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¿En qué se parece todo lo que ocurrió en 1933 a la crisis actual de las democracias?
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¿En qué se parece todo lo que ocurrió en 1933 a la crisis actual de las democracias?

En 'Síndrome 1933', Siegmund Ginzberg analiza hechos que ocurrieron en 1933 y que, según él, se parecen desafortunadamente a algunos que estamos viviendo hoy en día como la criminalización del migrante

Foto: Una sastrería en el barrio judío de Viena desfigurada con lemas antijudíos por hooligans nazis. (Getty Images)
Una sastrería en el barrio judío de Viena desfigurada con lemas antijudíos por hooligans nazis. (Getty Images)

Venían del Este. Huían de las guerras, las matanzas y la pobreza. En las fantasías alimentadas por la prensa eran ladrones, asesinos y violadores. Una de las primeras medidas del nuevo Gobierno fue un "Decreto de Inmigración" que impedía la llegada de más judíos. Los nazis no tenían reparos en pasar por «malos». De hecho, era importante para ellos. Sobre todo porque el odio a los inmigrantes iba de la mano del odio a las élites.

¿Quiénes eran los Ost-Juden, los judíos orientales? Según los describe Joseph Roth en Judíos errantes, publicado en 1927 por la editorial berlinesa Die Schmiede, son gente que desea "abandonar ese país donde cada año puede estallar una guerra y cada semana un pogromo"; personas que "emigran a pie, en tren o por mar a países occidentales donde los espera un nuevo gueto, quizá algo mejor pero no menos inhumano, preparado para acoger en sus tinieblas a los nuevos huéspedes que han escapado semivivos de las vejaciones de los campos de concentración". El judío llegado del Este es el eterno emigrante, el refugiado de todos los tiempos, incluido el nuestro. Es el eterno engañado, que "nada sabe de la injusticia de Occidente, nada del poder que ejercen los prejuicios sobre los modos, las acciones, las costumbres y las ideas del europeo occidental medio; nada de la angostura del horizonte occidental, circundado por centrales eléctricas y perforado por chimeneas... [que no sabe] nada del odio, ya tan fuerte que se lo protege celosamente como un arma de supervivencia (mientras arrebata la vida), como si fuera un fuego eterno al que se calienta el egoísmo de cada individuo y de cada país". "Para el judío oriental, Occidente es la libertad, la oportunidad de trabajar y de expresar el propio talento, es la justicia...". Pero no sabe lo que le espera.

El judío oriental "vive con el miedo encima", "solo tiene obligaciones y ningún derecho, salvo los que figuran en un pedazo de papel que, como ya se sabe, no garantiza nada", "los periódicos, los libros y los emigrantes optimistas le han hecho creer que Occidente sería un paraíso...". No siempre tiene un oficio. En su mayoría "recorren el mundo como mendigos y vendedores ambulantes". Como los manteros de hoy. Los desprecia todo el mundo. En especial los judíos que ya se han establecido y "se han convertido en judíos occidentales, o más bien en europeos occidentales".

placeholder 'Síndrome 1933', de Siegmund Ginzberg.(Ediciones Gatopardo)
'Síndrome 1933', de Siegmund Ginzberg.(Ediciones Gatopardo)

Ni siquiera desean necesariamente quedarse en Alemania. En Berlín hay un barrio judío, pero es solo una "estación de tránsito". Allí recalan "emigrantes que quieren irse a América vía Hamburgo y Ámsterdam". O a París, donde, aunque no faltan los antisemitas "de l'Action Française", de la derecha xenófoba, al menos "pueden vivir como quieren" y sus hijos, si "han nacido en París, pueden obtener la ciudadanía francesa". "Entre los judíos orientales que residen en Berlín también hay delincuentes. Corredores de Bolsa, expertos en estafas matrimoniales, charlatanes, falsificadores de billetes, los que especulan con la inflación...". Independientemente del país al que haya emigrado, todo judío oriental está obsesionado con los documentos, y únicamente puede "liberarse del conflicto "papeles sí, papeles no" enfrentándose a la sociedad por medios ilegales. En la mayor parte de los casos, el delincuente judío-oriental ya era un delincuente en su tierra. Llega a Alemania sin documentos o con documentos falsos. No se presenta en comisaría".

