No mencionarás a Hitler en vano (cómo debe ser una buena conversación)
El periodista y escritor Rubén Amón publica 'Tenemos que hablar' (Espasa), donde analiza los motivos que han llevado a que el arte y el placer de una buena conversación estén en crisis. Publicamos un fragmento del primer capítulo
Puede que el comienzo de este capítulo contradiga el propósito del título mismo. La mera idea de mencionar a Hitler —acabo de hacerlo— en el primer párrafo implica un asalto a las recomendaciones de utilizar —de no hacerlo— al Führer en vano. Incurro por la misma razón en un encabezamiento sensacionalista, aunque sea con el propósito de ahuyentar las imitaciones.
Ninguna conversación de enjundia debería acudir a Hitler, siempre y cuando no estemos charlando del nazismo y de analogías políticas o históricas con sentido. Aludir al Holocausto sin motivo anula el valor de cualquier propósito dialéctico de mínima o máxima expectativa. Y lo mismo puede decirse de otros maximalismos. Pedro Sánchez no es un dictador. Ni Pablo Iglesias es Stalin, por ejemplo, del mismo modo que las feministas más aguerridas tampoco son feminazis ni Santiago Abascal simboliza la reencarnación del caudillo. Quiere decirse que una conversación de altos vuelos o de vuelo rasante se malogra en cuanto cualquier interlocutor recurre a una boutade megalómana. Las comparaciones desproporcionadas sabotean una charla constructiva, invalidan cualquier intercambio de ideas o de criterios.
Lo percibió con claridad el abogado estadounidense Mike Godwin cuando acuñó a principio de los años noventa los matices de una ley cuya vigencia universal sigue resultando inequívoca: "A medida que una discusión en línea se alarga, la probabilidad de que aparezca una comparación en la que se mencione a Hitler o a los nazis tiende a uno".
"Mentar a Hilter equivale a reconocer que se ha perdido el debate. No es un comodín, sino un acto de capitulación"
Podría decirse que la alusión al nazismo describe tanto las conversaciones que se han dilatado en exceso como las que se resienten de frivolidad. Mentar a Hilter equivale a reconocer que se ha perdido el debate. No es un comodín, sino un acto de capitulación. Y no solo cuando las analogías descuidan toda proporcionalidad ("el metro está tan abarrotado que parece que vamos en vagones a Auschwitz"), sino también cuando la medida no es tan elocuente. ¿Un ejemplo? Al poco de iniciarse en 2022 la guerra de Ucrania, circuló viralmente una falsa portada de Time que retocaba la imagen de Putin con el bigote de Hitler. Y que enfatizaba la relación entre ambos a la sombra de un titular elocuente: "El retorno de la historia".
La repercusión de la portada fake no contradice la actualidad y el oportunismo de las analogías. ¿Es Putin como Hitler?
La mera pregunta sobrentiende la idoneidad del debate, pero conviene atajarlo en su mismo origen: no. La conclusión no relativiza la ferocidad del tirano ni su peligro geopolítico. Putin es un autócrata, un híbrido de zar y jerarca soviético, un supremacista eslavo, un sujeto glacial que cultiva el imperialismo y que ejerce la megalomanía y el mesianismo.
Putin encaja perfectamente en la familia de los tiranos. Y debe juzgársele como tal —tomándoselo muy en serio—, por mucho que resulte tentador considerarlo un epígono de Hitler a cuenta de su ferocidad expansionista y de sus operaciones militares. Putin aspira a un nuevo orden geopolítico y a la capitulación de las democracias occidentales, pero los argumentos que identifican su crueldad y su autoritarismo no implican conclusiones desorbitadas. Ni siquiera cuando está en juego el porvenir de las democracias abiertas. Bastante tenemos con que Putin sea Putin.
De ahí que el principio o la ley de Godwin debamos aceptarlos como una medida cautelar, un espacio preventivo. Podría haberlo tenido en cuenta Pedro Almodóvar cuando escribió un artículo en elDiario.es reclamando el voto para la izquierda en la vigilia de los comicios del 23 de julio de 2023: "Estamos votando la calidad de nuestra democracia, y debemos ser conscientes de que corremos el riesgo de que el resultado no sea digno de llamarse así, democracia. En 1933 Hitler llegó al poder utilizando las instituciones democráticas que después él mismo se encargaría de destruir. ¿Estoy exagerando? ¿Por mi boca habla el miedo y el desconcierto que siento en estos momentos? Ojalá sea eso y no que nuestra democracia está siendo seriamente amenazada".
