'1936': una estupenda lección de Historia en defensa de la República (y obra del año)
Andrés Lima ha llevado a muy buen puerto su montaje sobre el estallido de la Guerra Civil. Es una obra en la que funciona todo como un reloj y que plantea que el conflicto no acabará hasta que todos los muertos salgan de las cunetas
Andrés Lima ha encontrado, por fin, a su Moby Dick. Lo dijo Juan Mayorga en la presentación de 1936: el dramaturgo y director llevaba toda su vida buscando a su ballena, intentando darle el arponazo a la Guerra Civil. Y con esta obra lo ha logrado: 1936 (ya ponerle ese título denota valentía y provocación) es un montaje grandioso, casi inabarcable de más de cuatro horas que se pasan en un suspiro, muy teatral (en el mejor sentido de la palabra), donde todos los actores están bien colocados, el texto fluye, la escenografía acompaña y complementa en todo momento (pantallas, escenario circular), y el espectador entra en un viaje en el que ríe, llora, se le encoge el corazón y rabia (y, por momentos, se queda/nos quedamos en shock). Y, además, siendo un asunto tan peliagudo -es increíble que todavía lo sea, pero ahí siguen las cunetas-, Lima ha conseguido lo más difícil porque, al final, sí, habla de la guerra, pero es, ante todo, una defensa de la República, el régimen legítimo en el que cabían todos los partidos políticos y que acabó con cientos de miles de personas en fosas comunes. Guste o no guste.
1936 es un montaje muy orgánico lleno de datos históricos… y de emoción. Está planteado en tres actos. El primero es el más largo y comienza de forma abrupta con el estallido de la guerra y los primeros meses; el segundo hace un flashback hacia los inicios de la República y los primeros contubernios para intentar acabar con ella con reuniones regadas de buen vino en las que participaban, entre otros, monárquicos como José Calvo-Sotelo, falangistas como José Antonio Primo de Rivera y banqueros que podían ser lo uno y lo otro como Juan March, porque para estas cosas siempre hace falta dinero; el tercero, finalmente, es el más cortito, pero contiene dos escenas memorables: una sobre la Batalla del Ebro y otra sobre el final de la guerra y sus consecuencias. Porque la obra acaba en un clímax que enfrenta nuestro presente al pasado y que puede ser más o menos obvio, pero que cada uno saque sus propias conclusiones.
Lima ha planteado el proyecto como una gran clase de Historia. La que, afirma, nunca tuvo él en el Instituto (ni tampoco los compañeros de reparto). Así, nos cuenta la obra no como un texto lineal sino fragmentado, como si fueran diferentes estampas, viñetas. Ha dicho que para ello los dramaturgos (además de Lima están Albert Boronat, Juan Mayorga y Juan Cavestany) han contado con el apoyo de historiadores especialistas en el conflicto como Paul Preston, Ángel Viñas o el periodista José Ángel Rojo, nieto del general republicano Vicente Rojo, que tuvo un papel predominante en toda la batalla. De ahí que también haya una profusión enorme de datos que, sin embargo, no se hacen farragosos.
Y, pese a ser un montaje de estilo teatro-documento mediante fragmentos, tampoco se pierde el hilo. Para ello cuenta con un hallazgo: el diario de una joven barcelonesa que vivió la guerra de los 15 a los 18 años y que va narrando los acontecimientos mientras nos relata que va al cine -el cine nunca dejó de estar abierto en Barcelona, ni con las bombas cayendo- y cómo le gusta un chico llamado Raúl. Al final, los adolescentes siempre son adolescentes en 1936 o en 2024. Con guerra o sin ella. Por cierto, este diario, con muchos ecos del de Ana Frank, es real y en la función que esta periodista pudo ver estaban presentes la hija y la nieta de esta chica. Llegó hasta aquí casi por casualidad, ya que había sido un documento que siempre había estado en poder de la familia sin darle mucha importancia hasta que lo leyó una historiadora amiga y observó todo el potencial documental y memorialístico que tenía. Como curiosidad, ni el padre ni el abuelo serán años más tarde el tal Raúl.
Otra buena idea que va ligada a la edad de esta chica real de la guerra: la actuación del Coro de Madrid con chavales entre los 18 y los 23 años. Dan el contrapunto musical -sí, el montaje también es un musical estupendo-, pero también son los alumnos de esa clase de Historia que nunca escucharon nada de la Guerra, son los ciudadanos que corren aterrados por la Puerta del Sol de Madrid buscando las bocas de Metro mientras la ciudad es bombardeada, son los fusilados en Badajoz en el mismo 1936 por los nacionales y son también los curas que murieron a punta de pistola por los republicanos. Siempre están en el escenario y lo que podría ser un guirigay -la obra tiene un puntito Animalario en este sentido con mucho jaleo siempre en escena- funciona armoniosamente como una maravillosa coreografía.
En cuanto a las actrices y los actores, 1936 alcanza cotas muy altas, ya que es una obra absolutamente de personajes. Son ellos, los reales y los conceptuales los que nos lo cuentan todo. Y ninguno sobra.
