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En España, si te gusta la obra de estos creadores, alguien te llamará "facha": de Ayn Rand a Lovecraft
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Hernán Migoya

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En España, si te gusta la obra de estos creadores, alguien te llamará "facha": de Ayn Rand a Lovecraft

Por suerte, todavía hay libertad de elección de la cultura que deseamos acoger en casa. O, como canta Alaska, "¿a quién le importa lo que yo haga, a quién le importa lo que yo diga?"

Foto: Augusto Pinochet saluda a Jorge Luis Borges en una imagen de archivo.
Augusto Pinochet saluda a Jorge Luis Borges en una imagen de archivo.

Si mi madre no estuviera muerta, la estaría llamando histérico y a lágrima viva para contarle que esta semana me han llamado facha. "¿Por qué, Nanín?", me preguntaría ella comprensiva. Y yo le explicaría que porque he confesado en un círculo de amistades relacionadas con la cultura y "comprometidas" políticamente que me gustan las novelas de Ayn Rand y que, para acabar de adobarlo, la he hecho coprotagonista de un álbum de cómic titulado Una revolución llamada Rasputín, centrado en el último año de vida del famoso e infame Monje Loco. Mis conocidos se han subido por las paredes al saber que disfruto con las obras de ficción de la creadora del Objetivismo y que, encima, el dibujante Manolo Carot y yo la retratamos de adolescente en nuestro tebeo bajo una luz casi completamente positiva, dado que en los tiempos prerrevolucionarios era una decidida defensora de la democracia, de la vía parlamentaria de Aleksandr Kérenski y, para más inri, atea y antizarista.

Mi madre me diría que mandara a esa pandilla de pedantes a la mierda, con razón. Pero yo no puedo dejar de pensar en por qué entre el sector del cómic, la literatura independiente y los eruditos de la cultura popular más contestatarios (un lobby que hoy, en España, entre los que presumen de su ideología y los que se cuidan de no molestar con gustos o ideas "cuestionables", abarca a casi todos), resulta anatema confesar que uno pueda disfrutar con la ficción de Rand, sin por ello identificarse con sus radicales postulados filosóficos procapitalistas. ¡Si además, la mayoría de sus odiadores ibéricos ni siquiera ha leído sus libros! ¿Por qué a ella la ridiculizan, pero luego echan su lagrimita de emoción hablando del supremacista Lovecraft o del racista John Ford? A ver, no solo está bien, sino que es fundamental separar la obra de la persona, por descontado. ¡Pero que lo hagan con todos!

¿Por qué la han tomado con la autora de novelas tan brutales y originales como Los que vivimos o El manantial mientras se celebra a autores mucho más reaccionarios? ¿Será por inconfesado machismo o será pura mediocridad? En todo caso, el doble rasero en su enjuiciamiento es flagrante…

Pensando en ello, he elaborado una lista de escritores, artistas y cineastas cuya obra todo aspirante a ciudadano moralmente puro debería evitar si quiere impedir que le llamen facha en la oscurantista trastienda de nuestro microcosmos cultural español… o que podemos seguir disfrutando sabiendo que esa obra no necesariamente tiene por qué reflejar la moral siempre discutible y casi siempre narcisista de cualquier creador.

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Alaska

Es sin duda la figura más inteligente con que contamos en el maltratado mundo del pop español, donde en lugar de estudiar y respetar los mayores fenómenos universales de nuestra música comercial (Julio Iglesias, Mecano, La oreja de Van Gogh y Rosalía) nos dedicamos a ridiculizarlos y reírnos de ellos sin compasión. La cultura pop es especialmente incomprendida y escarnecida en los medios especializados de nuestro país, siempre tan intensitos y con ínfulas de trascendentalizarlo todo cerebralmente. Cuando el pop es lo contrario: ¡es pura apología de la frivolidad! Pero en España no hay mayor pecado que ser inteligentemente frívolo: eso solo lo apreciamos si procede de los USA, Francia o Gran Bretaña.

El caso de Alaska es único: nadie como ella entiende lo que es el pop ni ha sido tan consecuente con ese espíritu, lo que la ha llevado a cantar himnos gays como A quién le importa, grabar un dúo con la mítica Sara Montiel, protagonizar el más moderno reality de la TV española (Alaska y Mario) o presentar el programa Cine de Barrio, sabiendo que "casposo" y "cutre" son los epítetos que nuestro mundillo de modernos dedica habitualmente a tan popular programa. Hay un problema con lo popular en nuestro país. No sé por qué genera siempre tanto odio, pero así es.

