'900 días sin Anabel': Secuestradores aficionados, policías incompetentes
La miniserie documental nos devuelve a los años 90 del morbo televisivo y la desigualdad de clases
Un secuestro es un delito continuado, como ir a atracar el mismo banco todos los días. Hay que pensarlo bien antes de secuestrar a alguien. ¿Dónde lo vas a meter? ¿Cómo vas a alimentar al secuestrado? ¿Tiene de verdad dinero su familia? Y más: ¿cómo consigues el dinero sin que te pillen? ¿Cómo devuelves al rehén una vez recibido el dinero? ¿O no lo devuelves? ¿Cómo lo matas? Todas estas preguntas no se las hicieron los secuestradores de Anabel Segura, que simplemente fueron a un sitio donde viviera gente rica y se llevaron a la primera persona lo suficientemente joven como para tener unos padres a los que pedirles un rescate. El sitio era La Moraleja (Alcobendas, Madrid) y la joven a la que el puro azar arruinó la vida fue Anabel Segura.
900 días sin Anabel (Netflix) recupera este caso de los años 90; la mini-serie resulta de lo más interesante, quizá a pesar de sí misma.
Primero, tenemos a los policías, todos hombres y ya mayores y más entregados a la serie de Netflix en 2024 que al caso que deberían haber resuelto en 1993. Si hay algo que le gusta sobremanera a un policía es que le llame Netflix. Da igual si no tiene, ese policía, nada de lo que enorgullecerse: va. Si le llama Netflix, va, se pone su jersey nuevo, avisa a la familia y cuenta con entusiasmo cómo fracasó toda la estructura policial española en salvar la vida de una joven.
Tenemos a los policías, todos hombres y más entregados a la serie de Netflix en 2024 que al caso que deberían haber resuelto en 1993
En varios momentos, los policías subrayan las diferencias entre sus investigaciones de entonces y las que pueden producirse hoy. “Entonces sólo secuestraba ETA”, nos dicen, por ejemplo. No había móviles ni Internet, y la “acústica forense” estaba en pañales. La policía no tiene método, sino ocurrencias. Por ejemplo, van a Vallecas, barrio en el que es posible que vivan los secuestradores, y tocan “dieciocho mil timbres”. Como en las llamadas de los criminales se ha oído de fondo un timbre (literalmente, un “ding dong”), la policía toca 18.000 timbres en Vallecas a ver si alguno suena parecido. Ya ven.
Todo es como de cómic de Francisco Ibáñez; como de monólogo de Gila. “Somos los secuestradores”, dicen, de hecho, los secuestradores. Y, en otra llamada, cuando diversos pillos (ay, esa España miserable) tratan de hacerse pasar por los delincuentes para sacarle dinero a la familia Segura, dirán: “Nosotros semos (sic) los auténticos secuestradores”.
Lo más valioso de la serie son esas llamadas, grabadas por la policía en cintas de casette, que podemos escuchar capítulo a capítulo. Ahí vemos la diferencia entre un secuestro real y los que aparecen en las películas. Las conversaciones entre el representante de la familia Segura y los secuestradores no son fluidas, dramáticas o emocionantes, como en el cine. Son cutres, disruptivas, incómodas. “Nosotros hemos llegado a un acuerdo por votación que le vamos a mandar una cinta grabada con la voz de Anabel”, escuchamos. Rafael Escuredo, portavoz de los Segura y, a la sazón, ex presidente de la Junta de Andalucía, acaba hablando a esos gañanes como a los criados. “Mire usted”, les dice, y les pide una “prueba de vida” de Anabel como quien hace venir a la señora de la limpieza el día que libra.
Porque la serie, por debajo, muestra una extraña colisión entre clases. Los secuestradores utilizaron una furgoneta blanca, y sólo podían recorrer las calles de La Moraleja si habían entrado en la urbanización en calidad de fontaneros, jardineros o repartidores. Su vocabulario y su actitud verbal muestran la plena conciencia de estar hablando por una vez de tú a tú (o con la sartén por el mango) con unos señoritos. Sin embargo, no saben secuestrar, no saben lo que hacen y los señoritos no les entienden. Les citan para entregar el dinero (150 millones de pesetas) debajo de un puente en una carretera desangelada. Luego les citarán en otro punto infame de otra carretera cualquiera. Todo sin éxito. Ellos son inútiles, la familia habla por boca de un señor soberbio, y la policía toca timbres a voleo. No parece que hubiera muchas posibilidades de llegar a un final feliz.
Los 90 asoman en el walkman abandonado en el suelo, en el lugar donde fue secuestrada Anabel; en los casos coincidentes que compiten por las portadas de los periódicos: la farmacéutica de Olot, las niñas de Alcàsser; y en la participación de la televisión más truculenta en la resolución del caso. Los propios secuestradores hablan en sus llamadas de Código Uno, presentado por Arturo Pérez-Reverte, como si fuera ese programa un intermediario más fiable que el ex presidente de la Junta de Andalucía. De hecho, la policía trata de agitar el caso, ya por completo paralizado, diciéndoles cosas a través de uno de los participantes en el programa, portavoz policial.
El viejo presentador Paco Lobatón nos habla como se hablaba en los años 90: con la más absoluta obscenidad sentimental
Pero es la presencia de Paco Lobatón la que más rechina e indigna. El viejo presentador nos habla como se hablaba en los años 90: con la más absoluta obscenidad sentimental. “Imaginen que secuestran a su hija y pasan los días y no saben dónde está, o si está bien…”, nos dice, más o menos, con esa voz abaratada, viciosa de emociones, por suerte hoy descatalogada. Su espacio Quién sabe dónde, que no deja de celebrar en la serie de Netflix, acabó recibiendo una llamada que llevó a la resolución del caso. 900 días tardó la policía en que la telebasura hiciera su trabajo.
“Hay que saber perder”, nos dice uno de los agentes que le dijo al secuestrador, cuando lo detuvo. El policía cree de verdad que quien perdió fue el secuestrador.
La serie se ha publicitado como el relato del “secuestro más largo de la historia de España”. Es mentira. El secuestro fue corto, escalofriantemente corto.
Un secuestro es un delito continuado, como ir a atracar el mismo banco todos los días. Hay que pensarlo bien antes de secuestrar a alguien. ¿Dónde lo vas a meter? ¿Cómo vas a alimentar al secuestrado? ¿Tiene de verdad dinero su familia? Y más: ¿cómo consigues el dinero sin que te pillen? ¿Cómo devuelves al rehén una vez recibido el dinero? ¿O no lo devuelves? ¿Cómo lo matas? Todas estas preguntas no se las hicieron los secuestradores de Anabel Segura, que simplemente fueron a un sitio donde viviera gente rica y se llevaron a la primera persona lo suficientemente joven como para tener unos padres a los que pedirles un rescate. El sitio era La Moraleja (Alcobendas, Madrid) y la joven a la que el puro azar arruinó la vida fue Anabel Segura.
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