La primera aparición de Alba Flores como la Pasionaria y convertirse acto seguido en una erótica cupletera de Madrid es de quedarse con la boca abierta. Flores se engrandece con cada personaje, incluidos los masculinos como Vicente Rojo. Lo suyo es arte puro. Vamos, que te la crees todo el rato (y hasta cantando aunque la voz no sea lo que mejor tenga). Lo mismo ocurre con Willy Toledo que se convierte en un general Yagüe que da miedo (“guste o no guste”), chulo y macarra, pero también nos vale para un Alfonso XIII desnortado y a punto del exilio o para un terrateniente que no cree en el comunismo y defiende (no con malos argumentos) la propiedad privada. Toledo es, sin ninguna duda, uno de los mejores actores de este país. Pero podemos seguir con Blanca Portillo que igual es una viejecita (que es la Guerra Civil y que sigue viva y con fuerza a sus casi 90 años: “Solo la pierdo y me hago más débil cada vez que sacan a alguien de alguna cuneta”), que José Antonio Primo de Rivera, defensor de los poetas y de la fuerza bruta o una mujer analfabeta de pueblo arrollada por la guerra.
No me quiero dejar a ninguno porque todos me valen: Antonio Durán “Morris”, un Queipo de Llano de altura y un padre de Franco en una escena con la que se relamería Sigmund Freud (a ver si todo el conflicto se debe al maltrato infantil), Natalia Hernández como el Cardenal Gomá, María Morales como Manuel Azaña, Largo Caballero (quien, por cierto, no sale nada bien parado en esta historia) y Clara Campoamor; Paco Ochoa como José Calvo-Sotelo -espectacular para dar a conocer a quien fuera uno de los personajes principales de la historia aunque fuera el que muriera a las primeras de cambio- y Juan Vinuesa que hace un Franco con el que te caes de espaldas: si entrecierras un poco los ojos ves y escuchas al dictador. Con la voz aflautada y los ademanes lentos -nada que ver con alguno de sus generales más brutos e impulsivos como Mola- asusta. Quizá así debió ser en la realidad y por eso se impuso a sus rivales (dentro de su mismo bando).
El planteamiento de la obra es que el conflicto sigue vivo. Y no dejará de estarlo hasta que todos los muertos hayan sido devueltos a sus familiares
Alguien podrá discutir por qué se han elegido algunos pasajes históricos y otros no. Por qué algunas escenas de la cotidianidad y otras no. Pero eso sería ver la obra con la mirilla corta. La obra se centra en cómo se mató a la República -a algunos no les gustaba desde el principio y con la victoria del Frente Popular ya no aguantaron más-, cómo algunas libertades -como las que empezaban a conseguir las mujeres con el voto gracias a Campoamor, la libertad de las Sinsombrero o el laicismo- fueron cercenadas, cómo las calles se empezaron a polarizar y politizar porque convenía -muchísimo más que ahora-, cómo se acrecentó el terror -por ejemplo, en Madrid con las checas y asesinatos a todos aquellos que no comulgaran con el Frente Popular, que tampoco se obvia- y cómo llegó el hambre (la escena “sin pan, sin pan, sin pan”, es otra de las que tocan cumbre) a tanta población, que eso parece que sí se nos ha olvidado. Cómo se vivió el conflicto en las grandes ciudades -terrible porque no llegaba comida: eso lo cuenta muy bien Fernando Fernán Gómez en sus memorias
1936 va de la guerra, pero, sobre todo, Lima ha querido exponer el país que pudimos ser y cómo los que no eran demócratas, los que quería mano de hierro, acabaron con él y llenaron las cunetas de muertos. Y con habilidad interroga: ¿o es que hoy no es de demócrata devolver estos cuerpos a sus familias? De ahí que su planteamiento (político: sí, es una obra muy política) sea el de que el conflicto sigue vivo. Y no dejará de estarlo hasta que todos los muertos hayan sido devueltos a sus familiares.
1936 es, con permiso de los Vania que Pablo Remón estrenó en marzo en el Matadero de Madrid, la obra del año.
Andrés Lima ha encontrado, por fin, a su Moby Dick. Lo dijo Juan Mayorga en la presentación de 1936: el dramaturgo y director llevaba toda su vida buscando a su ballena, intentando darle el arponazo a la Guerra Civil. Y con esta obra lo ha logrado: 1936 (ya ponerle ese título denota valentía y provocación) es un montaje grandioso, casi inabarcable de más de cuatro horas que se pasan en un suspiro, muy teatral (en el mejor sentido de la palabra), donde todos los actores están bien colocados, el texto fluye, la escenografía acompaña y complementa en todo momento (pantallas, escenario circular), y el espectador entra en un viaje en el que ríe, llora, se le encoge el corazón y rabia (y, por momentos, se queda/nos quedamos en shock). Y, además, siendo un asunto tan peliagudo -es increíble que todavía lo sea, pero ahí siguen las cunetas-, Lima ha conseguido lo más difícil porque, al final, sí, habla de la guerra, pero es, ante todo, una defensa de la República, el régimen legítimo en el que cabían todos los partidos políticos y que acabó con cientos de miles de personas en fosas comunes. Guste o no guste.
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