¿Acaso no se siente cierto déjà écouté al leer a Roth? El judío es un extranjero, un inmigrado. Los migrantes son delincuentes. Por tanto, los judíos son delincuentes. Todos los judíos son criminales. Este silogismo condujo al exterminio. En la actualidad, basta con sustituir "judíos" por "migrantes ilegales", o simplemente "migrantes", indeseables por definición. Los extranjeros nos detestan. Los judíos (o los musulmanes, los mexicanos, cualesquiera que nos la tengan jurada en Europa o en el resto del mundo) son extranjeros. Por tanto, nos detestan. Los judíos (o migrantes) también son delincuentes, ladrones, peristas, proxenetas, seductores de inocentes jovencitas, portadores de enfermedades, camellos, saboteadores de la economía nacional, obsesos sexuales, asesinos y, por supuesto, terroristas.

El 'decreto de inmigración'

Una de las primeras medidas del ministro del Interior del Gobierno de Hitler, Wilhelm Frick, fue cerrarles las puertas a los inmigrantes. Con "inmigrantes" se referían principalmente a los judíos. Habían llegado por millones a Alemania desde el Este, desde Rusia y Polonia. Habían huido en oleadas —primero de los pogromos zaristas, luego de la Gran Guerra y de la guerra civil rusa— y también continuamente, escapando del hambre de los shtetl, los pueblos-gueto. Habían entrado por tierra. Muchos ni siquiera deseaban quedarse, solo soñaban con zarpar hacia América o costas aún más lejanas. La ordenanza del Ministerio del Interior imponía a todos los Länder, en especial a los que seguían acogiendo a inmigrantes, lo siguiente: 1) prohibir toda entrada de judíos orientales; 2) expulsar a los judíos orientales que carecieran de permiso de residencia; 3) suspender la naturalización de los judíos orientales. Poco después se decidió retirarles la nacionalidad alemana a cuantos la habían obtenido entre el fin de la Primera Guerra Mundial y el 30 de enero de 1933.

La obsesión por la avalancha de refugiados e inmigrantes iba de la mano de la psicosis de que en cada esquina se ocultaba un asesino, un violador o un ladrón. La propaganda nazi la orientaba hacia un objetivo muy concreto: los judíos del Este, refugiados que, "extraños" a un conjunto de la nación por lo demás feliz y compacto, inoculaban en esta corrupción, libertinaje, delincuencia, terrorismo, infecciones, enfermedades. Un magnífico ejemplo de esta clase de propaganda es el documental El judío eterno, producido en 1940. Se servía de datos, tablas, animaciones, superposiciones de imágenes de emigrantes harapientos y ratas inmundas brotando de barcazas para ilustrar "científicamente" lo perniciosa que era la invasión de Europa por parte de una raza extranjera proveniente de Oriente Próximo. Se encuentra fácilmente en internet. A mí me provoca un déjà vu. Ver para creer. Sin embargo, le hablaban a un público ya convencido: debe existir una fuerte predisposición, un prejuicio enraizado, para despertar un apoyo tan amplio y entusiasta al odio contra los diferentes.

Hasta 1933, más del 80% de los judíos que vivían en Alemania poseían la nacionalidad. Se sentían alemanes de pleno derecho y orgullosos de ello

Resultaba evidente que no se limitarían a cerrar puertos y fronteras a los indeseables. También era necesario desembarazarse de los que ya habían entrado, que quizá llevaban generaciones acechando. Hasta 1933, más del 80 por ciento de los judíos que vivían en Alemania poseían la nacionalidad. Se sentían alemanes de pleno derecho y orgullosos de ello. Se habían integrado. Solían considerar que no tenían nada que ver con los miserables que seguían llegando del Este. Su patria era Alemania. Algunos habían combatido con honor, se habían distinguido en la Gran Guerra, lucían medallas y también cicatrices como prueba de lealtad a la que consideraban su nación. Muchos habían prosperado, ejercían profesiones prestigiosas, eran profesores, médicos, abogados, jueces, científicos, en ciertos casos incluso de fama internacional. No estaban en absoluto marginados: al contrario, eran miembros indiscutibles de la élite.