Ahora, declararse fan de Alaska ya supone ser facha acabado. No sabemos lo que tenemos: la mayor estrella y articuladora de nuestro pop.

Ray Bradbury

El creador de esa maravilla de la ciencia-ficción titulada Crónicas marcianas, de La feria de las tinieblas (la novela que inspiró a Stephen King el germen de It) y de ese visionario libro de ejecución mediocre, pero inolvidable premisa y conclusión (Fahrenheit 451), era un republicano convencido y un libertario muy cercano a las ideas de Ayn Rand, pero bastante más reaccionario. "Cuanto menos gobierno haya, más feliz seré yo", llegó a declarar Bradbury al Time.

Durante los años 80, yo mismo quedé perplejo en varias de sus entrevistas por las ideas tan retrógradas que albergaba "el poeta del pulp": parecía un abuelo Cebolleta cabreado con el mundo y con cualquier avance tecnológico. Amigo íntimo de Russell Kirk, el teórico nacionalista más señalado del renacimiento del conservadurismo estadounidense en el siglo XX y autor de The Conservative Mind, Bradbury votó por Richard Nixon como protesta por las fundadas críticas de la izquierda a la guerra de Vietnam. De Ronald Reagan comentó que "ha sido nuestro más grande presidente" y de George W. Bush llegó a decir: "Es maravilloso. Le necesitamos. Clinton es un gilipollas y nos alegramos de habernos librado de él". También es legendario su cabreo con el documentalista Michael Moore por haber intervenido el título de su novela más famosa en Fahrenheit 9/11. Lo llamó "un jodido cabrón".

Así que nada, cualquier aspirante a intelectual impoluto debería quemar los libros de semejante facha jingoísta…

Un momento: ¿no era eso lo que sucedía en Fahrenheit 451?

Jorge Luis Borges

El considerado como tal vez el más grande escritor del siglo XX en lengua castellana no recibió el Premio Nobel porque se negó a obedecer la condición que le impusieron desde Suecia: no visitar Chile en 1976 para recibir un premio honoris causa de manos del sanguinario Augusto Pinochet, a quien había aclamado como salvador contra el comunismo. El argentino no aceptó, viajó a Chile y estuvo encantado de que el cruel dictador presidiera su homenaje.

Antes, el autor de El Aleph ya había mirado con simpatía la dictadura de Franco y más tarde apoyado con entusiasmo la de Videla en su propio país, saludándola como "una revolución libertadora para el derrocamiento de Perón" (Borges, una vida, de Edwin Williamson), hasta el punto de acudir de lo más ufano a un almuerzo en la Casa Rosada ofrecido por Videla, apenas dos meses después de su golpe de Estado.

Nada más que alegar, Su Señoría.

G. K. Chesterton

Hoy pocas lecturas pueden procurar tanto placer en la literatura detectivesca como la de sentarse a degustar los cuentos del Padre Brown creados por Chesterton. Este señor cristiano a ultranza (fe que defendió en su ensayo Orthodoxy), patriota y tradicionalista antiprogresista ("Algo muerto llega arrastrado con la corriente de moda y solamente un ser vivo puede oponerla"), fue también un pensador inacabable que, por más que pudiera ser considerado un beato por el pensamiento moderno más ortodoxo y concluir con lugares comunes del conservadurismo novelas tan gozosas como El Napoleón de Notting Hill, no puede dejar de fascinar y plantear preguntas trascendentes a un ateo ácrata como servidor.

Clint Eastwood

Parcialmente redimido a sus 94 años con una última película del fuste de Jurado Nº 2, Eastwood debería ser demonizado por cualquier moralista anticapitalista de pro. No en vano, su filmografía inmediatamente previa parece financiada por Vox por su patrioterismo carca: la moralmente obscena El francotirador (2014) o la glorificadora del redneck trumpista Richard Jewell (2019) son casi caricaturescas en su defensa del American way of life.

En 2021, el movimiento woke ya lo intentó cancelar por sus hirientes palabras en el trascurso de la polémica ceremonia de los Oscar de 1973, durante la cual Marlon Brando envió en su lugar a Sacheen Littlefeather, actriz y activista de los derechos de los americanos nativos, para que rechazara su premio a Mejor Actor por El padrino. "Y las razones para ello son el tratamiento que hoy reciben los indios americanos en la industria cinematográfica, y en televisión con la emisión de películas, y también por los recientes sucesos en Wounded Knee", leyó ella ante una pasmada audiencia.

