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Vivimos en un mundo casi utópico y no lo sabemos (ni lo disfrutamos)
Miro el entorno en el que estamos, el real, el del día a día, y pienso que me sería difícil poder escoger un mundo mejor que este. Y, sin embargo, el mundo está cada vez más loco y es cada día más infeliz, más incluso que yo
Soy una persona infeliz y no entiendo por qué. ¿Es ese mi destino?
Miro alrededor y las cosas van bien: a mis 53 años, tengo más trabajo del que quiero, tengo suficiente dinero, tengo alguien que me ama, tengo un gato, tengo paz… o la podría tener, si me lo propusiera en serio.
Pero sigo siendo infeliz. Y siento que a mucha gente le pasa lo mismo que a mí.
Es cierto que desde que se murió mi madre hace dos años, me he quedado sin ilusiones. Como si alguien me hubiera arrebatado el impulso del cuerpo, así, por ensalmo, como una bujía vital que me falta de golpe, y ya no tuviera sentido ninguna de mis metas. La única ilusión que me queda es que Dios sea mortal. Pero aún entregado a la inercia y asumiendo que todos los seres humanos pasan por mi trance familiar (y aun a una edad mucho más injusta por temprana, en muchos casos), las cosas van bien.
No me arrepiento de mi pasado. Hice siempre lo que me dio la gana. Me dediqué a lo que deseé desde niño, me he reído de todos y de todo (de mis abusones de clase en la infancia y de los colegas de oficio que hoy me miran por encima del hombro), escribí lo que quería escribir y cuando tuve éxito, lo rehuí porque sabía que aún me haría más desgraciado, me reduciría de persona a personaje. He sufrido también mi cuota de infortunios: en lo profesional, el veto como autor en la mayoría de medios masivos españoles; y, en lo personal, sé lo que se siente al tener apoyado el cañón de una pistola sobre la cabeza (no es una metáfora). Salí vivo de ambas experiencias, mucho más vivo que del mazazo de la orfandad.
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Encima, tal y como soñaba, no acabaré mis días en España, pues fiel a mi ideal, he acabado residiendo en un lugar hermoso que no sé situar en el mapa… Bueno, eso en mí es normal: no sé situar casi ningún país ni ciudad en un mapa, por una extraña superstición íntima, una fobia cartográfica y respeto a la magia espacial. Las he recorrido varias veces, pero todavía no sé dónde quedan Alemania ni Suiza (y vete a saber dónde estaba ubicada Hungría, la primera y última vez que la transité). Hasta hace poco que me tocó ir a visitarlas, daba por hecho que las islas Canarias estaban donde las ponían indicadas en el mapa (creía que lo del recuadro era un resalte de cortesía). Lo cual, si tenemos en cuenta que he vivido casi toda la vida del periodismo cultural, tiene su guasa.
Básicamente, he morado siempre en mi mundo interior y lo he abandonado las mínimas ocasiones que he podido y me han obligado: estoy agradecido a la vida por permitírmelo. Desde niño me encerré en un universo de fantasía para escapar del acoso escolar y ya nunca he querido salir de ese territorio imaginario.
Podría pasarme todo el día leyendo ficción, que es ya lo único que sigo disfrutando, pero no lo hago: escribo para medios que me remuneran y me angustio mientras tecleo, sintiendo una sádica presión que únicamente yo ejerzo y un estrés masoquista del que solamente servidor es culpable. Debería gozar también la compañía de mi gato, que viene de la calle como yo, pero en lugar de divertirme con sus monerías, me atormento pensando que tal vez sea más infeliz conmigo en mi pequeño piso que cuando trotaba libre y sin capadura por esos barrios polvorientos de donde lo recogí.
Con todo, pese a mi infelicidad y mi angustia perennes, mucho más soportables que en la adolescencia (porque ahora sí sé que el trayecto de la vida dura dos telediarios y ya puedo localizar mentalmente la conclusión del segundo), miro el entorno en el que estamos, el real, el del día a día, y pienso que me sería difícil poder escoger un mundo mejor que este. Más allá de los catastrofismos, guerras y muertes que vocean los medios y que siempre han existido, se me antoja muy complicado poder pensar en una rutina vivencial más agradable que la que tengo. Partiendo, claro, de que pertenezco a ese sector de la población que se ha podido dedicar, por un cóctel de suerte, esfuerzo y convicción en sus sueños, a lo que ha querido y para el que, por tanto, el trabajo es placer, como me sucede a mí. Si ya de joven te dedicas a lo que no te gusta, te entrampas en una familia y en responsabilidades… mal irán dadas en tu horizonte.
En lo personal, no se me ocurre qué podría hacer para mejorar mi mundo, la verdad.
Y, sin embargo, el mundo está cada vez más loco y es cada día más infeliz, más incluso que yo.
