El doctor que reconstruía los rostros destrozados por la metralla durante la I Guerra Mundial
La historiadora médica Lindsey Fitzharris relata en 'El reconstructor de caras' (Capitán Swing) la apasionante biografía del visionario médico Harold Gillies, un pionero de la cirugía plástica. Publicamos un extracto
Narices arrancadas, mandíbulas hechas añicos, lenguas descuajadas y globos oculares reventados. Esas fueron algunas de las terribles heridas que durante la I Guerra Mundial ocasionaban los pedazos ardientes de metralla, muchas veces cubiertos de fango repleto de bacterias, que perforaban la carne de los soldados. Los cuerpos eran vapuleados, agujereados y despedazados, pero las heridas de la cara podían ser especialmente traumáticas. En
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Al contar con recursos limitados, Gillies se veía sometido a una intensa presión para buscar la mejor forma de reconstruir el rostro de la multitud de hombres que llegaban a su puerta cada día. En aquella terrible época, lo que permitió que su moral no decayese fue la fe que sus pacientes depositaban en él: "Sin ella estaba perdido", escribió.
Gillies solo podía recurrir a su imaginación para visualizar aquellas complejas intervenciones quirúrgicas, y era habitual verlo haciendo bocetos apresurados en sobres cuando se le ocurría alguna idea. El gran número de pacientes que inundaba el Cambridge Military Hospital también le daba la oportunidad de poner a prueba diferentes técnicas. Echando la vista atrás hacia aquellos días en Aldershot, recordaba: "Estábamos todo el tiempo buscando a tientas nuevos métodos y nuevos resultados. [...] Mi personal y yo nos sentíamos siempre a prueba".
El silencio sepulcral que reinaba en los dominios de Gillies acentuaba esa sensación. La enfermera Black se refería a la unidad como "esa sala silenciosa en la que solo uno de cada diez pacientes conseguía balbucear palabras sueltas a través de las mandíbulas despedazadas". Pero peor que aquel silencio mortuorio era el esporádico grito de agonía de un paciente. Gillies se preguntaba si algunos no morirían por tener el alma destrozada como consecuencia de las lóbregas secuelas de la ofensiva del Somme.
Cuando empezó a trabajar en el Cambridge Military Hospital, Gillies prohibió que hubiera espejos en las salas. Esa prohibición no solo servía para evitar a los recién llegados la conmoción de ver sus heridas por primera vez, sino también para que los que estaban en mitad de largas cirugías reconstructivas no se vieran la cara antes de que terminara el trabajo. El capitán J. G. H. Holtzapffel recordaba su reacción al verse la nariz poco después de la primera operación: "Cuando tuve la ocasión de mirarme al espejo, me llevé un sobresalto, pues mi nueva y hermosa nariz parecía más una rodaja de pepino que me hubieran pegado en medio de la cara". Gillies comprendió cómo podía afectar esto a la fuerza de voluntad de alguien para continuar con la reconstrucción: "Si nuestros planes plásticos salían mal, un paciente sin mucha entereza podía caer en el delirio". Se dio cuenta de que solo los que se habían quedado ciegos en combate mantenían el ánimo mientras les reconstruían la cara.
"Si nuestros planes salían mal, un paciente sin mucha entereza podía caer en el delirio"
Evitar que los hombres vieran su reflejo no siempre resultó sencillo. Para proteger la identidad de un soldado que llegó a Aldershot poco después de comenzar la ofensiva del Somme, la enfermera Black se refería a él en sus notas como "cabo X". Como tantos otros hombres que llegaron al Cambridge Military Hospital, seguía cubierto de barro de las trincheras y tenía media cara destrozada por la metralla.
En los primeros días, el cabo X perdía y recobraba el conocimiento mientras se le extendía la infección de las heridas. Nadie creía que el joven pudiera salir adelante, ni siquiera el propio Gillies. Pero el soldado se recuperó, gracias en parte a los cuidados de la propia Black (entre ellos, darle de comer todo el tiempo).
Aunque las heridas de la cara eran graves, el cabo X no perdió el habla y no tardó en recordar a su prometida Molly.