Con todo, nada los eximiría del desprecio, la expulsión y, finalmente, el exterminio. Claro que habría quien objetara que "hay judíos decentes". Como quienes hoy en día, en un alarde de bondad, se dignan reconocer que hay "migrantes decentes", "musulmanes decentes", etcétera. ¿Cuántas veces lo hemos oído incluso de gente a la que no le gustan los inmigrantes? En el panfleto que redactó en 1930 un alto funcionario simpatizante de los nacionalsocialistas iba al grano con un argumento irrebatible: "Sí, quizá. Pero si uno duerme en una cama de hotel llena de chinches, no le pregunta a cada chinche: ¿eres una chinche decente o sinvergüenza? La aplasta y punto".

"Se acabó la fiesta"

Tras el Decreto de Inmigración se desencadenó la que denominaron, con lenguaje militar, la "guerra contra la delincuencia". Se sucedieron detenciones y redadas para "meter a los delincuentes en la cárcel". "A partir de ahora, mano dura", rezaban los titulares. La persecución de criminales —etiqueta que no solo los adversarios políticos merecían— había empezado enseguida, incluso antes del incendio del Reichstag y de la promulgación de las leyes especiales "para la seguridad del Reich". Se había autorizado inmediatamente a la Policía a efectuar "detenciones preventivas" a fin de luchar contra los comunistas. Esta medida se fundamentaba en la práctica de la "prisión preventiva" prevista en casos especiales para proteger a un sospechoso de un posible linchamiento. Se convirtió en la norma general por la que se podía arrestar a cualquier persona, enviarla a un destino arbitrario sin la autorización de un magistrado, y retenerla indefinidamente sin que mediara un juicio.

Fue en 1933 cuando se crearon los primeros campos de concentración, asignados a las SS de Himmler. Al principio recluían a comunistas y opositores. La práctica se extendió a ladronzuelos, buscavidas y estafadores. Luego, a inmigrantes ilegales, mendigos, vagabundos, a personas que por algún motivo no tenían hogar. A continuación, a "holgazanes", "inútiles", "parásitos" y "vándalos". Finalmente, a los homosexuales, los gitanos, los romaníes y los sinti, a los que inicialmente habían encerrado en sus propios campamentos. Como se ve, el catálogo de indeseables sigue siendo más o menos el mismo. Se animaba a los ciudadanos a señalarlos y denunciarlos a la Policía, a no dejarse conmover y, si los asaltaba un irresistible impulso de generosidad, jamás hacer donaciones a una organización que no estuviera registrada legalmente. Se los advertía de que no tiraran el dinero para financiar a "traficantes de carne humana", a asociaciones criminales que reclutaban y explotaban a inmigrantes, mendigos y prostitutas. En septiembre de 1933 se llevó a cabo una colosal redada para "limpiar Berlín de vagabundos y mendigos". En un solo día detuvieron y deportaron a 100.000 personas. Era la mayor operación policial y de arresto masivo vista en Alemania hasta entonces.