La muerte nos ha desnudado
Para empezar, acabamos de salir de una tremenda crisis global que se ha llevado por delante un montón de seres humanos. Todos conocemos a alguien fallecido en la pandemia del covid-19. Todos deberíamos también dar gracias por poder contarlo. Esta terrible tragedia nos debería haber acercado más unos a otros, nos debería haber hecho alegrarnos de que nuestros corazones sigan latiendo. El simple hecho de poder caminar por la calle y respirar sin mascarilla debería proporcionarnos una catarsis diaria. El horror superado nos tendría que haber convencido de que solo hay una humanidad y que todos pertenecemos a ella. Nos debería haber hecho, sí, más solidarios de verdad, no de postal.
Pues nada que ver: al parecer, hemos salido de ese trance con un desequilibrio psicológico importante, una tara del juicio que nos hace mirar con suspicacia, ira y fanatismo cualquier opinión o comportamiento que nos irriten. El proceso de radicalización ideológica ha sido imparable en todos los países y hay unos cuantos que están al borde del precipicio convivencial, independientemente de su estatus económico, para zambullirse en unas guerras nacionalistas que podrían ser, por tercera vez, una sola mundial.
¿Los jóvenes serán también así de cascarrabias? Porque a lo mejor es simplemente que la gente nos amargamos a partir de los cuarenta, al discernir que sí, que sí, que se nos acaba la cuerda. Todo es posible, pero me resulta muy duro comprobar que la pandemia del covid, que para mi generación ha sido como "su" guerra, no nos ha hecho mejores personas.
Al contrario. Y eso me deja pasmado.
Todo el ocio y la cultura gratis
Por lo demás, el mundo en mi sociedad civil de hoy es idóneo: sé que si tuviera 12 años, hubiera matado en mi pequeño hogar proletario por gozar unas condiciones de vida como las actuales. Para empezar, ¡todo está en internet! De algún modo, el capitalismo salvaje ha cumplido el sueño del idealismo socialista más utópico: toda la cultura se ofrece gratuita en las redes.
Qué no hubiera dado de crío por bucear en las obras completas de los clásicos en sus respectivos idiomas. Poder leerme todo Joseph Conrad ¡gratis y en inglés!, o todo Chesterton, o todo el Conan de Robert E. Howard, o todo el Tarzán de Rice Burroughs, o toda la Pimpinela Escarlata de Emma Orczy, o todo el Arsenio Lupin de Maurice Leblanc, o los seriales de Manuel Fernández y González. Solamente falta José Mallorquí ahí, olvidado como siempre pasa con los genios españoles de la cultura popular. O, pagando una cantidad irrisoria —el equivalente de la semanada de cien pesetas que me daba mi madre para comprarme el Club del Misterio—, poder zamparme todos los casos de Nero Wolfe tumbado en la cama sin estar persiguiendo sus maltratadas ediciones impresas de dudosas traducciones.
Si hace 40 años me hubieran dicho que ese tesoro cultural iba a estar ahí expuesto a mi alcance, no sería tan tonto como en el presente y SÍ me pasaría el día entero leyendo.
En lo personal, no se me ocurre qué podría hacer para mejorar mi mundo. Pero, el mundo está cada vez más loco y es cada día más infeliz
Y, sin embargo, nadie habla de eso. ¿No les parece curioso? Décadas quejándonos de que la cultura es solo cosa de ricos y que está en manos de una élite privilegiada, y ahora que todos podemos acceder a ella prácticamente de balde (o al menos sin obligación de pagar si no se desea), nadie lo señala. Prefieren hablar del catastrofismo del cambio climático, otro fenómeno que yo hubiera disfrutado, porque siempre me ha gustado el calorcito: todo lo vería sin ojos empañados de prejuicio ni ideas preconcebidas, como debe ser.
Pero a los adultos —tal vez como modo de sublimar su miedo a la cada vez más cercana muerte— les obsesionan las perspectivas de cataclismos y casi se sienten frustrados si esos desastres no se materializan con todo su poder destructivo. Así que cómo vamos a fijarnos en las cosas buenas: estamos demasiado preocupados por la guerra del mes y por forjar espadas de Damocles. Es decir, estamos todos demasiado preocupados por estar preocupados.
Queremos ser desgraciados adrede
Actualmente, muchos de mis conocidos virtuales en las redes —mi único contacto con la actualidad internacional, pues hace más de 20 años que no leo prensa— se han dividido por su propia iniciativa para defender, sin dudas ni fisuras, uno de los dos bandos de una conflagración cruenta. Yo, la verdad, me quedo perplejo ante tanto aplomo y certeza de unos y otros para escoger a los "suyos" y alinearse sin ningún conflicto interno ni vacilación en el frente que creen justo: qué facilidad para decidir quiénes son los "buenos" y quiénes los "malos" y lanzarse a apoyar unilateralmente una causa u otra. A mí, cuando mueren niños, la seguridad y el aplomo se me escurren patas abajo. Es más, cuando mueren niños, yo mismo arrojo mis convicciones por el desagüe. ¡A la mierda mis convicciones! No quiero que nadie muera por ellas, por gritar, por discutir, por cosificar al otro, por bramarle exabruptos y soltarle improperios y no tratarlo con respeto.