Tan valiente gesto se soslayó con la aparición en el escenario del protagonista de Harry el Sucio para introducir el siguiente galardón. A un desatinado Eastwood no se le ocurrió proferir otra frase improvisada que esta: "No sé si debería presentar este premio, en apoyo a todos los vaqueros acribillados en todas las películas del Oeste de John Ford a lo largo de los años". El público aplaudió entusiasmado la gracieta insensible de Eastwood. Mientras, entre bambalinas, el fascistoide John Wayne intentaba sacar a la fuerza a Littlefeather del recinto y solo los encargados de seguridad lograron frenar al agresivo actor, pero no pudieron impedir las burlas de varios de los presentes a la mensajera de Brando con pantomimas de presuntos ululatos de guerra indios mientras blandían imaginarias hachas. Un espectáculo lamentable.

"Algo muerto llega arrastrado con la corriente de moda y solamente un ser vivo puede oponerla"

En cuanto a Eastwood, por suerte nos podemos quedar con sus innumerables momentos gloriosos, como sus gemas Primavera en otoño, El fuera de la ley, Sin perdón o Los puentes de Madison, y olvidar patinazos como el de esa noche de los Oscar en la que no estuvo nada acertado.

En una pirueta irónica, hoy la cancelada por los mismos linchadores de Eastwood ha terminado siendo la memoria de Marlon Brando

James Ellroy

Siempre me han fascinado la simpatía y regocijo con que es recibido en la prensa española el responsable de obras maestras de la literatura noir como El gran desierto. Abierto defensor del Partido Republicano ("Soy proReagan y proThatcher"; "(Obama es) siniestro… la cara del socialismo cancerígeno") y de la brutalidad policial, sus palabras hubieran sido tildadas de fascistas de pronunciarlas cualquier autor nacional: "Disfruto del lenguaje soez, los polis dando palizas a un detenido…" (El País); "La gente dice [de los comunistas de Hollywood]: "Oh, pobrecitos artistas que perdieron su trabajo por sus ideales", cuando en realidad eran unos tipejos, mala gente, unos espías de la URSS que querían subvertir el orden establecido en EE UU. No me dan ninguna pena" (El Mundo); "Amo a los policías, hay que cargarse a los malos a tiros" (La Vanguardia)…

James Ellroy ha llegado a defender incluso a los cinco policías que apalizaron con un disparo de táser y más de cincuenta golpes de porra a Rodney King en 1991 y que originarían los disturbios de Los Ángeles un año más tarde, durante los que fallecieron 53 personas: "Creo que esos policías no hicieron nada incorrecto". Ello resulta coherente con esta otra declaración: "Soy conservador por temperamento. Desapruebo toda actividad criminal. Me posiciono muy marcada y sólidamente del lado de la autoridad. La verdad es que preferiría pecar de un exceso de autoridad a demasiado poca".

"Oh, pobrecitos artistas que perdieron su trabajo por sus ideales"

Asimismo, ha admitido que le encantan las invectivas racistas en sus libros y que "el lenguaje racista pronunciado por personajes simpáticos confunde a los liberales empedernidos". Quizá por eso ha comentado más de una vez que Obama "parece un puto lémur, una pequeña criatura roedora, un marsupial o algo así".

Cualquiera de sus agresivas declaraciones lo hubieran llevado a la cancelación absoluta en los medios españoles y a la condena de nuestra comunidad literaria. Pero en lugar de eso, nuestros plumillas le aplauden, se toman fotos con él y le ríen todas las gracias como al bufón borracho de turno.

John Ford

Si hay una película digna de definirse como una apología abierta del racismo, esa es Centauros del desierto (The Searchers, 1956). El odio contra los nativos norteamericanos que destila ese filme es demoledor. Representa para su comunidad lo que El nacimiento de una nación (1915) para la comunidad negra.

Nunca olvidaré cómo me impactó de niño la secuencia del rescate en la que el "héroe" Ethan Edwards, resuelto a matar a su sobrina por haber sido criada por los "salvajes", decide salvarla solo porque ella no expresa (o no se atreve a expresar) su deseo de seguir con su nueva familia y cultura.