La opinión pública aplaudía las medidas. Recién instalados en el poder, los nazis se habían arrogado el control de qué se podía publicar

La opinión pública aplaudía las medidas. Recién instalados en el poder, los nazis se habían arrogado el control de qué se podía publicar y qué no. Se ocuparon de que la prensa otorgara la máxima importancia a la apertura de campos de concentración en los que recluirían sin juicio a opositores e indeseables. No intentaron ocultarlo, sino que se vanagloriaban de la eficacia de su nuevo sistema de "justicia policial". Como escribió Christa Wolf, "bastaba con leer los periódicos" para enterarse de la existencia de los campos, la Gestapo, la persecución y la discriminación. Así, no solo se sabía lo que ocurría: la mayoría lo aprobaba. Algunos con entusiasmo. Se mostraban satisfechos de que los nazis cumplieran su promesa de "orden, disciplina, normas". La mano dura e incluso la brutalidad, lejos de dañar la reputación de Hitler, gozaban de una amplia aceptación. El pueblo seguiría aplaudiendo cuando, junto con los demás "asociales", se llevaron a gitanos y judíos.

Sobre la pena de muerte también había consenso. Sobre todo para los delitos sexuales. Y más tarde para los atentados contra la "pureza de la raza", el mestizaje, el cruce de sangres (igual de grave o peor si era consentido). No se derramaron lágrimas por la durísima persecución a los "jóvenes rebeldes", descarriados, pequeños delincuentes, aunque también a chicos y chicas que simplemente rechazaban la disciplina de las Juventudes Hitlerianas (obligatoria a partir de 1939) y preferían escuchar jazz y bailar. Reunirse en bandas juveniles (como los famosos Piratas) se convirtió en un agravante que podía ser castigado con la muerte. No nos consta que causaran un horror especial los primeros ahorcamientos públicos. ¿Por qué iban a conmoverse entonces cuando llegara el exterminio en masa y sistemático?

placeholder El Dr. Michael Spiegel, abogado, es paseado descalzo por las calles de Munich. 'Soy judío pero nunca más me quejaré de los nazis'.
El Dr. Michael Spiegel, abogado, es paseado descalzo por las calles de Munich. 'Soy judío pero nunca más me quejaré de los nazis'.

De la noche a la mañana se había desvanecido la larga tradición "romántica" de simpatía por los rebeldes y los inadaptados, desde el Schiller de Los bandidos hasta el Brecht de La ópera de los tres centavos, pasando por Michael Kohlhaas de Von Kleist. El protagonista de La rebelión de Joseph Roth es el lisiado de guerra Andreas Pum, cuyo sueño se hace realidad cuando le conceden una licencia de músico callejero. Pero su mundo se derrumba cuando, a raíz de una trivial disputa con el revisor del tranvía, le retiran el permiso y su reacción provoca que lo encarcelen. Y de la noche a la mañana desaparecieron los músicos callejeros, los mendigos e incluso las voces de los hombres en busca de "trapos, hierro, ropa vieja, papel". La gente parecía satisfecha. Mucho tiempo después del ignominioso fin del Tercer Reich había gente que recordaba con nostalgia la época en que las leyes eran estrictas, las calles estaban libres de mendigos y prostitutas, se ajusticiaba a los ladrones y "a nadie se le permitía llevarse algo que perteneciera a otra persona".

Mucho tiempo después del ignominioso fin del Tercer Reich había gente que recordaba con nostalgia la época en que las leyes eran estrictas

Los nazis construyeron un mito sobre la inflexibilidad. "Nuestros amigos criminales han tomado nota de que desde 1933 soplan aires nuevos en Alemania, más frescos y más sanos. No hay rastro de sentimentalismo en nuestros centros penitenciarios y en nuestras prisiones", proclamaba triunfal Der Angriff ("El ataque") de Goebbels. Como si dijera "Se acabó la fiesta". Los nazis exhibían su maldad sin complejos. Y en eso se basaba gran parte del apoyo de la gente. Les brindaba una aceptación abrumadora. La bondad fue desterrada por aclamación popular, con el aplauso de los implicados, no solo de la Policía, sino también de jueces y criminalistas. Los "Principios del castigo penal" aprobados en 1923, en los albores de la República de Weimar, estipulaban que los presos debían ser tratados "con justicia y humanidad", "respetando su dignidad y fortaleciendo su sentido del honor". Durante la década siguiente los juristas se alejaron paulatinamente de este enfoque "blando". Ya en 1932, en la conferencia anual de la delegación alemana de la Unión Internacional de Criminalistas hubo quien arremetió contra el exceso de humanidad hacia los presos argumentando que "a este ritmo, dentro de treinta o cuarenta años dejarán de imponerse castigos". Hubo quien defendía que "la idea del castigo está demasiado arraigada en la opinión pública sobre la finalidad de la justicia como para suplantarla".