Se desautorizaba a sí mismo el cineasta manchego, como se desautorizan quienes confunden a Sánchez con un dictador bolivariano o quienes piensan que Giorgia Meloni es la reencarnación de Mussolini. Por esa misma razón la ley de Godwin escarmienta el recurso de Hitler, pero también las analogías hiperbólicas y disparatadas. Convocarlas o evocarlas de manera frívola o imprudente conducen la buena conversación al hábitat de la toxicidad.
"Nos sirve como una herramienta para reconocer comparaciones engañosas con el nazismo, pero también para reconocer comparaciones que no lo son", escribía Godwin en un artículo publicado en Los Angeles Times. Matizaba así que la ley no pretende exonerar a Hitler del escrutinio, sino exponerlo precisamente a un "proceso" serio que no banalice las consecuencias ni las aberraciones del nazismo.
"El problema de mencionar a Hitler en vano no solo consiste en que desorbita una conversación, sino en que trivializa el infierno del Holocausto. Convierte la Shoah en un asunto menor"
Decimos, por ejemplo, que Hitler era vegetariano cuando ridiculizamos el movimiento animalista. Y convertimos, como Almodóvar, cualquier proceso electoral legítimo y garantista en la antesala de un genocidio. Quien quiera que diga "también Hitler llegó al poder por las urnas..." debería renunciar al uso de la palabra, precisamente por la precariedad de la argumentación.
El colega Guillermo Altares lo definía con acierto en las páginas de El País: "En el caso español, hemos batido todos los récords, porque se han llegado a lanzar las comparaciones antes de que ni siquiera empezasen las discusiones, por ejemplo con el término feminazis. No es que lo usen solo unos tipos lo suficientemente carentes de entendimiento para considerar que es una buena idea pintar un autobús con el rostro de Hitler y pasearlo por varias ciudades. Lo peor, en cualquier caso, es que ha pasado a convertirse casi en una expresión admitida, como si los que la utilizan ni siquiera fuesen conscientes de la barbaridad que representa".
El problema de mencionar a Hitler en vano, por tanto, no solo consiste en que desorbita una conversación, sino en que trivializa el infierno del Holocausto. Convierte la Shoah en un asunto menor. Y redunda en la banalización del genocidio hitleriano. La amnesia es un peligro que se advierte en la ignorancia de las nuevas generaciones. Y la frivolización de la memoria es un peligro todavía mayor.
¿Cómo debe plantearse una buena conversación entonces? Tan impresentable como incurrir en la ley de Godwin es entregarse a las amalgamas argumentales. O sea, mezclar las categorías, los conceptos, las materias en discusión con propósitos de sabotaje o por ignorancia. Si estamos hablando, por ejemplo, de cuestiones tan específicas y concretas como un partido de fútbol entre el Real y el Barça no tiene sentido restregarse otros clichés extemporáneos. Uno habla de la capacidad desbordante de Vinicius, el otro reacciona diciendo que el Madrid era el equipo de Franco.
"Tan impresentable como incurrir en la ley de Godwin es entregarse a las amalgamas argumentales. O sea, mezclar las categorías, los conceptos, las materias en discusión con propósitos de sabotaje o por ignorancia"
La amalgama es la especialidad del tertuliano radiofónico y televisivo. No solo como recurso de una conversación que no domina, sino como atajo para derivar la charla a un terreno de especialidad propia.
Pongamos por caso que el director de un programa sorprende a los colegas con el hallazgo de un planeta fuera del sistema solar. El tertuliano "amalgamador" dirá entonces que no está la nación para hablar del universo. Y que más nos convendría dedicarnos a las cosas del comer. Quizá porque está su propio pan en juego. O su ignorancia.
Pongamos que hablamos de la eutanasia. Y que esgrimimos argumentos a favor o en contra. Es un debate sensible y complejo, de forma que las amalgamas pueden funcionar como mecanismos evasivos. Se transita de lo concreto a lo general en una clara maniobra de escapismo.