Los defensores de la película, llevados por la mala conciencia, no suelen limitarse a celebrar su impresionante cinematografía y dirección: se ven obligados a justificar que Ethan no es un héroe en realidad, sino que está retratado adrede como un antihéroe psicópata, algo que sería novedosísimo en la filmografía de un director especializado en "hombres de una pieza". Bueno, si esa fue la intención de John Ford, desde luego no se la contó a su protagonista John Wayne, célebre por el orgullo con que aireaba su propio racismo, como reiteró una vez más en 1971 a la revista Playboy: "Creo en la supremacía blanca hasta que los negros sean educados para tener un grado de responsabilidad".

Lo gracioso de todo es que si John Ford hubiera dirigido en España todas esas películas de indígenas unidimensionales muriendo como zombis en un videojuego, hoy sería un director olvidado.

Robert E. Howard

Si el creador de Conan el Bárbaro fuera apreciado por la alta cultura, hace tiempo que lo habrían descabezado por presunto machista y racista. Ya se ha intentado varias veces, pero es un autor que pasa por debajo del radar general de lo políticamente correcto al carecer su obra de prestigio académico. Curiosamente, en este caso sí creo que sus fantasías masculinas, que podrían camuflar un homoerotismo más que latente en sus impulsos primarios, quedan redimidas en gran medida por el carácter totalmente escapista de su ficción.

No solo eso: Howard siempre está a favor del bárbaro rural y no del decadente urbanita. Está del lado del indómito, del desfavorecido, del insurgente, de la raza marginada que amenaza con su paganismo y su hambre la civilización establecida. Y sus mujeres guerreras son fuertes e independientes. En ambas sensibles cuestiones, me parece que, contextualizado dentro de los parámetros de nuestra sociedad actual, de vivir hoy en ella, el escritor tejano hubiera escogido probablemente ser progresista, feminista y antiimperialista.

H. P. Lovecraft

El creador de los Mitos de Cthulhu se está convirtiendo, merced al fanatismo de sus seguidores, en un mito en sí, al que contribuye su preocupante y progresivo aspecto intervenido de héroe "apolíneo". Hasta fotos retocadas suyas he visto para hacerlo parecer más… para hacerlo parecer atractivo al muchacho, todo un Rey Pasmado trasplantado al contexto puritano.

Lovecraft no solo era supremacista y racista, sino que lo demostraba andando: en concreto con su gato, al que bautizó como Niggerman. O sea, algo así como "Negrata". Un angelito, este Howard. Además, despreciaba los pueblos que él consideraba bárbaros e inferiores y gran parte de sus miedos se basaban en el fin de la civilización occidental.

John Milius

El guionista y director anarcoderechista fue uno de los primeros en sufrir la cultura de la cancelación en Hollywood en plenos años 80, debido a sus declaraciones jactanciosas, políticamente desconcertantes, especialmente tras el estreno de su cinta épica sobre una invasión comunista de los Estados Unidos, narrada sin ironías, en Amanecer rojo (1984). El realizador de épicas inolvidables como El viento y el león (1975) o Conan el bárbaro (1982), guionista de joyas como la ecologista Las aventuras de Jeremiah Johnson (1972) o la sublime Apocalypse Now (1979), se vio apartado de la industria y lleva más de un cuarto de siglo sin volver a la dirección. Es probable que ya no lo logre, tras ese ictus sufrido en 2010 que le arrebató la capacidad de hablar.

A Milius, mi director de cine favorito, le gustaba provocar continuamente con sus afirmaciones, pero al decir de todos sus compañeros era un trozo de pan. Una anécdota impagable figura en el libro Conan el Bárbaro: la historia oficial de la película de John Walsh, donde se detallan sus desavenencias con el productor Dino de Laurentiis en la preproducción de la película y cómo logró convencer al magnate italiano de que aceptara a Arnold Schwarzenegger como protagonista:

"No me gusta ese Schwarzenegger", le dijo De Laurentiis a Milius, "es un nazi". Schwarzenegger no se inmutó por aquel rechazo: Afortunadamente, John ya había decidido que yo era el actor perfecto para el papel. "No, Dino, no", le dijo, "en este equipo hay un solo nazi. Y ese soy yo. ¡Yo soy el nazi!". Milius no era nazi, por descontado: solamente quería descolocar a Dino, y además le encantaba soltar frases estrafalarias. Durante el resto de la producción, saldría de cuando en cuando a tiendas de antigüedades a comprar figuritas de Mussolini, de Hitler, de Stalin y de Francisco Franco, y las colocaba todas sobre el escritorio de Dino.

Genio y figura.

