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Van con la chorra fuera
Veo urgente recuperar la modestia, la inocencia, la humildad, el recato; la dignidad. No solo reivindico el pudor en las relaciones sociales o la gestión política, sino que también abogo por recuperarlo en su relación con la sexualidad
Con 18 años recién cumplidos me fui de Interrail con mi mejor amiga. De las decenas de anécdotas que atesoramos hay una especialmente ilustrativa. Estando en un vagón del metro de París, se nos acercó un señor que, abriendo su gabardina, nos dejó ver que iba con la chorra fuera. Yo, perpleja, solo podía pensar en las razones que podrían llevar a una persona a mostrar gratuitamente sus vergüenzas, y más unas como aquellas: negruzcas, minúsculas, chuchurrías —disculpen el body shaming—. Mi acompañante, más resuelta y pragmática, tuvo buenos reflejos y al instante comenzó a reírse, haciéndole saber, en perfecto francés, que a pesar de nuestra inexperiencia entendíamos que aquello era ridículamente exiguo. Inmediatamente, le cambió la cara y, preso de todo el apocamiento que no había manifestado previamente, se cubrió.
La impudicia y la sinvergonzonería se acumulan en los partes diarios de la actualidad sociopolítica española: el caso Delcy y sus infinitas versiones, "los hechos alternativos" de la ministra Alegría, la imputación del fiscal general del Estado y sus bochornosas declaraciones en televisión, los negocios y cátedras regaladas a Begoña, el decretazo de RTVE, las tramas de Koldo y Aldama, Zapatero negociando con Puigdemont o los vistos buenos del número uno. Mención especial merece la gestualidad histriónica y chabacana de Montero y sus facultades adivinatorias, o lo de equivocarse de chat de WhatsApp —tierra, tráganos—. Lo del deterioro institucional sin precedentes es lo de menos, es que no hay forma de gestionar sin sonrojo paralizante semejante concatenación de descaros y falta de escrúpulos. ¡Vergüenza, vergüenza, vergüenza! ¡No se puede, no se puede, no se puede!, que diría nuestra actual ministra de Igualdad. Ah, no, que aquí los únicos que nos abochornan son los de la turbo-mega-ultraderecha, perdón.
El caso es que no les ruboriza, no hay disimulo; van también con la chorra fuera. Ahora, mientras las vergüenzas que se airean —literalmente— son las de Errejón —you too— tendrán una tregua, pero ¿seguro que nadie supo nada todos estos años? Parece que Ábalos, encarnación del estereotipo tóxico, machista y putero, no es la única víctima del heteropatriarcado y las contradicciones vitales. A ver si estos emperadorcillos iban desnudos todo el tiempo y solo ahora vemos que nos estuvieron restregando la chorra por la cara en plena pandemia. Si finalmente se consigue desencriptar y se confirma la existencia de ese material "personalísimo" confío en que quede en el ámbito privado, pero me temo que lo que va a asomar por allí no es precisamente un pajarito.
Escribió Aristóteles en el Protréptico que no se le entrega el poder a los viles, como no se le da a un niño un cuchillo, que "la saciedad cría insolencia, y la incultura con poder, insensatez". Ábalos, tan insolente como impúdico, tuvo la desfachatez de plantificarse en un acto académico oficial de la Complutense para acompañar a Jessica, obligando a modificar el protocolo, forzando a asistir el rector y que no pudieran hacerlo otros familiares. Me contó la anécdota Juan Manuel de Prada, que defiende que este gesto demuestra, en cambio, su humanidad: Ábalos estaba enamorado. Ella era su "pareja sentimental" —aunque a las relaciones crematísticas se le suelen dar otros nombres, más cuando uno está casado con otra persona—.
Vaya por delante que no creo que Ábalos tenga que dar explicaciones públicas de sus lujurias privadas, ni siquiera si fueron fruto de un acuerdo lucrativo. Tampoco, aunque hubiera una supuesta situación de poder desigual, habría que cuestionar el consentimiento, como pretenden las abolicionistas. Seamos adultos. Abogaba Savater a este respecto que "reconocer la dignidad humana es aceptar la libertad del otro y su disponibilidad para encaminar su vida como prefiera, siempre que no perjudique a terceros". De hecho, las mujeres somos mucho más poderosas de lo que nos quieren hacer creer, y yo cuestiono quién somete a quién en este tipo de relaciones. Me identifico con ese feminismo prosexual —que incluye la pornografía y la prostitución— fruto de la libertad individual que defiende Camille Paglia. Ahora bien, es necesario conocer si todo esto se ha pagado mediante el crowdfunding involuntario de nuestros impuestos —léase, corrupción—.
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Que yo defienda la libertad de otros para hacer lo que les venga en gana no implica que comparta esos valores ni exime del juicio moral, obviamente. Así que, para compensar, me van a permitir en este punto hacer una férrea defensa del pudor, el auténtico propósito de este texto. Veo urgente recuperar la modestia, la inocencia, la humildad, el recato; la dignidad. No solo estoy reivindicando el pudor en las relaciones sociales o la gestión política, sino que también abogo por recuperarlo en su relación original con la sexualidad —no nos merecemos otra temporada de Marta Flich en Naked Attraction—.
Redescubrir el pudor como virtud puede ser la clave para recuperar la decencia, esa que puede interpretarse en la filosofía de Unamuno como una manifestación de la lucha por mantener la dignidad frente a la tragedia de la existencia; es una forma de resistencia ética y espiritual. Ser pudoroso no significa ser estrecho ni remilgado ni mojigato; el pudor puede ser una forma de proteger nuestra intimidad, nuestra vulnerabilidad. En este sentido, afirmaba Aristóteles que el pudor está más cerca de ser una emoción que una disposición adquirida: "Se define, pues, como un miedo de dar de sí una mala opinión". El principal autocuidado, vaya. Un mínimo sentido del decoro fortalece la coherencia entre "el personaje y la persona".
Tal y como afirma Wendy Shalit en su controvertido ensayo Retorno al pudor, este es una expresión del respeto por uno mismo y por los demás. Señores políticos, abracen el pudor o suelten el poder. Dejen de ir por ahí con la chorra al aire y la cara descubierta. O lo uno o lo otro. Ya hemos visto que la tienen muy pequeña. Y aunque creo que está claro a lo que me refiero —como Lola Flores con su bata de cola—, no dejaré lugar a la duda: la decencia. Cúbranse, por Dios.
Con 18 años recién cumplidos me fui de Interrail con mi mejor amiga. De las decenas de anécdotas que atesoramos hay una especialmente ilustrativa. Estando en un vagón del metro de París, se nos acercó un señor que, abriendo su gabardina, nos dejó ver que iba con la chorra fuera. Yo, perpleja, solo podía pensar en las razones que podrían llevar a una persona a mostrar gratuitamente sus vergüenzas, y más unas como aquellas: negruzcas, minúsculas, chuchurrías —disculpen el body shaming—. Mi acompañante, más resuelta y pragmática, tuvo buenos reflejos y al instante comenzó a reírse, haciéndole saber, en perfecto francés, que a pesar de nuestra inexperiencia entendíamos que aquello era ridículamente exiguo. Inmediatamente, le cambió la cara y, preso de todo el apocamiento que no había manifestado previamente, se cubrió.