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París convoca 'Rigoletto' en la más despiadada soledad
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París convoca 'Rigoletto' en la más despiadada soledad

El montaje estremecedor de Claus Guth se consolida en La Bastilla gracias a la batuta de Hindoyan y a los medios imponentes de Roman Burdenko

Foto: 'Rigoletto' en la Ópera de París ( Benoït Fanton)
'Rigoletto' en la Ópera de París ( Benoït Fanton)

Puede que la principal aportación de Claus Guth al drama de Rigoletto consista en la angustia de la soledad. Todos los personajes deambulan desamparados. Ni siquiera las compañías femeninas del Duque de Mantua -“questa e quella…”- le sustraen al aislamiento. Más bien lo fomentan. Y participan de una desolación que resulta despiadada con el bufón de la corte. Y no solo por la peripecia de Rigoletto en la trama verdiana, sino porque Guth lo “acompaña” de un alter ego -un vagabundo descarriado- que lo representa en la senectud. La solución convierte la ópera en un ejercicio retrospectivo. El viejo Rigoletto hace memoria de las desgracias con el inventario de los peores recuerdos, incluidos el sayo ensangrentado de su hija y la máscara del payaso. Los aloja en una caja. Y esa misma caja, elevada a gran escala sobre la tarima de la Ópera de París, sirve de espacio escénico al montaje con todas sus connotaciones conceptuales: la claustrofobia, la fatalidad, el recuerdo polvoriento, la maldición.

Rigoletto ha sido la entrada, el debut, de Claus Guth en el templo parisino y su montaje ha conseguido instalarse entre las referencias del repertorio escénico. Necesitan los teatros abastecerse de los clásicos para agotar las entradas. Y la versión contenida del director germano forma parte de las aproximaciones menos sensacionalistas y más severas. No apela al escándalo, sino a la inteligencia. Y es verdad que la proyección de imágenes con la infancia de Gilda resultan empalagosas e innecesarias, pero el montaje adquiere una dimensión imponente y desconcertante, sobre todo cuando el recurso de un cabaret en el último acto descoyunta en clave de sarcasmo la oscuridad y la depresión de la dramaturgia fatalista.

'Rigoletto' ha sido la entrada de Claus Guth en el templo parisino y su montaje ha conseguido instalarse entre las referencias del repertorio

Es Claus Guth un director de escena versátil, hondo e interesantísimo al que hemos celebrado en España por sus versiones de Parsifal (Teatro Real) y de Barba Azul (Liceu). También hemos visto en uno y otro escenario su inquietante Don Giovanni. Y ha sabido trasladar siempre a la escena un dominio del espacio y del tiempo que identifican su “Rigoletto. Retrospectivo y contemporáneo a le vez, provisto de una energía dramatúrgica que deja en carne viva la noción de la “solitud”.

Es un buen plan acercarse a París con el pretexto de este acontecimiento verdiano. Y no porque la capital francesa necesite otras razones extrañas a su propio interés. Está limpia y ordenada. Le ha venido muy bien la pátina virtuosa de los JJOO. Y la alcaldesa Hidalgo ha logrado multiplicar las zonas peatonales y conceder a la bicicleta la hegemonía sobre los coches.

placeholder Una escena del montaje de 'Rigoletto' ( Benoït Fanton)
Una escena del montaje de 'Rigoletto' ( Benoït Fanton)

Resulta imperdible, descomunal, la exposición de Ribera que se ha inaugurado en el Petit Palais, sin olvidar que los precios de la Ópera son más asequibles de cuanto sucede en ningún gran teatro del planeta. La más cara cuesta 200 euros. La más barata, 15. Y no por falta de calidad. La orquesta suena con una opulencia, una sensibilidad y una calidad impresionantes. Supo aprovecharlas a conciencia el maestro Domingo Hindoyan (Caracas, 1980), mitad armenio, mitad venezolano, y artífice de una versión que fue prosperando en interés y dramatismo a medida que la ópera misma transcurría. No había dirigido nunca en La Bastilla hasta el pasado domingo, pero el plebiscito de los espectadores le augura tanta fortuna como a los cantantes reclutados en las funciones de diciembre. El barítono Roman Burdenko concibió un Rigoletto imponente en el color, en la naturaleza verdiana, del mismo modo que Rosa Feola (Gilda) y Lipari Avetisyan (Duque) resolvieron con su línea de canto y la hermosura del timbre sus ciertos problemas de homogeneidad vocal.

Puede que no haya cantantes y directores “como los de antes”, figuras extremas en la idolatría y la pasión, pero la cantera del Este y de América Latina ha aportado una oportunidad cuya fertilidad garantiza la calidad y redunda en el cosmopolitismo de las funciones. Un buen ejemplo lo representa Rigoletto, un plan prenavideño y navideño que se recompensa en sí mismo por el impacto estético y que aloja un premio inclasificable: cuando sales del teatro, París está ahí, esperando a la orilla del Sena.

Puede que la principal aportación de Claus Guth al drama de Rigoletto consista en la angustia de la soledad. Todos los personajes deambulan desamparados. Ni siquiera las compañías femeninas del Duque de Mantua -“questa e quella…”- le sustraen al aislamiento. Más bien lo fomentan. Y participan de una desolación que resulta despiadada con el bufón de la corte. Y no solo por la peripecia de Rigoletto en la trama verdiana, sino porque Guth lo “acompaña” de un alter ego -un vagabundo descarriado- que lo representa en la senectud. La solución convierte la ópera en un ejercicio retrospectivo. El viejo Rigoletto hace memoria de las desgracias con el inventario de los peores recuerdos, incluidos el sayo ensangrentado de su hija y la máscara del payaso. Los aloja en una caja. Y esa misma caja, elevada a gran escala sobre la tarima de la Ópera de París, sirve de espacio escénico al montaje con todas sus connotaciones conceptuales: la claustrofobia, la fatalidad, el recuerdo polvoriento, la maldición.

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