"No sé dónde vamos a parar. Los gais pueden casarse, las personas pueden cambiar de género y de nombre, las chicas pueden abortar sin permiso de los padres... Y encima la eutanasia".
¿Cómo debe plantearse una conversación entonces? Cualquier expectativa de prosperidad requiere responsabilizarse del conocimiento propio —y de la ignorancia— así como tratar al interlocutor con respeto. Y no tendría sentido aludir a semejante obviedad si no fuera porque la tentación descalificadora está al acecho de cualquier charla relevante.
"De la inseguridad y el miedo a la diferencia nacen los fundamentalismos de todos los extremos, y se legitiman formas de intolerancia y violencia con quienes piensan distinto"
La pérdida de argumentos acostumbra a provocar el insulto o la alusión al defecto personal. Se llama la falacia ad hominem. Un procedimiento insidioso que desautoriza la posición del conversador no por lo que dice sino por lo que es. Se le restriega su religión, su situación económica, su militancia deportiva, su crisis personal, en lugar de rebatírsele con argumentos verosímiles o elaborados. Un ejemplo:
—Creo en un estado social. Me parece bien pagar impuestos. Y que el estado proteja a las personas más vulnerables.
—Y tú qué sabes de la pobreza, si eres rico.
El filósofo uruguayo Miguel Pastorino tiene bien observada la tendencia cultural al subjetivismo extremo. Encerrarse en uno mismo anulando todo lo que confronta los deseos y preferencias propios, crea una creciente incapacidad para el encuentro y la valoración de la diferencia. De la inseguridad y el miedo a la diferencia nacen los fundamentalismos de todos los extremos, y se legitiman así formas de intolerancia y violencia con quienes piensan distinto: "La capacidad para el diálogo requiere otras habilidades previas, como el respeto y el reconocimiento de los otros, la valoración de la diversidad de ideas, la disposición a aprender y a corregirse a uno mismo, la búsqueda sincera de la verdad y la honestidad intelectual. El verdadero diálogo rompe el círculo de los propios prejuicios y deja entrar la voz de los otros. Solo a través de un diálogo crítico y honesto, que busca la verdad y el encuentro con los otros, podemos crecer como personas y alcanzar madurez política y democrática. Solo en la valoración y comprensión de lo distinto, en la apertura al dinamismo de las ideas, es que podemos pensar libremente y escuchar realmente a los otros".
Ya hablaremos más adelante de la crispación de la sociedad, de la polarización, de la censura y de la autocensura, del deterioro de la conversación bajo la tiranía de la corrección, pero aquí y ahora se trata de exponer las condiciones que mejor la predisponen, el hábitat más propicio.
Empezando por el número de personas que mejor la favorecen. Una buena pista la encontramos en el entrañable libro que el escritor y periodista británico Thomas de Quincey (1785-1859) escribió sobre los últimos días de Emmanuel Kant. Se le conoce mejor por el título incendiario de un perturbador ensayo, Del asesinato considerado como una de las bellas artes, pero tuvo acceso a la agonía del gigantesco filósofo germano.
Y compartió sus consejos y su sabiduría. Incluido el ámbito en que Kant consideraba más propicio para la posibilidad de una buena conversación: no menos de tres personas y no más de nueve invitados.
La cifra tenía una justificación erudita. Tres son las gracias, nueve son las musas. Pero también una justificación práctica y conceptual. Pueden "charlar" dos personas en una isla como les ocurre a Crusoe y Viernes en la novela de Daniel Defoe, superando las limitaciones de la comprensión. Y pueden hacerlo diez o más en el vestuario de un equipo de fútbol, pero Kant nos advierte de las situaciones más propicias a la convivencia. Ni pocas personas ni demasiadas. Ni una partida de ajedrez ni una asamblea.
Los términos y números de la "alineación" no significan que todos los convocados a una charla tengan que hablar el mismo tiempo. La propia naturaleza o naturalidad de la conversación exterioriza el protagonismo de los protagonistas. Negativo cuando aparece el charlatán. Positivo, cuando comparece un tertuliano locuaz que ejerce el magnetismo.
