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Pero desde cuándo diciembre se ha convertido en el mes del agobio
La Navidad moderna es una gran conspiración psicológica que intenta conducirnos a la locura a través de estímulos 'kitsch', desde los jerséis feos hasta Mariah Carey
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No tuve idea más feliz que pasar la noche del viernes pasado por el centro de Madrid, y el centro de Madrid parecía la expedición del barco Bélgica. Para quien no lo sepa, la expedición del barco Bélgica fue el fallido intento del comandante Adrien de Gerlache de llegar al polo sur por primera vez, a finales del siglo XIX. Lo que parecía que iba a ser un hito histórico se torció, el barco terminó varado en mitad del hielo en una noche de seis meses y la tripulación sucumbió al escorbuto, la anemia por la falta de luz y la locura. Es decir, un mes de diciembre cualquiera. (Para el que le interese, la historia está recogida en Un manicomio en el fin del mundo de Julian Sancton)
La Navidad urbana es un delirio, como bien supo ver Álex de la Iglesia en El día de la bestia, que no es una película sobre Satán, sino sobre lo que ocurre cuando se te va de las manos (la religión, el fanatismo, la droga). Un lugar disparatado y enloquecedor, donde la imaginería católica se da la mano con el hedonismo fin de siècle. El culmen del esperpento valleinclanesco, pero en más de treinta noches. Un lugar que es el estado mental de la gente en Navidad.
El otro día, un compañero nacido en otro país se sorprendía de que habíamos conseguido extender la festividad a todo el mes de diciembre, cuando lo habitual en su país de origen era destinar el 24 de diciembre a la familia, el 31 a los amigos y poco más. Así es, le respondí, o al menos así había sido hasta hace relativamente poco en la España católica. El aceleracionismo capitalista, supongo. Cada vez más el ánimo festivo-delirante ha inundado todo el mes. Concretamente, desde el final del puente de la Constitución hasta Reyes, del 8 de diciembre al 6 de enero. Un mes entero de desvarío, compromisos y agendas llenas.
Ya no sé cuántas veces he oído últimamente lo estresante que es diciembre. Un mes que resume a la perfección las tendencias más bulímicas de nuestra sociedad. Ese punto en el que, persiguiendo el disfrute, estamos tan obligados a disfrutar ("celebrar" es el término de moda: suena ceremonioso y productivo al mismo tiempo) que no disfrutamos, en el que lo que nos debería proporcionar placer (comer, beber, compartir tiempo con personas que apreciamos) deja de hacerlo por mera acumulación.
La Navidad es la mayor operación de guerra psicóloga de todo los tiempos
A esa congestión de comidas, cenas, celebraciones laborales, quedadas porque "es que es la única vez que nos vemos al año", cafés porque hay gente que vive fuera y el único momento del año que tiene para verte es el día 27 entre las 15:30 y 16:00 de la tarde y sus consabidas resacas, cansancios e inapetencias hay que unirle que, además, hay que cerrar el año laboral y seguir trabajando para alcanzar objetivos. Durante mucho tiempo se dijo que España cerraba en agosto, pero la sensación que tengo es que esa excepcionalidad se ha trasladado a diciembre, el mes en el que no se hace nada, pero hay que hacerlo todo.
La Navidad me parece cada vez más la mayor operación de guerra psicológica de todos los tiempos. Ni la Guerra Fría, ni el covid, ni los experimentos de la CIA. Una conspiración surgida de manera espontánea a base de pequeños empujones mentales que nos llevan a hacer todo aquello que no haríamos en otras condiciones. El color rojo omnipresente, las luces, la música en las calles, los arbolitos, la maldita canción de Mariah Carey y los calendarios de adviento que nos recuerdan desde el 1 de diciembre que todos los días hay algo. El mejor ejemplo son los jerséis feos, metáfora de que todo está permitido en apariencia, pero no en el fondo: solo está permitido lo que pase por el consumo.
Para el semiótico Mijail Bajtín, el carnaval se trataba de una excepcionalidad esencial en la vida medieval, ya que, por una vez, en un universo estratificado, todo se daba la vuelta. Las figuras de autoridad eran ridiculizadas; el cuerpo, la ropa, la comida y la bebida se convertían en catalizadores de ese mundo carnavalesco y los valores morales tradicionales eran sustituidos por el exceso y la desmesura. Un orden que, en última instancia, era esencial para que nada cambiase porque no dejaba de ser una pausa en el estado natural de las cosas.
Algo semejante ocurre con la Navidad (o como se dice ahora, las fiestas), que cumplen varias funciones semejantes. No solo son una catarsis colectiva en la que todos perdemos la cabeza para poder recuperarla, sino que además, sirven para que las empresas cuadren las cuentas de final de año, y por eso están rodeadas por Black Fridays y rebajas. Es divertido cómo en un mundo de creciente burocracia, eficiencia y productividad, hemos aceptado una tregua delirante. Quizá porque la clave se encuentra en que, como toda nuestra vida ordinaria, está marcada por la compulsividad.
La bulimia consumista
En esta base de Guantánamo de la diversión, en lugar de un estado de indefensión adquirida a través de canciones repetidas en bucle, lo que se busca es inocular el delirio afectivo, y por lo tanto, consumista (porque ya todo afecto es consumo). El siguiente paso es la bulimia. Después del 8 de diciembre, me cuesta cada vez más disfrutar de nada, de igual manera que un adicto necesita dosis cada vez más grandes de su droga para conseguir el mismo objetivo.
La Navidad es la metonimia de una época en la que perseguimos la diversión, el placer y la satisfacción (corta) sin parar y solo podemos caer en la melancolía que produce el exceso. El estado en el que nos sumergimos, finalmente, nunca puede ser de felicidad, sino de una euforia paralizante que tal vez lo único que pretenda es suavizar el dolor que la Navidad, la época más triste del año, produce. Irónicamente, estas fiestas terminan siendo anticonsumistas, porque al final de ellas aprendemos, un año más, que el exceso es incompatible con el verdadero disfrute.
Cada vez estoy más en contra de los ritos impuestos y a favor de los propios
Al contrario de lo que dicen los nostálgicos, no es verdad que ya no existan rituales hoy en día. Al revés, estamos sobrecargados de rituales que, por eso mismo, parecen haber perdido su significado. Rituales que no estructuran la vida y le dan sentido, sino que se convierten en puro escapismo de la extraña realidad en la que nos movemos. Cada vez estoy más en contra de los ritos impuestos y a favor de los propios, los privados, los íntimos que tal vez solo tengan sentido para una o dos personas. Que llegue ya el 7 de enero, por favor, o moriré antes.
No tuve idea más feliz que pasar la noche del viernes pasado por el centro de Madrid, y el centro de Madrid parecía la expedición del barco Bélgica. Para quien no lo sepa, la expedición del barco Bélgica fue el fallido intento del comandante Adrien de Gerlache de llegar al polo sur por primera vez, a finales del siglo XIX. Lo que parecía que iba a ser un hito histórico se torció, el barco terminó varado en mitad del hielo en una noche de seis meses y la tripulación sucumbió al escorbuto, la anemia por la falta de luz y la locura. Es decir, un mes de diciembre cualquiera. (Para el que le interese, la historia está recogida en Un manicomio en el fin del mundo de Julian Sancton)