Todo es siempre culpa de los judíos

"¡Todo, absolutamente todo es culpa de los judíos!", rezaba el estribillo del aria de la habanera de Carmen que musicó Friedrich Hollaender, ya célebre por las canciones que Marlene Dietrich interpreta en El ángel azul.

Si llueve y hace frío,

Si el teléfono está ocupado,

Si pierde la bañera,

Si te equivocas con los impuestos,

¡Todo, absolutamente todo es culpa de los judíos!

Si la comida sabe a jabón,

Si no llegas a fin de mes,

Si el Príncipe de Gales es mariquita,

¡Todo, absolutamente todo es culpa de los judíos!

Se estrenó en 1931 en el cabaret Tingel-Tangel. Se burlaba de las obsesiones de los antisemitas con la técnica de la enumeración, encadenando, entre cada repetición del estribillo, los hechos más dispares, desde la actualidad política hasta las razones del malestar generalizado, pasando por el costumbrismo. El humor absurdo reflejaba el absurdo de la realidad. La canción formaba parte de un espectáculo de sátira política que, paradójicamente, no apuntaba contra los nazis, sino contra la República de Weimar. "Mentiroso, mentiroso, mentiroso, pero ¡cómo me gustaría que las mentiras fueran verdad!...", sonaba en la misma farsa Münchhausen, una canción sobre los desencantados con la política y la democracia. También había una breve aparición de Hitler como un duendecillo menor que se limitaba a hacer de coco: "¡Ja, ja! Soy el pequeño Hitler y os voy a morder. Os meteré a todos en el saco, uh, uh, uuh". Resulta profético, aunque todavía con sordina, casi de forma inconsciente. En realidad, el duendecillo ya mordía con una ferocidad insólita.

placeholder Piquetes nazis en una campaña antijudía, portando carteles que decían: '¡Camaradas! ¡Defiéndanse! ¡No les compréis a judíos!'. (Getty Images)
Piquetes nazis en una campaña antijudía, portando carteles que decían: '¡Camaradas! ¡Defiéndanse! ¡No les compréis a judíos!'. (Getty Images)

El cabaret se presta a la estrecha imbricación de lo absurdo y lo trágico. Willy Rosen había inaugurado en 1924 el Kabarett der Komiker musicando Quo vadis, una parodia de los nazis cuando todavía se hallaban lejos del poder y apenas preocupaban a nadie. Se dice que, en el vagón sellado con plomo que lo trasladó de Theresienstadt a Auschwitz, Rosen no paraba de cantar: "Siempre hay de quien reírse en todo lugar / siempre hay quien bromea en todo lugar, / alguien destinado a representar al bufón...". No hay risa más trágica que la risa forzada del payaso. El bufón percibe matices que de otro modo pasarían inadvertidos. En su excelente La risa nos hará libres: cómicos en los campos nazis, Antonella Ottai relata, entre muchos otros, un sketch del "conferenciante" Franz Engel, asesinado después como tantos otros cómicos judíos.

