'El ministro de propaganda': sólo Goebbels salva al pueblo
La estremecedora película de Joachim Lang no destaca por su fuerza dramática, pero sí por su rigor histórico y su vocación didáctica
Ir al cine con gente es algo que el crítico de cine debería hacer más. La crítica de la película son sus espectadores, muchos, pocos, ninguno; la crítica es también cuántos se marchan; y la crítica es, sobre todo, cómo salen. De El ministro de propaganda el público sale devastado. Muchos necesitan encontrarse a la salida con un puesto de la Cruz Roja, o con un abrazo. Pero el precio de la entrada no incluye que te abracen al salir.
El nazismo, el holocausto, seis millones de judíos… Soy de una generación cuyo primer escalofrío hitleriano se lo provocó Spielberg. Después de La lista de Schindler (1993) uno podía buscar Shoah (1985), de Claude Lanzmann, y luego Adiós, muchachos (1987), de Louis Malle, y luego Los verdugos también mueren (1943) de Fritz Lang. Pero, al cabo, por mucho que llegara La vida es bella (1997), de Roberto Benigni, o El pianista (2002), de Roman Polanski, siempre acababas pasando a otro asunto, como quien ya no quiere saber más. Los buenos creen que la Historia está de su parte; pero la Historia es sólo una estatua en una plaza y cuatro libros que nadie lee. Los malos tienen de su parte el olvido, y el olvido avanza.
Por eso resulta purificador volver de vez en cuando a las imágenes infernales, a los datos inconcebibles y a los personajes más diabólicos que ha creado el mundo. En principio, El ministro de propaganda venía a hablarnos de Joseph Goebbels.
En efecto, todo lo que hoy hacen unos y otros lo hacía ya el ministro Joseph Goebbels
Si fui a ver la película, se debió a la propaganda, a mi curiosidad por contemplar en origen algo que hoy, en todas partes y desde todos los rincones del espectro político, sigue vigente: la manipulación de la realidad para alcanzar o mantener el poder. En efecto, todo lo que hoy hacen unos y otros lo hacía ya Goebbels. Dice el ministro terrible: “Yo decido lo que es verdad”. Y también: “Sólo aceptamos la realidad si nos conviene”. La obsesión con los medios de comunicación es patológica, así como la necesidad de controlar a toda costa a actores y directores de cine. “La propaganda es un arte”, dice el ministro, “el mejor cuadro no es aquel que resulta más fiel a la realidad, sino el que expresa más emociones”. Comprendemos que el poder puede convencer al pueblo de cualquier cosa, basta con repetir sin cesar un relato de conformidad. Lo fundamental es el enemigo: nunca existe. Si el enemigo es tan odioso, se debe a que en realidad no está compuesto por personas de carne y hueso, sino por miedos avivados.
Sin embargo, la película se eleva enseguida sobre su etiquetado cartográfico, un biopic de Goebbels, y acaba siendo un repaso extraordinariamente bien ordenado del ascenso y caída del nazismo. No es fácil encajar en dos horas de metraje nueve años de acontecimientos espectaculares (1936-1945); no es fácil, de hecho, renunciar a la soberbia.
Porque El ministro de propaganda quiere enseñar, no ganar un Oscar. La película viene muy nutrida de imágenes de época, a veces se trata de fotografías y otras, de filmaciones; también escuchamos grabaciones magnetofónicas. El director mueve a sus actores y, de pronto, nos planta al personaje real, que ni siquiera se parece tanto. Con esto nos dice que todo el aparato cinematográfico es sólo un sostén imprescindible para desarrollar el panorama fidelísimo de un periodo sanguinario. La película en sí es gente hablando disfrazada de nazi; los efectos especiales, las batallas y otras ocasiones donde el cine hace espectáculo, aquí son reales. No se pega un tiro en la película que no sea de verdad. No sale un solo cadáver que no sea una persona muerta.
Muchas de estas imágenes documentales hacen que apartes la mirada de la pantalla.
Joachim Lang parece tener muy en mente El hundimiento (2004), de Oliver Hirschbiegel, esta sí una gran película, cine puro. Lo primero que le dice a los espectadores El ministro de propaganda es que esos personajes que van a ver a continuación son gentuza, y que en ningún caso se los valida o humaniza. Se quiere con este cartel inicial evitar la polémica que siguió a El hundimiento. Por supuesto, el Hitler de Bruno Ganz está a años luz del que aquí vemos interpretado. Pero la suma de un actor anodino haciendo de Hitler y las imágenes del Hitler real provocan mayor desazón, porque nos muestran la distancia inmensa que hay entre hacer películas históricas y que la Historia te pase por encima. Resulta muy impresionante darse cuenta de que la ficción es inútil, entretenimiento, premios de la Academia.
El ministro de propaganda contiene menos arte que La zona de interés (2023), pero nos arroja a la cara mucha más verdad. La gente no abandona la sala con ganas de contar esta película, tuitear que ya la ha visto y sumarse a un aplauso general. La gente sale de la sala con algo mucho más noble en la cabeza: tratar de no olvidar de nuevo que esto sucedió.
Ir al cine con gente es algo que el crítico de cine debería hacer más. La crítica de la película son sus espectadores, muchos, pocos, ninguno; la crítica es también cuántos se marchan; y la crítica es, sobre todo, cómo salen. De El ministro de propaganda el público sale devastado. Muchos necesitan encontrarse a la salida con un puesto de la Cruz Roja, o con un abrazo. Pero el precio de la entrada no incluye que te abracen al salir.
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