Frank Miller

El más grande creador de los cómics estadounidenses del último medio siglo y mayor apologeta del individualismo en la ficción viñetada arrastra también sus demonios y su lado oscuro. Desde inicios de los 90 ya le gustaba adoptar, en sus respuestas a los fans desde la sección de correo de su serie Sin City, una pose de tipo duro que trata de aplicar a la realidad la simpleza de motivaciones y razonamientos sin matices de su, por otro lado, magnífico universo de ficción. Y, aunque él siempre subrayaba que su mayor influencia en Sin City era Raymond Chandler, por aquello de no levantar suspicacias, se notaba a la legua que su referente principal en estilo y tono era el ultraderechista Mickey Spillane y su psicopático detective Mike Hammer.

Llegado el nuevo siglo y atormentado por el alcoholismo (se rumorea que en algún momento contrató a un agente de seguridad que le acompañaba continuamente solo para asegurarse de que no volviera a beber), su tendencia al melodrama épico lo hizo asumir una postura radical contra todo. Empezó llamando "patanes, ladrones y violadores" al movimiento izquierdista Occupy Wall Street en plena crisis económica de 2011, acusándolos de que "no haréis más que dañar a los Estados Unidos" y aconsejándoles que se alisten para que el Ejército "os ponga en forma". Por esa misma época la tomó con la cultura islámica, hasta el punto de crear un cómic entero solo para mostrar a dos superhéroes (basados en Batman y Robin) masacrando a un batallón de terroristas musulmanes (Holy Terror, 2011). ¿Resultado? En 2021 fue vetado en el festival de cómics británico Thought Bubble ante la repulsa de muchos otros artistas a su presencia y todavía es ampliamente criticado en redes.

En 2019 también mantuvo agrias disputas con su exmujer, la formidable colorista Lynn Varley, a la que demandó por robarle varios bocetos que no le pertenecían en el acuerdo de divorcio y tratar de venderlos bajo mano. Todo muy desagradable.

Después de todas esas broncas ante el respetable, un sobrio Miller ha adoptado una política pública mucho más cauta

Camille Paglia

La ensayista feminista más odiada por muchas feministas ha firmado uno de los ensayos más brillantes del siglo XX: Sexual Personae: Arte y decadencia desde Nefertiti a Emily Dickinson (1990), un recorrido apasionante por lo dionisíaco y lo apolíneo a través de la historia del arte occidental y el sexo como propulsor de poderosas fuerzas creativas paganas.

En 2019, estudiantes de la Universidad de las Artes en Filadelfia trataron de que Paglia fuera despedida como profesora (allí enseña Humanidades y Estudios sobre la Comunicación desde 1984) debido a sus opiniones como crítica mediática sobre la cultura de género, entre otras cuestiones. En concreto, por opiniones como esta: "Ciertamente, resulta irónico que los liberales, que se posicionan como defensores de la ciencia cuando se trata del calentamiento global (un mito sentimental sin evidencia de base), rehúyan toda referencia a la biología cuando se trata del género". O esta ¡de 1991!: "Hay diferencias sexuales basadas en la biología. El feminismo académico está perdido en la niebla del construccionismo social. Cree que somos el producto de nuestro entorno. Esa idea fue inventada por Rousseau. Y se equivocaba".

La petición de despido exigía que "Paglia debería ser echada de la facultad de Artes y sustituida por una persona queer de color". Y concluyen que sus ideas "no son meramente controvertidas, son peligrosas".

"Paglia debería ser echada de la facultad de Artes y sustituida por una persona queer de color"

La autora, que se autopercibe como lesbiana y transgénero (no transicionada) cumple, a su pesar o no, un papel de agitadora social similar al que cumplió en los años 50 la propia Ayn Rand o la argentina Esther Vilar en los 70. Incluso como les pasó a las dos mujeres mencionadas, es habitualmente acusada de ser reaccionaria y trivial, quizá por su talante antiacadémico.

Uno no tiene que estar de acuerdo con todo lo que dice, pero en muchas ocasiones su juego dialéctico es valioso per se. En todo caso, aficionarse a sus absorbentes ensayos puede conllevar acusaciones de facha en un país tan sensible como el nuestro. Ella aduce que "actualmente estamos viviendo un período de estupidez psicológica".