El cabo X había conocido a Molly en clase de baile y estaba enamorado de ella desde niño. A los dieciocho años fue a la facultad de Derecho y, nada más terminar los estudios, volvió a casa para montar su propio bufete. Fueron años de duro trabajo con un único objetivo: conseguir una buena clientela antes de pedirle la mano. Temía que lo rechazara porque, aunque el negocio prosperaba, los padres de Molly eran unos ricos terratenientes y se oponían abiertamente al enlace. Sin embargo, ella estaba tan enamorada como él y aceptó encantada la propuesta a pesar de las objeciones de la familia.
Cuando estalló la guerra, él no tardó en alistarse como voluntario, una decisión que los padres de Molly no vieron con buenos ojos, ya que consideraban que debía esperar a que lo nombraran oficial. Molly respaldó la decisión de su amado y todas las semanas le escribía cartas con los sueños y planes para su regreso. Esas palabras lo animaron en los momentos más oscuros; el peor de todos, la larga recuperación después de que unos trozos de metal al rojo vivo le destrozaran la cara.
"No quiero que venga hasta que me quiten parte de estos horrendos vendajes —le dijo un día a Black mientras le curaba las heridas—. Se llevaría un susto de muerte si me viera aquí tirado como una momia". El cabo X, que no se había visto desde antes de caer herido, se aferraba a la esperanza de que la desfiguración fuera leve.
El día en que por fin le quitaron las vendas, su madre estaba de visita. "Se puso blanca como la cal —recordaba Black—. Por un momento pensé que se iba a desmayar, pero ni la más mínima expresión de su rostro ni su voz la delataron". Mientras Black retiraba con delicadeza el vendaje, la madre del cabo siguió charlando como si tal cosa, a pesar de que el hombre que tenía delante apenas se parecía en nada al apuesto hijo que recordaba. Esa misma noche, el joven llamó a Black para pedirle que colocara unos biombos alrededor de la cama. Mientras lo hacía, le llamó la atención el brillo de un vaso de afeitar que colgaba del taquillero. Para su disgusto, se dio cuenta de que el cabo X se había visto la cara. "Toda enfermera aprende que hay momentos en los que es mejor dejar solo a un paciente, porque la lástima solo serviría para empeorar las cosas".
El cabo X se hundió en el más profundo abatimiento. Fue como si el futuro que había imaginado muriera con la imagen de su reflejo. Tenía interiorizada la repulsión de la sociedad ante la visión de un rostro desfigurado y la volvió contra sí mismo. Con aquel aspecto no se sentía digno de ser amado. De hecho, es probable que la prohibición de usar espejos lo convenciera aún más de lo detestable que era su rostro. Según Black, "aquella noche debió de librar su particular batalla". A la mañana siguiente, le pidió que le enviara una carta a Molly. Cuando volvió a la sala, le dijo al joven: "Ahora que se ha recuperado, podría visitarlo. ¿Por qué no deja que venga?".
Apenado, el cabo X dijo con un hilo de voz: "Ya no va a venir". En aquella carta le decía a Molly que había conocido a una mujer en París y que no quería seguir comprometido con ella. "No sería justo que una chica como Molly estuviera atada a un despojo como yo —le dijo a Black—. No permitiré que se sacrifique por lástima. De esta forma, nunca lo sabrá".
Black quedó consternada por cómo habían sucedido las cosas. Se lamentaba de que "Gillies hizo todo lo humanamente posible, pero no obraba milagros". Los mismos cánones de belleza que hacían necesario el trabajo de Gillies también convertían en "fracasos" (incluso para ellos mismos) a los pacientes que no los alcanzaban con lo que la cirugía podía ofrecer. En aquellos primeros tiempos, Gillies aún estaba aprendiendo (y en gran medida, inventando) su oficio, y lo hacía a partir de los casos más difíciles que se pueda imaginar. Era inevitable que hubiera un gran número de resultados desafortunados.
Arbuthnot Lane consideraba que "no había nada más doloroso que la sensación de soledad" que emanaba de esos hombres. En el caso del cabo X, no se equivocaba. Cuando recibió el alta del Cambridge Military Hospital, el joven volvió a casa y decidió recluirse de por vida.
Narices arrancadas, mandíbulas hechas añicos, lenguas descuajadas y globos oculares reventados. Esas fueron algunas de las terribles heridas que durante la I Guerra Mundial ocasionaban los pedazos ardientes de metralla, muchas veces cubiertos de fango repleto de bacterias, que perforaban la carne de los soldados. Los cuerpos eran vapuleados, agujereados y despedazados, pero las heridas de la cara podían ser especialmente traumáticas. En
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