar"), la vida personal ("un matrimonio fracasado"), el trabajo y la adicción (paro y alcoholismo), estigmas que le convertían a uno en fracasado ante los ojos de los demás. Hoy ya no es solo que los divorcios, los despidos o las crisis se vean como parte normal de la vida, sino que se consideran como lecciones para crecer. Toda crisis es una oportunidad.
Hoy el fracaso se ha convertido en algo interno, el resultado de la severa mirada que hemos aprendido a dirigirnos a nosotros mismos. Dudo que mis padres se hayan sentido fracasados jamás, porque nunca entendieron su vida en esos términos. Yo tampoco me he considerado jamás un fracasado, quizá porque nunca he terminado de entender qué son ni el fracaso ni el éxito social, ni me ha interesado demasiado hacerlo. Sobre el papel, podría parecer que el éxito es alcanzar los objetivos que uno se marcó. Pero ¿de verdad el fracaso es no encajar con lo que esperábamos de nosotros mismos en el pasado, en la juventud, que en el fondo no deja de ser cumplir o rebelarse contra lo que esperan los demás? ¿Tiene sentido vivir de acuerdo a un plan predeterminado y si no es así, hemos naufragado? ¿O quizá no es más fracaso aún cumplir todos esos sueños y solo entonces darse cuenta de que no era lo que queríamos?
Quizá para nuestros padres era más sencillo encontrar esa definición externa del fracaso, que consistía en sortear los estigmas sociales y respetar el orden de las cosas. A medida que pasaban las generaciones, esa relación con el éxito era más compleja: los yuppies, con su desmedida ambición material, terminaron siendo tan ridículos que nunca nadie podría volver a tomarse en serio el dinero como medida del éxito; la generación X reaccionó contra todo ello poniendo en cuestión la misma definición de éxito y abrazando el fracaso; los millennials fuimos la generación de las expectativas insatisfechas; y los centennials se han criado acosados por distintos modelos de éxito imposibles de alcanzar que reviven los fantasmas de los yuppies, desde la meritocracia cachas de los criptobros a lo Llados hasta el éxito como regresión hogareña de las tradwives.
Modelos irreales que solo existen en redes sociales, pero que modelan el imaginario de expectativas de los jóvenes. Si tienen tanto éxito, se debe a que ofrecen un criterio externo del que ahora carecemos para entender el éxito y el fracaso. Las historias de superación de los influencers, desde ponerse cachas hasta ponerse delgado hasta cocinar durante horas, ofrecen una guía para comprender el éxito. Mientras tanto, para otra parte de la generación centennial, el fracaso pasa precisamente, por lo contrario, de aquello que antes se había entendido como éxito: trabajar mucho para tener mucho. El empleo ha dejado de ser central y, con ello, gran parte de las nociones sobre el éxito y el fracaso que se han manejado durante las últimas décadas.
Solo podemos entender lo narrado
Me resulta llamativo que la mayor parte de comentarios sobre la serie de Movistar+ Los años nuevos incidan en el fracaso de sus protagonistas, metáfora, al parecer, del fracaso de una generación completa, la de los que ahora cumplen (cumplimos) 40. No sé cuántas generaciones fracasadas seguidas llevamos, así que tal vez no sea la gente la que fracase, sino que es la edad en la que por fin se puede empezar a comparar entre expectativas juveniles y realidades adultas.
Hay algo presuntuoso en estar tan seguro de quién ha fracasado
Si me parece revelador este punto de partida, es porque no tengo nada claro que sean unos fracasados. De acuerdo, el último capítulo es asfixiante por la incapacidad de los personajes para no volver a caer en el bucle romántico en el que llevan diez años, pero en el saldo final no deja de ser gente buena y compasiva en ocasiones, relativamente responsable, capaz de crear una vida en sus propios términos, que tiene que apechugar con las consecuencias de sus decisiones, y que comete unos cuantos errores. En definitiva, un poco como todos. Hay algo presuntuoso en estar tan seguro del fracaso de los demás, aunque sea en la ficción.
Pero esta urgencia por dictaminar el fracaso de las vidas ajenas es también una manifestación del creciente moralismo antiposmoderno con el que cada vez juzgamos con más dureza a los que se salen de la norma, de mano del repliegue conservador de las sociedades occidentales, y que asegura que sí hay criterios objetivos con los que medir el fracaso y el éxito. Conformarse, aguantar y encajar en los guiones preestablecidos vuelven a ser valores al alza frente a la experimentación, la libertad (solo vale la económica) y la capacidad de decidir tu propio camino. Nos gusta identificar el fracaso ajeno para distanciarnos del propio.
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Ante el vértigo de tener que decidir tus propios términos del éxito y el fracaso, volvemos a las narraciones de vida convencionales para guiarnos. Y ahí vuelve otra vez la sensación de fracaso, al ponernos al lado de realidades que tal vez no existieron, como ese estereotipo interesado que afirma que hace tres décadas una persona sin estudios podía tener casa y mantener una familia con un único sueldo antes de los 30. Es, como en toda comparación, puro sesgo del superviviente, en el que consideramos como norma a las personas que tuvieron éxito olvidando a todas las que se quedaron por el camino, porque sus historias no interesan.
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Medimos el éxito como aquello que no tenemos —el trabajo ideal, la pareja perfecta, el estilo de vida más atractivo— y obviamos que quien tiene todo eso puede estar deseando lo contrario, en un ciclo de insatisfacción continua, que es lo que verdaderamente define nuestra época. La mayor pesadilla es cumplir tus sueños, alcanzar el éxito, y seguir sintiéndose un fracasado. Solo sé que la vida es mucho más cíclica y menos lineal de lo que pensamos de jóvenes. Siempre va a haber una nueva oportunidad para hacerlo bien, para enmendar los errores, pero también, afortunadamente, para volver a equivocarse.
A veces se producen casualidades significativas que te obligan a prestar atención. Durante los días previos a las fiestas navideñas, varias personas me confesaron, deslizaron o sugirieron que sentían cierta sensación de fracaso en sus vidas, aunque fuesen felices. Tal vez no se enunciaba así, tal vez simplemente comentaban que tenían la impresión de llegar tarde a todo, de que a estas alturas de vida esperaban estar en otro lugar, que tenían la sensación de que al resto le iba mejor.
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