Como siempre, voy al barbero hacia mediodía. Veo a un hombre salir catapultado por la puerta. No me lo explico. Le pregunto a mi barbero: "¿Qué ocurre? ¿Por qué ha echado a ese señor?". Me dice: "Fíjese bien". El tipo entra en mi local y suelta: "¡Aféiteme!". ¿No podía decir, como todo el mundo: "¿Tendría la amabilidad de afeitarme?". De pronto exclama: "¡Qué peste!". "Disculpe —le digo—, creo que se equivoca, pero ¿a qué se supone que huele?" Saco la navaja y empiezo a afeitarlo. Y él: "Sigue apestando". Empiezo a estar un poco mosqueado. Digo: "Le informo, señor, de que mi local se desinfecta cada día, realmente no sé qué puede apestar". Sigo afeitando, y él: "Sin embargo, apesta". Entonces me enfado y le digo: "¿A qué va a apestar? ¿No será usted el que huele mal?". Y me responde: "Ya sé a qué huele. Probablemente apesta a los judíos que han pasado por aquí". Ah, no, ahora sí que exploto. Mire lo que le he dicho: "Tenga cuidado con lo que dice, señor, porque entre mi clientela hay judíos de primera clase, gente respetable, honrados hombres de negocios... El que ofende a un judío me ofende a mí". Me contesta: "Supongo que usted también es judío". ¿Se da cuenta de lo que se ha atrevido a llamarme? En un instante estaba abofeteado y en la calle. ¡A mí nadie me ofende así!

Los nazis no inventaron el antisemitismo. Solo lo llevaron a las últimas consecuencias. Ya estaba muy extendido, profundamente enraizado en el alma nacional, en la cultura popular y también en numerosos ámbitos de la alta cultura. Desde la Edad Media los judíos habían sido acusados reiteradamente de llevar a cabo matanzas rituales, de desangrar a niños para aderezar el pan ácimo de Pascua, de vampirismo y de perversión sexual. Sin embargo, Alemania era el país que más había integrado a los judíos en su cultura. Peter Gay recuerda en sus memorias, My German Question, una violenta discusión que mantuvo en la Universidad de Columbia con su colega Franz Neumann. Este, judío y alemán como él, se había exiliado de Alemania en 1933. Su Behemoth se convertiría en el texto de referencia sobre el sistema nazi para generaciones de investigadores. Gay cuenta que se peleó con él porque insistía en defender la absurda tesis de que, antes del ascenso de los nazis, Alemania era el pueblo menos antisemita de Europa. Pero que más adelante, recapacitando, le asaltó la duda de si Neumann estaba en lo cierto.

En Europa, los alemanes eran superados en celo antisemita por los franceses. En rencor, por los polacos. 'Pogrom' es un término ruso

En Europa, los alemanes eran superados en celo antisemita por los franceses. En rencor, por los polacos. Pogrom es un término ruso. En Rusia nunca se tomaron a la ligera los prejuicios populares contra los judíos: la Policía zarista ideó los Los protocolos de los sabios de Sion, y ese espíritu se extiende hasta los tiempos de Solzhenitsyn. La paranoia antisemita de Stalin llegó al paroxismo en la posguerra: es probable que estuviera plenamente convencido de que los médicos judíos estaban confabulados para asesinarlo. Y para el bombardeo de propaganda sobre la conspiración judía mundial, Hitler encontró en Estados Unidos a un maestro aún más fanático si cabe: el magnate del automóvil Henry Ford, autor de El judío internacional. Así las cosas, ¿había realmente algo que predispusiera a Alemania más que a otros países al exterminio?

Contra las élites y contra los desesperados

¿De dónde salía ese odio a los judíos? Entre las numerosas explicaciones posibles hay una que de entrada resulta extraña: la envidia. Es la que propuso en 1933 Siegfried Lichtenstaedter, un alto funcionario bávaro retirado, judío y a la vez alemán hasta la médula. En sus ratos libres escribía novelas en las que abundan las profecías. Acierta a menudo, y volveremos sobre él más adelante. Afirma que el resentimiento de los antisemitas nace de la envidia. Envidian a los judíos porque son cultos, ricos, exitosos, más felices que ellos. La envidia es una razón suficiente para odiar. Al envidioso puede carcomerlo el rencor, pero nunca admitirá que en el fondo desearía parecerse al otro. Muy al contrario, lo denigra, asegura que le repugna, lo tilda de ladrón, canalla, inmoral, estafador, astuto si tiene éxito, parásito si no lo tiene, despreciable en cualquier caso. Niega querer llegar a ser como él. Solo sentirá una impagable satisfacción si el otro cae en desgracia, si pierde lo que el envidioso considera ventajas y privilegios. En alemán existe incluso un término específico para designar el disfrute, la alegría por la infelicidad ajena: Schadenfreude.