Le sucedía a Oscar Wilde cada vez que amenizaba los salones y mansiones que frecuentaba. Sin restricciones ni encorsetamientos. Destaca la audacia del escritor irlandés una recopilación de sus crónicas orales a las que puso orden un compendio de la editorial Atalanta con el introito de Roberto Frías:
"La conversación es un arte efímero y privado; quizá el más selecto de todos, ya que son muy pocos los elegidos que tienen la fortuna de escuchar y participar en cualquiera de sus mejores representaciones. Casi todos los que tuvieron el privilegio de conocer a Oscar Wilde coinciden en que era un conversador incomparable. Un aspecto esencial de su lúcida y amena conversación se preserva en los incontables e ingeniosos epigramas que brillan a lo largo de toda su obra; su secreto consiste en que, siendo al mismo tiempo ciertos y falsos, siempre amplían nuestra visión de la vida. Pero Wilde también fue un gran narrador oral. Algunas de sus historias se basaban en anécdotas humorísticas sobre políticos y celebridades de su época, otras en fábulas poéticas o adaptaciones bíblicas, pero el efecto que tenían sobre su audiencia era siempre extraordinario, pues acaso esta privada faceta de su talento era la mejor manera que tuvo de expresarse".
Oscar Wilde era un orador superdotado. No ya por sus conocimientos, su erudición, su amenidad, sino por las aptitudes actorales que identificaban sus puestas en escena. Y no es que se las trajera estudiadas de casa. Las tenía somatizadas y era capaz de improvisarlas, tantas veces basculando entre el humor y la melancolía. Bien lo sabían los invitados británicos que lo frecuentaban en París. La isla de Oscar Wilde les proporcionaba regocijo y cualidades terapéuticas. El poeta Ernest Dowson llegaba a decir que el maestro dublinés le curaba del pesimismo, mientras que el amigo Frank Harris atribuía al verbo de Wilde la sanación de sus fiebres.
Decía el propio "doctor" que la tragedia de su existencia consistía en haber puesto el genio en su vida y solo el talento en sus obras. Un aforismo más de su repertorio, es verdad, pero también una demostración de la dimensión oral de Wilde, como si sus méritos más relevantes hubieran sido evanescentes y subordinados, en el éter, al arte de conversar.
Thomas de Quincey mismo escribió sobre el arte de la conversación. Y sobre la experiencia extrema que le supuso compartir una velada con el poeta británico Samuel Coleridge. Perdió la noticia del tiempo y del espacio. Coleridge hablaba igual que fluye un río. Y demostraba que la verdadera conversación opera mucho mejor cuando no reviste un propósito ni un contenido específicos. La buena conversación "transcurre", sucede. Transita del remanso al meandro, del recodo a los rápidos, aunque necesita afianzarse en los principios cualitativos que ya definía Cicerón:
"Habla con claridad; habla fácilmente pero no demasiado, especialmente cuando otros quieren su turno; no interrumpas; sé cortés; trata en serio los asuntos serios y congracia con los más ligeros; nunca critiques a las personas a sus espaldas; apégate a temas de interés general; no hables de ti mismo; y, sobre todo, nunca pierdas los estribos".
No hay peor antídoto de un buen conversador que un charlatán. Y no hay mejor procedimiento constructivo en una charla que saber escuchar. Porque escuchar también es un arte, como jalean los aficionados al flamenco cuando advierten a un espectador torpe en una sesión de altura.
Tiene sentido mencionar el manual del buen conversador que uno de los editores del Financial Times, John McDermott, recomendaba a sus lectores para delimitar la prudencia y los excesos:
1. Sé curioso hacia lo que dicen los demás.
2. Quítate la máscara.
3. Empatiza con los demás.
4. No rompas arbitrariamente el tema de conversación.
5. Ten valor.
Puede que el comienzo de este capítulo contradiga el propósito del título mismo. La mera idea de mencionar a Hitler —acabo de hacerlo— en el primer párrafo implica un asalto a las recomendaciones de utilizar —de no hacerlo— al Führer en vano. Incurro por la misma razón en un encabezamiento sensacionalista, aunque sea con el propósito de ahuyentar las imitaciones.