Arturo Pérez Reverte

Se le nota el ramalazo españolista hasta en los suspiros y parece el retrato viviente de español que ama a su país sin poder dejar de cagarse en él continuamente. Pérez Reverte se ha ganado a pulso el podio que ocupa como pluma más influyente en la sociedad española, no solo ya desde sus libros, sino a través de su omnipresencia en medios y redes, en los que domina como nadie el arte de cabrear a unos y entusiasmar a otros, y, por tanto, conseguir que todo el mundo hable siempre de él. Y ello pasa, obviamente, por el hecho de que le digan facha día sí y día también. Y a él, obviamente, se la repampinfla.

Más allá de las filias y fobias que despierta, lo único que a fin de cuentas importa al final es la obra, y Pérez Reverte puede presumir de esto: ningún escritor español ha logrado jamás el reconocimiento hacia la literatura de evasión que él ha obtenido con sus novelas de aventuras. Blasco Ibáñez ya está olvidado (¡y lo que consiguió ese señor!), José Mallorquí nunca fue considerado por los círculos literarios "serios", a Vázquez Figueroa siempre lo ningunearon como autor… y llega este ex reportero de guerra y con sus novelas de capa y espada, de espionaje o, en general, de ficción escapista, trepa al más alto estrado de popularidad nacional y beneplácito de las instituciones españolas.

Su obra ha normalizado el pulp español en el siglo XXI.

Stan Lee y los superhéroes Marvel y DC

Resulta chocante que la despiadada colonización que hemos sufrido por parte del género superheroico estadounidense en cómic y cine nos haga ponernos una venda en los ojos sobre hasta qué punto la pacatería, tics sociales y reduccionismo de sus postulados morales e ideológicos nos han influido como sociedad.

Que Stan Lee fuera capaz de vender a su madre (o al menos a sus colaboradores, empezando por Jack Kirby, dibujante y cocreador del Universo Marvel) para apropiarse del trabajo ajeno y convertirse en un genio de la mercadotecnia y una parodia de empresario "hecho a sí mismo", con su sonrisa y pose triunfalistas de vendedor de coches usados; o que las compañías de superhéroes apliquen una política corporativista salvaje y prácticas mafiosas, como la imposición de comprar sus licencias con traducciones españolas para todo el mercado latinoamericano hispanoparlante sin dar opción a la posibilidad de traducciones autóctonas que incluyan sus propios modismos, no parece importarle a ningún lector, por arraigado que sea su compromiso contra el neoliberalismo, la globalización y la coacción cultural.

Al final, los comunistas españoles de los 70 van a tener razón: los superhéroes son abanderados del peor capitalismo y el más zafio colonialismo imperialista. Que millones de personas estén pendientes de la centésima encarnación en el cine de un "superhombre" disfrazado con los colores de una superpotencia dice mucho de nuestra coherencia ideológica. Somos monos subyugados por lo que nos ofrecen. Y hasta aplaudimos nuestra fuga de talentos para dibujarlo.

Los comunistas españoles de los 70 van a tener razón: los superhéroes son abanderados del peor capitalismo y el más zafio colonialismo

A estas alturas, es demasiado tarde: todos estamos abducidos por la purpurina yanqui. Detrás asoma algún artista de tronío, pero la basura ya nos satisface.

O, como solía decir Ayn Rand respecto a sus penurias en la Rusia revolucionaria: "Puedo soportar el hambre, los harapos y el frío, ¡y hasta la violencia que nos amenaza con matarnos cada día! Pero no puedo soportar la fealdad de todo lo que me rodea…".

Por suerte, todavía hay libertad de elección de la cultura que deseamos acoger en casa. O, como canta Alaska, "¿a quién le importa lo que yo haga, a quién le importa lo que yo diga?". Y a quién le importa lo que yo lea, escuche o vea…

Si mi madre no estuviera muerta, la estaría llamando histérico y a lágrima viva para contarle que esta semana me han llamado facha. "¿Por qué, Nanín?", me preguntaría ella comprensiva. Y yo le explicaría que porque he confesado en un círculo de amistades relacionadas con la cultura y "comprometidas" políticamente que me gustan las novelas de Ayn Rand y que, para acabar de adobarlo, la he hecho coprotagonista de un álbum de cómic titulado Una revolución llamada Rasputín, centrado en el último año de vida del famoso e infame Monje Loco. Mis conocidos se han subido por las paredes al saber que disfruto con las obras de ficción de la creadora del Objetivismo y que, encima, el dibujante Manolo Carot y yo la retratamos de adolescente en nuestro tebeo bajo una luz casi completamente positiva, dado que en los tiempos prerrevolucionarios era una decidida defensora de la democracia, de la vía parlamentaria de Aleksandr Kérenski y, para más inri, atea y antizarista.

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