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Los libros ya no tienen nada que ver con leer (pero no es tan grave)
  1. Cultura
Héctor G. Barnés

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Los libros ya no tienen nada que ver con leer (pero no es tan grave)

¿Es tan negativo que los libros se hayan convertido en un complemento de moda, o lo que nos molesta es que ya no sean los hombres quienes imponen sus rituales de consumo?

Foto: Dua Lipa, con 'La mala costumbre' de Alana Portero.
Dua Lipa, con 'La mala costumbre' de Alana Portero.
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¿Colgaría usted en la pared de su despacho un cuadro con el primer volumen de El capital de Marx entero? Hay quien sí, al parecer. Pocas cosas se me ocurren menos marxistas que ese fetichismo de la mercancía que supone convertir una de las obras cumbre de la crítica al capitalismo en un adorno para colgar en la pared. No sé muy bien qué pensaría el pensador alemán al ver su obra convertida en mobiliario desprovisto de toda funcionalidad, porque es imposible de leer. Hoy los libros parecen servir para todo, menos para ser leídos.

Los libros han pasado a formar parte del look del urbanita del siglo XXI, un complemento semejante a un bolso, un sombrero o unas gafas de sol. Es cada vez más frecuente que aparezcan en los bodegones de las revistas de moda junto a otras prendas. Una gabardina, una bufanda, un libro de Sally Rooney. Ni siquiera hace falta haberlo leído. Lo importante es tener la intención de leerlo, transportarlo bajo el brazo y que la portada sea lo suficientemente llamativa como para que todo el mundo se fije en ti. Los libros de Anagrama quedan que flipas.

No hay más que darse una vuelta por una librería para darse cuenta de que gran parte de los libros que hoy se publican no están pensados para leerse. Hay determinado tipo de ediciones que son cada vez más bonitas, ideales para lucir en la estantería o en la mesa del comedor, pero resultan muy poco funcionales. No es que no te los puedas llevar de viaje, es que ni siquiera te los puedes leer en la cama. Pienso en todos esos cómics de tapas duras y más de 1.000 páginas que se venden a precio de oro y que en la mayor parte de casos nadie llega a abrir. Funkos con páginas.

Es paradójico que aunque los datos sugieren que leemos menos que nunca, los libros parecen abundar cada vez más en el internet de la imagen como Instagram, YouTube y Tiktok. Cada vez hay más merchandising relacionado con la literatura. Siempre existieron esas camisetas de escritores para turistas (¿recuerdan aquellas de Kafka en Praga que se pusieron de moda?), pero ahora hay velas de soja, marcapáginas o tazas de Sally Rooney.

A simple vista, el libro ha acentuado su carácter de producto y se ha despegado de su rol cultural, y por el camino ha generado una serie de productos de consumo asociados. Las influencers y artistas han contribuido a ello. W Magazine llegó a llamar a Kendall Jenner la "santa patrona de la literatura alternativa" por su tendencia a aparecer en fotografías posando nada disimuladamente con novelas desconocidas que, gracias a eso, se convertían en superventas. El club de lectura de Dua Lipa, por donde ha pasado nuestra Alana Portero, se ha convertido en una referencia para millones de lectoras. En España, Laura Escanes y Gema Gallardo fundaron un club de lectura en Twitch.

En una columna de The Cut, el suplemento de tendencias de The New York Times sobre los clubs de lectura de famosos (famosas), la escritora Emily Gould exponía la teoría "cínica" de que se debe a que eso "añade otra capa más a su personalidad". Si quieres que te tomen más en serio (algo complicado en el caso de determinadas artistas pop o actrices), no hay nada como empezar a aparecer con un libro bajo el brazo, sobre todo si eso da pie a que los periodistas te pregunten. El libro es un símbolo de estatus que refuerza tu imagen.

Resume lo peor del capitalismo: competitividad, consumo compulsivo, exhibicionismo

Por eso, como bien señala en su newsletter Ochuko Akpovbovbo, que muchos de esos libros con los que aparecen posando no los hayan leído, no contradice la tesis, sino que la refuerza. "Lo que es importante es que saben lo suficiente como para apreciar el significado cultural de que las asocien con esas narraciones o con sus autores", explica. El gusto cultural es el complemento perfecto de la estética.

Esta revalorización del libro ha venido de la mano de nuevas formas de consumo y rituales de lectura, desde las competiciones por ver quién lee más libros de Goodreads hasta la banalización de la cultura en píldoras de TikTok. Podría decirse que resumen todo lo peor del capitalismo tardío: competitividad, consumo compulsivo, exhibicionismo, personalismo. La pureza del sacrosanto acto de la lectura ha sido corrompida por el comercio, podría pensar cualquier apocalíptico nostálgico.

