El suplicio de Lisette Oropesa sacude el Teatro Real
La soprano estadounidense lleva al extremo del virtuosismo y de la valentía la oscura e inquietante producción de 'Maria Stuarda' (Donizetti) que David McVicar y Pérez Sierra dirigen en el templo madrileño
Resulta embarazoso asistir al sacrificio de Lisette Oropesa en la comodidad de la butaca. Y no solo porque el papel de Maria Estuardo la conduce al patíbulo en la escena final, sino porque la ópera homónima de Donizetti implica un martirio a fuego lento que exige virtuosismo vocal, resistencia física, fortaleza psicológica y credibilidad artística. No se baja del trapecio un solo instante la soprano estadounidense (y cubana). Las arias y los dúos se eternizan. Pero nunca yerra ni desfallece. Al contrario, la diva reacciona con insultante autoridad y excelencia técnica. La belleza del timbre y la afinidad al repertorio predisponen un estado de gracia que convierte el tormento en una experiencia mística. Lisette Oropesa llega a levitar. Y finaliza cada escena, cada cuadro, exhibiendo un sobreagudo valiente y descarado cuya inversosimilitud atraviesa como un estilete el cielo del Teatro Real.
Se le aclamaba a Oropesa con apasionamiento y devoción cada vez que resolvía un trance extremo. Como si los aplausos y los bravos tuvieran la misión y la función de reanimarla. O como si el extremo esfuerzo del papel -cualitativa y cuantitativamente- reflejara al mismo tiempo el morbo contemplativo del patio de butacas. No es de recibo gozar tanto a expensas del sufrimiento ajeno, por mucho que Oropesa se desenvolviera con semejante naturalidad y donosura en el camino hacia el suplicio.
Lo recorre Lisette Oropesa en un montaje oscuro e inquietante de David McVicar. De época, si tenemos en cuenta la exuberancia de los hábitos y el espacio escénico, pero también conceptual e intemporal respecto a los símbolos del poder, de la religión y de la soledad que identifican la ópera de Donizetti. El compositor bergamasco la estrenó en Nápoles bajo las extremas presiones de la censura (1834). Y fue un año después, en la Scala de Milán, cuando adquirió sentido el duelo a muerte de las reinas implicadas a partir de la fantasía teatral de Schiller. María Estuardo de Escocia está cautiva en la corte de Isabel I. Y termina ejecutada en la escena final porque la monarca inglesa le hace pagar sus deslealtades políticas y sus amoríos con el conde Leicester en una suerte de dramón sensacionalista.
Supo reflejar Donizetti el sentido de la rivalidad en el argumento y en los perfiles vocales, hasta el extremo de que las sopranos reclutadas para el estreno -Giuseppina Ronzi y Anna Del Sere- se pelearon fuera y dentro del escenario, encolerizando la pasión de sus respectivos partidarios.
No llega tan lejos el ambiente del Teatro Real ni se perciben atisbos de discusión respecto a la hegemonía de Lisette Oropesa. Solo cabe una abeja reina en el panal del templo lírico. Y no por la falta de idoneidad de Aigul Akhmetshina en el rol de Isabel I -imponente, impecable, luminosamente. oscura-, sino porque Donizetti decanta su favoritismo hacia la reina escocesa en los pormenores de la escritura. Y al precio de ejecutarla con un temporizador. Porque es un papel imposible, satánico.
Colabora al aliento de Oropesa la dirección musical de Pérez Sierra, entre otras razones porque el maestro sabe escuchar a los cantantes y los acompaña primorosamente, como si los meciera y los hiciera respirar.
Es una lectura sobria, contenida, que refleja como un espejo la intimidad del montaje y que explora el color y las dinámicas de la orquesta. La música del belcanto viaja de la escena al foso. Y Pérez Sierra ejerce de mediador, como si tuviera entre los dedos el destino mismo de los cantantes.
Se aplaudió con razón la nobleza canora de Roberto Tagliavini (Talbot), pero no resultaron demasiados convincentes las prestaciones de Ismael Jordi en el papel de Leicester. Es un cantante refinado y pulcro que frasea con nobleza. Y que sufre en el fuego cruzado de las reinas, como la delicada Oropesa y la feroz Akhmetshina conspiraran contra el tenor.
Es la primera vez en la historia que el Teatro Real escenifica Maria Stuarda. Una apuesta valiente que atraviesa las vacaciones de Navidad -hasta el 30 de diciembre- y que reúne dos repartos distintos, aunque tiene sentido asistir al martirio de Oropesa en la curiosidad sobrehumana del fenómeno y en el magnetismo de un suplicio que abochorna la placidez del espectador.
Resulta embarazoso asistir al sacrificio de Lisette Oropesa en la comodidad de la butaca. Y no solo porque el papel de Maria Estuardo la conduce al patíbulo en la escena final, sino porque la ópera homónima de Donizetti implica un martirio a fuego lento que exige virtuosismo vocal, resistencia física, fortaleza psicológica y credibilidad artística. No se baja del trapecio un solo instante la soprano estadounidense (y cubana). Las arias y los dúos se eternizan. Pero nunca yerra ni desfallece. Al contrario, la diva reacciona con insultante autoridad y excelencia técnica. La belleza del timbre y la afinidad al repertorio predisponen un estado de gracia que convierte el tormento en una experiencia mística. Lisette Oropesa llega a levitar. Y finaliza cada escena, cada cuadro, exhibiendo un sobreagudo valiente y descarado cuya inversosimilitud atraviesa como un estilete el cielo del Teatro Real.
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