Cuando mueren niños, me quedo callado y quieto para no mover a nadie a apoyar ninguno más de esos actos irracionales. A ver si contagio al mundo de ese mismo silencio y quietud y, por una vez, se dan cuenta de las atrocidades que están haciendo o promoviendo. Una mera réplica agresiva verbalmente u orgullosa emocionalmente atrae el caos. A ver si ralentizo un poco el acelerón de la Tierra que los lleva a cometer (o a legitimar que se cometan) tantos crímenes.
Muchos de mis conocidos en redes se han dividido para defender, sin dudas ni fisuras, uno de los dos bandos de una conflagración cruenta
Pero la gente QUIERE pelearse, incluso en el absurdo éter virtual. No respetan ni a los muertos, ni a los niños muertos. Sinceramente, no creo que al abrazar esa actitud les mueva el deseo de crear un planeta mejor. Si esa fuera la meta, se limitarían a destacar las cosas buenas o conciliadoras. O a debatir de otro modo. Le dejarían su espacio al autocuestionamiento, a tener sentido de la autocrítica. ¿Pero qué planeta mejor vas a crear desde el insulto, la demagogia, la demonización y el grito? Así de crispados, imposible.
¿Qué planeta mejor vas a crear promulgando la eliminación del otro?
No, no, qué va: lo que pasa es que a la gente le va la marcha. Quieren degradar a los demás y, de paso, degradarse a sí mismos. Quieren opinar de todo. Quieren alimentar su ego.
Y para ello requieren que todo vaya mal. O hacer creer que todo va mal.
Tal vez porque a ellos también les va mal, y les jode.
Líderes mundiales, ¿tenemos para mucho?
Hay otro dato reciente que me ha hecho pensar. Esta semana descubrí una tabla de valores que medía el método por el que las parejas Homo sapiens se conocían, desde hace casi un siglo hasta la actualidad. En 1930, el 22% de ellas coincidían por primera vez gracias a la familia y otro 22% a los estudios, un 18% a través de las amistades y más de un 10% por la iglesia. Hoy la casi totalidad numérica que se conocía por las tres primeras razones expuestas lo hace a través de internet. Un 60%.
¿No les parece maravilloso? Merced a las redes sociales y aplicaciones de ligues no influye, por tanto, en ese primer encuentro, ni la siempre interesada familia ni los estudios —todas esas pobres parejas que se comprometen siendo compañeros de aula y, una década después, deben romper para poder comenzar a vivir en libertad lo que tenían que haber vivido por su cuenta en la mocedad— ni mucho menos la feligresía del barrio: un mero 2% actual, imagino que aportado por el descocado evangelismo, entretanto alegre meneo corporal en sus oficios. Porque la última vez que acudí a la iglesia católica no se movía ni un feligrés de su sitio: solo un pobre niño pasando páginas del Condorito que traía para leer y sobrellevar el aburrimiento, bendito sea el chaval.
Pues nada: la gente —gente inteligente, leída ¡y progresista!— lamentándose (en redes, para más inri) de cómo el detonante del emparejamiento había perdido su romanticismo. ¿Qué romanticismo, el de respetar la decisión de los padres? Yo no me lo podía creer: pero sí, casi todas las lecturas que los internautas hacían de las estadísticas eran fatalistas y nostálgicas.
No lo entiendo. Yo nunca he tenido hijos, porque sería incapaz de mirarlos y no pensar en que dentro de cien años estarán muertos. Pero no voy por ahí apenándome de que mis amigos los tengan o jodiéndoles por su decisión de ser padres. ¡Cada uno tiene derecho a ser feliz como desee! Pero esa tendencia al derrotismo… Si nos concedieran un mundo perfecto, al instante le encontraríamos desdeñosos su defecto.
Otro apocalipsis: el de la IA. ¿Qué os asusta la inteligencia artificial y el futuro negro que proclama para miles y miles de artistas? Pues no os metáis en sus aplicaciones a poneros un look de los años 40 para comprobar si estáis cucos; o a engendrar un dibujo bastardo para la portada de vuestro librito con el magma robado de otros creadores, como si fuéramos primates que culo ven, culo quieren. Y para los creadores, la solución es muy sencilla: yo disfruto inventando mis ficciones. Si una máquina las inventa por mí, ¿cuál es la puñetera gracia? Y lo mismo como lector. ¿Para qué voy a leer algo que no ha escrito otra mente humana?
Y así todo…
Solo sé una cosa: desde los diez años recuerdo que los periódicos ya amenazaban con que el mundo se iba a acabar. Y todavía no han cumplido su promesa.
Como no se acabe pronto, voy a poner una querella a toda la Humanidad.
Soy una persona infeliz y no entiendo por qué. ¿Es ese mi destino?
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