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Éfeso, la mítica ciudad grecolatina que hoy solo habitan los gatos, los perros (y los turistas)
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en la costa turca del Egeo

Éfeso, la mítica ciudad grecolatina que hoy solo habitan los gatos, los perros (y los turistas)

Fundada hacia el IX a.C, por allí pasaron las grandes civilizaciones de Grecia y Roma. La Biblioteca de Celso brilla con todo su esplendor mientras se escuchan maullidos y arrullos

Foto: Los gatos son los grandes habitantes hoy en Éfeso. (Paula Corroto)
Los gatos son los grandes habitantes hoy en Éfeso. (Paula Corroto)

En la mítica ciudad de Éfeso ya solo se escuchan los sigilosos pasos de los gatos, los lametazos de los perros derrumbados bajo la sombra de las columnas y los clicks de los móviles de los turistas. Hace ya mucho tiempo que desapareció el estruendo de sus habitantes, ya fueran los primerizos jonios allá por el IX a.C, o los lidios, los persas, los helenos, los romanos y los últimos turcos. El ciudadano más famoso ya no es el filósofo Heráclito, quien naciera aquí hacia el 535 aC, ni tampoco Pablo de Tarso, que predicó aquí el cristianismo en el I dC, sino Garfield, un gato que tiene su propia página en Instagram, más el resto de sus congéneres que se arrullan contra las ruinas mientras los demás les miramos embobados intentando robarles su mejor imagen.

Y, sin embargo, mientras baja el sol y golpean los rayos finales del día en la fachada de la Biblioteca de Celso y en el ágora comercial, todavía entre los pedazos que se mantienen en pie se puede palpar la magia de esas ciudades por las que pasó la Historia. Porque por ciudades como Éfeso, en la costa del Egeo de la actual Turquía, esa costa por la que aún despuntan las ruinas de Troya, Pérgamo, Esmirna, Mileto o Halicarnaso, frente a Cos o Rodas, ciudades griegas y después del imperio romano, estamos aún aquí.

La entrada por la puerta de Magnesia —daba nombre a la ciudad vecina y de la cual también queda un pequeño yacimiento— aboca directamente a los restos del Gimnasio (o colegio, aunque era donde fundamentalmente hacían deporte los chicos). Allí, como en cada una de las puertas de la ciudad —había cinco en total—, también había unos baños públicos que invitaban a todo aquel que llegara a lavarse. A Éfeso había que entrar limpio.

placeholder La vía hacia la Biblioteca de Celso. A la derecha, un gato. (Paula Corroto)
La vía hacia la Biblioteca de Celso. A la derecha, un gato. (Paula Corroto)

Ya aseado se llegaba al Ágora sagrada, de la cual ahora quedan solo algunas columnas y desgraciadamente a veces se utiliza para cenas con catering que le quitan bastante magia al lugar. Ya no quedan las escaleras por las cuales había que bajar para llegar —es algo curioso porque habitualmente a los templos se sube— y cuya misión era que pararas el paso y, de alguna manera, te postrases ante los dioses.

Al traspasar el recinto sagrado y el pequeño parlamento —poder religioso y poder político— donde, por cierto, para ser elegido representante tenías que obtener 5.000 votos —en la ciudad en su época de mayor esplendor llegó a haber 250.000 ciudadanos: otro vestigio de estas protodemocracias que nos han llevado donde estamos hoy— observamos lo que queda del templo en honor al emperador Domiciano, que tiene una historia curiosa en la evolución de Éfeso y sus dioses.

Artemisa y Alejandro Magno

Muchos siglos antes de los romanos y que incluso los griegos, la veneración en esta ciudad era a la diosa Cibeles, de la que por cierto se pueden ver varias estatuas en el Museo que recoge muchas de las figuras que adornaron Éfeso a lo largo de toda su historia y que se encuentra en una de las salidas del yacimiento. Es un museo que merece mucho la pena. Cibeles era la Diosa madre cuyo nombre cambió al de Artemisa ya en el VIII a.C. Así, esta diosa se convirtió en la gran salvadora de los efesios con esas esculturas que nos legaron en las que se la puede ver con múltiples pechos. La adoración de la fertilidad, siempre presente en los dioses paganos: servía para todo, tanto para las cosechas como para la población.

placeholder Cae el sol en la Biblioteca de Celso, la tercera más grande del imperio romano después de Alejandría y Pérgamo. (Paula Corroto)
Cae el sol en la Biblioteca de Celso, la tercera más grande del imperio romano después de Alejandría y Pérgamo. (Paula Corroto)

En honor a Artemisa se construyó un enorme templo que pasó por todo tipo de etapas. Fue destruido por terremotos, fue quemado en el año 356 a.C por un tipo llamado Eróstrato que dicen los estudiosos que lo hizo por pasar a la historia: lo consiguió. Fue, además, y aquí están esas carambolas históricas, la misma noche en la que nació Alejandro Magno, otro personaje que años después pasaría por Éfeso —en realidad, por dónde no pasó el conquistador— y que quiso pagar la reconstrucción del templo de su bolsillo. Los efesios se negaron manifestando que no estaba bien que un Dios le construyera un templo a otro Dios. Bien jugado ahí, porque así fue como siguió siendo el templo de Artemisa y no el de Alejandro Magno. Estaría en pie siglos, se le consideraría una de las Maravillas del Mundo. Sería arrasado tiempo después, en el año 262 d.C por los godos y ya no volvería a recuperar su esplendor. Hoy apenas quedan un par de columnas de las 120 que llegó a tener y solo se puede recrear en la mente el poder de una divinidad que mantendría agrupados a sus habitantes durante siglos.