En alemán existe incluso un término específico para designar el disfrute, la alegría por la infelicidad ajena: 'Schadenfreude'

Otra posible explicación es que el resentimiento hacia los judíos respondiera a lo contrario, ya que muchos de ellos —en especial los inmigrantes— se situaban en el último eslabón de la escala social, pobres entre los pobres, ignorantes, en suma, "feos, sucios y malos". De hecho, estas dos interpretaciones distan de ser contradictorias. A uno pueden molestarlo los que están peor, puede odiarlos, y al tiempo envidiar, detestar a los que están mejor que él. Ambas opciones son complementarias, se dan la mano. Lo vemos cada día: quienes más abominan de los inmigrantes, de los llegados de Oriente Medio, Afganistán, África o Sudamérica, son también quienes más repudian a las élites, a las que acusan de ignorar el malestar "del pueblo", del hombre corriente, de los "que se quedan atrás", e incluso de medrar con ese sufrimiento.

En este momento oigo a nuestro ministro del Interior declarar en televisión que los que se apiadan de los inmigrantes, de los refugiados, de los náufragos abandonados en los barcos que los han rescatado, deberían preocuparse más por las necesidades de los italianos con dificultades. Los que sufren han sido abandonados, mientras que los inmigrantes son alojados en "hoteles de tres estrellas", gozan de prioridad absoluta para las ayudas, esgrime a continuación. Estallan los aplausos. Este sí que habla como el pueblo que lo vota. Los italianos primero, America First, les français d’abord. Lo que se oía en 1933. En su minuciosa revisión de los horrores de ese año, publicada póstumamente, acabada la guerra, con el título La tercera noche de Walpurgis (en referencia al descenso al infierno del Fausto de Goethe), Karl Kraus recuerda un episodio que presenció en Berlín y que le reveló "la raíz del problema", le hizo "intuir lo que es tan difícil de verbalizar". Una vendedora de periódicos anunciaba a voz en cuello un titular: "¿Por qué el judío gana más y más rápido que nosotros?".

placeholder El banco está marcado como 'Nur Fur Juden' (Sólo para judíos). (Keystone/Hulton Archive/Getty Images)
El banco está marcado como 'Nur Fur Juden' (Sólo para judíos). (Keystone/Hulton Archive/Getty Images)

La eterna cuestión, que todos seguimos planteándonos, es: ¿por qué tanto odio? Se trata sin duda de la gran pregunta, como afirma el historiador y periodista alemán Götz Aly, que buscó respuestas en ¿Por qué los alemanes? ¿Por qué los judíos?: Las causas del holocausto.

Pero ¿quién los obligaba a hacerlo? ¿Qué se ganaba cultivando, exacerbando, situando en el centro mismo de la política, en el centro de todo, semejante odio a los judíos? ¿Qué sentido tenía? ¿No podrían haber hecho exactamente lo mismo sin arremeter con tal ferocidad contra ellos? Imponer una dictadura que reemplazaba la democracia de Weimar, eliminar toda oposición, incluidos los que hasta el día anterior habían sido aliados del Gobierno, emprender una política ultranacionalista, exaltar una "Alemania para los alemanes", consolidar la economía nacional, financiar el rearme, incluso librar una guerra de conquista: nada de todo esto requería incitar al odio a los judíos. ¿O tal vez sí?

Hay quien lo achaca a la psicosis de Hitler. Otros, al fanatismo de sus seguidores. Victor Klemperer, que lo sufrió en carne propia y consignó en su diario la escalada del odio también en el plano lingüístico (lo veremos en el capítulo 6), ofrece una respuesta muy sencilla: porque les convenía. Con su crueldad podían ganarlo todo y perder poco.

