'El juego del calamar 2': La crueldad coreana acaba pareciendo televisión española
La nueva temporada de la serie más vista de la historia de Netflix muestra solidez, pero pocas ideas apasionantes
Desde el circo romano, que la gente se mate entre ella le ha parecido a algunas personas la solución a todos los problemas. Primero, porque disminuyes el número de pobres o indeseables; luego, porque te diviertes. Los ricos o poderosos, la élite del mundo, guarda en su corazón el mayor espectáculo conocido, que es hacer de la supervivencia, esa vulgaridad, una cosa épica. Algunas películas comerciales como Perseguido (1988), con Arnold Schwarzenegger, renovaron la idea del circo romano. Otras, como La caza (2020), actualizaron a las élites, que ya no se divertían viendo morir gente, sino que se mostraban ofendidos porque creyéramos que ésa es una de sus maneras históricas de divertirse. Y por eso mataban gente.
El juego del calamar apareció en 2021 para gran solaz del espectador. Unos coreanos transformaron el juego popular, pequeño y humilde, en los Juegos Olímpicos de la muerte. Fue genial. Como si aquí se nos hubiera ocurrido el futbolín ejecutor. El juego del calamar reunía un puñado de juegos Geyper de Corea del Sur y, además de hacer buen Netflix, exportaban su cultura. Una cosa impresionante de la industria audiovisual surcoreana es que no se muestra sumisa a los clichés de Hollywood, y va a su rollo. Su rollo coreano es de todo menos woke, y por eso triunfa y, encima, perdurará.
Viendo el primer capítulo de esta segunda temporada, por ejemplo, uno se asombra de no atisbar otra cosa que hombres heterosexuales coreanos. La única identidad diferencial entre estos coreanos a mansalva es el dinero que tienen. Salen muchos pobres. Con la crueldad que les caracteriza (a los creadores de El juego del calamar), hay una secuencia descaradamente psicópata donde un tipo va ofreciendo a los mendigos dos posibilidades: o cogen el pan de la mano izquierda o el billete de lotería de la mano derecha (un rasca y gana, en rigor). Casi todos los mendigos prefieren la ilusión temporal de ganar una fortuna a comer.
La serie planteaba, en sus inicios, una competición entre personas desesperadas por las deudas, que podían conseguir 45.600 millones de wones en un concurso. Se les invitaba a participar, firmaban su voluntariedad para el sacrificio, y eran lanzados a un parque de juegos oculto en una isla desconocida de la que sólo uno saldría rico y vivo. Era como ver Battle Royale (2000), de Kinji Fukusako, mientras suena Cumpleaños feliz de Parchís.
Es el clásico alargamiento que se hace por cumplir, y por dinero, como el matrimonio
Una aportación importante de esta serie es haber determinado el valor de la vida humana: 100 millones de wones. O sea, 65.000 euros.
Si la primera temporada es ya historia de las series de televisión, la segunda no va a serlo. Es el clásico alargamiento que se hace por cumplir, y por dinero, como el matrimonio. Lo matrimonial aquí es la rutina, lo ya visto, volver. Aunque aparecen jueguecitos coreanos nuevos, hay pocas ideas novedosas. Así, tenemos a los 456 concursantes, a los guardas que vigilan, al malo malísimo con máscara negra y las votaciones de los desgraciados para determinar si dejan o no de jugar. Hay infiltrados en ambos bandos, como los había en la primera temporada. Luego sale una mujer trans, lo cual no cuestiona lo que digo más arriba. Hasta eso parece cultura coreana, que se les ha ocurrido a ellos solos, poner a un personaje trans.
Lee Jung-jae repite como protagonista, pero ahora es el ganador de la edición anterior que emplea todo el dinero del premio en tratar de descubrir quién organiza el juego. Como Elon Musk enfrentándose al sistema. Es, en verdad, otro personaje, siendo el mismo, pues el pillo algo inocente que no sabemos cómo sobrevive hasta el final se ha transformado en un hombre traumatizado y valiente, excesivamente trágico. Esto da a los nuevos episodios una pátina menos atractiva y matizada, porque cuesta sentir piedad por él.
Nos sentimos viendo 'El Grand Prix del Verano' o 'MasterChef', donde pueblos o cocineros son humillados por el regidor y dan audiencia
Poco a poco, la temporada (que es en realidad media temporada: acaba abruptamente), va perdiendo narrativa, se va desficcionalizando, y parece simplemente televisión. Televisión española. Hay un par de momentos en que nos sentimos viendo El Gran Prix del Verano o MasterChef, un concurso de verdad donde pueblos o cocineros aproximativos se enfrentan por un premio, son humillados por el regidor del programa y dan audiencia. Es lo peor que se puede decir de la serie coreana, en esta segunda entrega, lo mucho que se parece a un talent show español.
Pero, por debajo, perdura la esencia, que es como la del experimento Milgram y demás torturas de la psicología social. El juego del calamar, si algo cuestiona, es la democracia, el bien del voto. La gente vota mal y muere, en esta serie. De hecho, para ganar una votación existe un recurso muy efectivo: matar a los votantes del otro bando. Son los mejores momentos de una serie innecesariamente prolongada, pero, aún así, fascinante.
Desde el circo romano, que la gente se mate entre ella le ha parecido a algunas personas la solución a todos los problemas. Primero, porque disminuyes el número de pobres o indeseables; luego, porque te diviertes. Los ricos o poderosos, la élite del mundo, guarda en su corazón el mayor espectáculo conocido, que es hacer de la supervivencia, esa vulgaridad, una cosa épica. Algunas películas comerciales como Perseguido (1988), con Arnold Schwarzenegger, renovaron la idea del circo romano. Otras, como La caza (2020), actualizaron a las élites, que ya no se divertían viendo morir gente, sino que se mostraban ofendidos porque creyéramos que ésa es una de sus maneras históricas de divertirse. Y por eso mataban gente.