Pero volvamos a Domiciano, un emperador romano del que en el museo persiste una enorme escultura —era la época del gigantismo— en la que se pueden apreciar ciertos rasgos de alguna enfermedad mental. Le tocó gobernar en una época en la Éfeso vivía sus mejores años, cuando ya había pasado la época helenística con los griegos y era completamente romana. Por aquí habían pasado todas las autoridades importantes, hasta Marco Antonio y Cleopatra hicieron una entrada triunfal, la ciudad tenía un teatro importantísimo del que quedan unas ruinas espectaculares y el dinero fluía por las calles. Había riqueza, casas burguesas imponentes. Era una ciudad comercial, estaba en una zona privilegiada. Por aquí se pasaba para ir a Roma, pero también para el resto de ciudades del Egeo y hacia Asia Central.

Y Domiciano, que no ha pasado a la historia por ser el emperador más listo ni el más amable con su pueblo, quiso tener allí un templo. Esta vez los efesios no anduvieron tan rápidos como con Alejandro Magno y lo construyeron. Hoy no queda mucho de aquello. Mala suerte para el tirano.

La Biblioteca al atardecer

En esta época de esplendor, cuando si cierras los ojos te puedes imaginar a la muchedumbre deambulando por las calles, es cuando se construyó el que sigue siendo hoy el edificio más emblemático de todo lo que queda: la Biblioteca de Celso. Estaba al lado del Ágora comercial y, en realidad, tampoco era tan grande si se ve en su conjunto, pero hoy sí impone, ya que es la única gran fachada que queda en toda la ciudad. Por ella se cuelan los gatos y a sus sombras se adormecen los perros mientras todos los demás buscamos un hueco para la foto.

Fue edificada entre los años 114-120 d.C y llegó a tener 12.000 volúmenes. Abruma pensar en ello. Era la tercera más grande del imperio, después de la Alejandría y la de Pérgamo, y se orientó hacia el Este para que la luz favoreciera a los lectores. Todavía hoy, aunque no se pueda disfrutar ni del interior ni de sus libros, es una maravilla verla al atardecer. Se construyó con ladrillo, hormigón y mortero y se hizo en honor al senador y cónsul Tiberio Julio Celso Polemeano, que había sido procónsul en Asia cuya capital era Éfeso, y que fue quien la pagó. Luego también estuvo siglos allí enterrado. En la actualidad, parte de sus estatuas están en el Museo de Historia del Arte de Viena, ya que fue el Instituto Arqueológico Austriaco quien se encargó de la rehabilitación en el siglo XIX. Pero esta es otra historia, como la del altar de Pérgamo, que acabó en Berlín por acuerdos entre el sultán otomano y los alemanes que habían excavado aquella ciudad. Acuerdos que hoy son los que están removiendo todo el debate museístico. Pero eso dejémoslo ahora.

placeholder Los perros se derrumban junto a las columnas que quedan de los templos. (P.C)
Los perros se derrumban junto a las columnas que quedan de los templos. (P.C)

La Biblioteca se mantuvo en pie hasta que fue arrasada en el año 262 (como el templo de Artemisa) por los godos. Fue en este siglo III cuando la ciudad entraría en decadencia. Los romanos ya no eran lo que eran. Incluso su religión había saltado por los aires. Precisamente por Éfeso pasaron en su predicación Pablo de Tarso y el apóstol Juan en el siglo I d.C. No les quedaba muy lejos de Jerusalén. Fueron quienes empezaron a hablar a la población del cristianismo en esas calles que todavía estaban llenas de dioses paganos. Pablo acabó en la cárcel. Siglo y medio después era la religión dominante en todo el imperio.

Así es la historia. Éfeso está marcada por todos los pueblos que vivieron en la actual Turquía y por las grandes civilizaciones de Grecia, Roma y posteriormente la época bizantina. Queda esa gran calle que llevaba al mar. No queda el mar, porque aquello se drenó, se enfangó y desapareció. No hay barquitos ya. Pero sí permanecen las ruinas imponentes —y están bien cuidadas: asunto que interesa al país, ya que quiere fomentar el turismo cultural— que nos dicen quiénes fuimos: cómo creamos los colegios, los lugares sagrados, el parlamento, el mercado, la biblioteca (el saber, la educación), el teatro (la cultura), las casas de los ricos (y de los pobres, de las que no hay ni restos). Lo que fuimos es lo que somos (o deberíamos seguir siendo). Y ahí están también esos perretes y gatetes para recordárnoslo.

En la mítica ciudad de Éfeso ya solo se escuchan los sigilosos pasos de los gatos, los lametazos de los perros derrumbados bajo la sombra de las columnas y los clicks de los móviles de los turistas. Hace ya mucho tiempo que desapareció el estruendo de sus habitantes, ya fueran los primerizos jonios allá por el IX a.C, o los lidios, los persas, los helenos, los romanos y los últimos turcos. El ciudadano más famoso ya no es el filósofo Heráclito, quien naciera aquí hacia el 535 aC, ni tampoco Pablo de Tarso, que predicó aquí el cristianismo en el I dC, sino Garfield, un gato que tiene su propia página en Instagram, más el resto de sus congéneres que se arrullan contra las ruinas mientras los demás les miramos embobados intentando robarles su mejor imagen.

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