Una enorme ganancia, tan grande que me hace creer que el antisemitismo de los nazis no era una aplicación particular de su teoría racial general, sino que tomaron y desarrollaron la teoría racial general para proporcionar al antisemitismo un fundamento duradero y científico. El judío es la persona más importante en el Estado hitleriano: es el cabeza de turco, el chivo expiatorio por excelencia, el antagonista del pueblo, el común denominador más evidente, el paréntesis más adecuado para encerrar los diversos factores. Si el Führer hubiera logrado la ansiada exterminación de los judíos, debería haber inventado otros, porque sin el diablo judío —"Quien no conoce al judío no conoce al diablo", ponía en los tablones de anuncios del Stürmer—, sin el sombrío judío no podía brillar la imagen del alemán del norte. Por otro lado, al Führer no le habría costado encontrar nuevos judíos, teniendo en cuenta que diversos autores nazis consideraban a los ingleses descendientes de una tribu bíblica perdida...

El razonamiento cuadra perfectamente, casi como una ecuación algebraica, si sustituimos el término "judío" por "extranjero" o, peor aún, por el más despectivo "inmigrante".

La propaganda nazi no se limitaba a fomentar el antisemitismo: también arremetía contra las "influencias internacionales venenosas y pestilentes", contra la "telaraña internacional de las finanzas", contra los organismos económicos mundiales que pretendían imponer "la miseria" en Alemania con la excusa de la deuda, y, por supuesto, contra la "amenaza bolchevique" y el "terror comunista".

No hace falta ser nazi para sembrar el odio y atacar a los inmigrantes. Basta con que eso atraiga votos

Sin embargo, en el germen de todo, en el papel de bisagra del gran complot internacional contra Alemania, seguían estando los judíos. Entre 1930 y 1933, el antisemitismo constituyó para los nazis "la columna vertebral emocional". Hitler, como señala Götz Aly, "tañía la cuerda de la raza casi de pasada, como una nota amortiguada y repetida en el bajo continuo de las arengas". Y con eso "bastaba" porque era lo que la gente quería oír. Como muestra cita un recuerdo familiar. Su tío August, que en esa época estudiaba en Múnich, fue a escuchar un parlamento de Hitler y observó que "hablaba sin mostrar rencor, con tanta prudencia que era el público el que aderezaba el discurso con las consabidas exclamaciones "judíos", "traidores", "canallas". En fin, "orador y público hacían del antisemitismo un espectáculo interactivo". Tan interactivo como las redes sociales.

Al convertir el antisemitismo en su principal razón de ser, los nazis ampliaron sus bases de apoyo, pues apelaban a algo muy extendido entre la opinión pública. Valerse de los prejuicios y la histeria colectiva que habían provocado no era una posibilidad, sino una obligación. Como el aprendiz de brujo, ya no podían dominar las fuerzas infernales que habían conjurado y exacerbado, ni siquiera si hubieran deseado rechazarlas. Porque se habían afianzado precisamente sobre esa exacerbación, habían cobrado una parte sustancial de sus dividendos electorales. Pero me doy cuenta de que estoy condicionado por la actualidad. No hace falta ser nazi para sembrar el odio y atacar a los inmigrantes. Basta con que eso atraiga votos.

*Siegmund Ginzberg (Estambul, 1948) es un periodista que trabajó durante años como corresponsal para el periódico italiano L'Unitá. En 'Síndrome 1933' (Ediciones Gatopardo) analiza hechos que ocurrieron en 1933 y que, según él, se parecen desafortunadamente a algunos que estamos viviendo hoy en día.

Venían del Este. Huían de las guerras, las matanzas y la pobreza. En las fantasías alimentadas por la prensa eran ladrones, asesinos y violadores. Una de las primeras medidas del nuevo Gobierno fue un "Decreto de Inmigración" que impedía la llegada de más judíos. Los nazis no tenían reparos en pasar por «malos». De hecho, era importante para ellos. Sobre todo porque el odio a los inmigrantes iba de la mano del odio a las élites.

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