Lo que empiezo a sospechar es que si todos estos comportamientos nos parecen tan problemáticos es porque los practican mujeres, aparecen en revistas de moda y forman parte de redes donde el público femenino es mayoritario. Durante mucho tiempo, el consumo de literatura ha estado vinculado a las costumbres masculinas, igual que el canon literario, desde las tertulias en los cafés hasta las academias de la lengua pasando por esa idea de la escritura como acto heroico y la lectura como hermenéutica para iniciados que solo podía compartirse en forma de sesudo análisis en revistas culturales de prestigio.

¿No ha habido siempre una estetización de la lectura, solo que masculina?

Frente a ello han aparecido nuevas formas de socialización alrededor de la lectura, como los clubs de lectura (altamente feminizados), las cuentas de influencers sobre literatura romática o para young adults, que han generado a su alrededor comunidades enormes, los talleres de escritura (pregunto a una amiga por el último en el que estuvo: diez mujeres, dos hombres) o las propias redes sociales de los autores donde ellos mismos comparten esas fotos de libros subrayados con lápices de colores que resaltan los fragmentos preferidos de cada lector. Estetización, sí, pero también el placer de lo compartido.

Esa biblioteca de machos

En realidad, ¿qué diferencia hay entre todas esas expresiones lectoras y las fotografías de autores con la mano en la barbilla ojeando la obra que acaban de publicar? ¿Las instantáneas de intelectuales frente a esas grandes estanterías atiborradas de libros del suelo hasta el techo, que anuncian sin disimulo lo cultos que son? ¿La erótica de la Moleskine? ¿La estética canónica de escritor de sombrero, gabardina, gafas redondas? ¿No es la misma clase de estetización, solo que respondiendo a cánones tradicionales, socialmente aceptados y masculinos?

Los libros siempre han servido para muchas cosas que nada tienen que ver con la cultura, incluso para invertir. Me sorprendió descubrir en la biografía de Negrín que, hace un siglo, una buena biblioteca era una forma más o menos segura de invertir tu dinero. En aquella época en la que los libros eran mucho más caros y las tiradas más limitadas, eran un valor tan seguro como hoy puede serlo una vivienda. En caso de que las cosas fuesen mal dadas, siempre se podía vender tu colección particular, así que muchas familias invertían poco a poco en una buena colección que se revalorizase con el tiempo.

En un bonito detalle de una película llena de bonitos detalles como es Los que se quedan, de Alexander Payne, vemos al malhumorado y gris profesor Paul Hunham regalar a esas dos pobres personas con las que tiene que pasar la Navidad una copia de las Meditaciones de Marco Aurelio, ese ensayo que hoy tanto gusta a los criptobros. Buah, vaya aburrimiento de regalo, qué pesado. Solo al final de la película, cuando hemos aprendido a entenderlo, descubriremos que en su dormitorio tiene una caja llena de copias del libro. Lo que regala cuando regala dicho libro es a sí mismo. Está diciendo "este libro soy yo".

Es inocente pensar que nuestros hábitos de consumo culturales son puros, que hay quien lee solo por leer. El placer capitalizado nos parece inmoral, pero hoy más que nunca cualquier acto está motivado por una serie de razones de las que ni siquiera nosotros seamos conscientes. Acercarnos a los demás, perfilar la imagen que queremos dar, formar parte de una comunidad, participar en la conversación pública, parecer más listos, más guapos y más sexys y, junto a todo ello, porque no es excluyente, disfrutar del placer de la lectura.

Un informe recién publicado asegura que el porcentaje de niños que leen por placer en Reino Unido se encuentra en su mínimo histórico desde que empezaron a hacer la encuesta hace 20 años. Solo el 34,6% de los niños de ocho a 18 años disfrutan leyendo en su tiempo libre: un 8,8% menos que el año pasado. Cada vez menos personas encuentran placer en la lectura, y, sin embargo, es posible que cada vez más personas encuentren placer en los libros. Quizá no sea tan mala fórmula. En un mundo en el que resulta tan complicado encontrar felicidad o alegría, a quién se le puede culpar de buscar placer en la superficie de un libro, sobre todo si eso le lleva a la profundidad de sus páginas.

¿Colgaría usted en la pared de su despacho un cuadro con el primer volumen de El capital de Marx entero? Hay quien sí, al parecer. Pocas cosas se me ocurren menos marxistas que ese fetichismo de la mercancía que supone convertir una de las obras cumbre de la crítica al capitalismo en un adorno para colgar en la pared. No sé muy bien qué pensaría el pensador alemán al ver su obra convertida en mobiliario desprovisto de toda funcionalidad, porque es imposible de leer. Hoy los libros parecen servir para todo, menos para ser leídos.

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