William Morris, el señorito rico que creyó en que el socialismo comienza al cuidar un jardín
La británica Olivia Laing, una de las más vendidas en su país, publica 'El jardín contra el tiempo' (Capitán Swing) donde reflexiona sobre la dimensión política de los jardines. Este es un adelanto del libro
Tres rosas con la raíz desnuda se remojaban en un cubo mientras yo iba de un lado para otro cavando agujeros y esparciendo libaciones de pelotillas de estiércol de gallina y micorrizas. Planté rosas "Shropshire Lass" en el muro septentrional y crucé los dedos por la falta de luz, y la Rosa mundi de rayas rosas y carmín en el seto de tejo. Era la rosa predilecta de Derek Jarman, una mutación de la Rosa gallica que data del siglo XII, cuyos pétalos arrugados evocan los ornamentos tallados en un artesonado medieval o en una xilografía de William Morris. A continuación, una "cola de sirena" para llenar un hueco en el alto muro curvo que se alzaba al fondo del jardín del estanque, entre la falsa acacia y una higuera. Allí el muro estaba hecho con un ladrillo rojo muy blando, donde las abejas mineras habían perforado centenares de agujeritos, y me gustaba la idea de que salieran por una celosía de flores sueltas de color amarillo canario, cada una con pesados flecos de estambres dorados, como las pestañas de una vaca.
El paraíso acecha los jardines, dijo en cierta ocasión Jarman, pero también es apropiado decir que los jardines acechan las utopías. Ambos son estrechos colaboradores, sin duda en gran medida porque la conexión inextricable entre los jardines y el paraíso los sitúa en una posición muy elevada en la jerarquía de atributos y condiciones deseables en una sociedad ideal, además de ser una de sus metáforas más perdurables. En Utopía, de Tomás Moro, por ejemplo, los ciudadanos de Amaurota poseen jardines bien cuidados, un modelo de belleza y utilidad, llenos de hierbas, viñas, frutas y flores. No existe el concepto de propiedad privada, y cualquiera puede entrar en cualquier casa cuando quiera, si bien cada diez años a todos los residentes se les asigna una nueva casa por parcela. A pesar de esta transitoriedad, compiten para crear el mejor jardín, y esta competición es la razón, afirma Moro, de que Amaurota sea una ciudad tan hermosa.
A su vez, en Noticias de ninguna parte, de William Morris, los jardines llenos de flores son una de las muchas delicias con las que se topa William Guest, el narrador que viaja en el tiempo y que se acuesta en la Inglaterra victoriana para despertar en un siglo XXI totalmente reconfigurado tras una revolución socialista. A lo largo de su viaje, Guest se maravilla al descubrirse en regiones de Londres que conoce bien pero que han experimentado una transformación floral deliciosa, de manera que Kensington es un bosque, Trafalgar Square un huerto de albaricoqueros y Endell Street está rebosante de rosas. Es más, la imagen dominante de esta nueva sociedad, si es que puede emplearse la palabra dominante para hacer referencia a una civilización tan apacible, es la de un jardín, "que nada destruye ni nada turba".
¿Qué convierte un jardín en un componente tan importante de una utopía? No es ni una granja ni un área silvestre, aunque puede presionar con fuerza hacia cualquiera de estos extremos. Esto significa que anuncia algo más que una simple utilidad, que abarca belleza, placer y deleite, sin dejar por ello de ser un espacio tanto de trabajo como de ocio, un lugar para complacer a puritanos y sibaritas por igual. La presencia de jardines en una sociedad es un baremo de que sus habitantes disfrutan de un excedente de energía y tiempo suficientes para dedicarse al cultivo, una labor que, como la producción artística, no es necesaria en sentido estricto. Y lo que es más, desean hacerlo, lo que tal vez exprese algo positivo sobre su estado emocional o incluso espiritual (esto no quiere decir que no haya jardines construidos con rabia o pena). Un jardín se revela como un capricho privado y, al mismo tiempo, genera una superfluidad de belleza. Si deseamos un nuevo modelo de sociedad, uno que busque compartir las cargas y los beneficios con una mayor ecuanimidad, entonces la cuestión del jardín se convierte en algo muy interesante de contemplar.
La presencia de jardines en una sociedad es un baremo de que sus habitantes disfrutan de un excedente de energía y tiempo suficientes
No estoy segura de que ningún otro soñador utópico haya valorado más un jardín que Morris, el corpulento y visionario victoriano que se afanó con inagotable ahínco en la creación de una sociedad que fuera a la vez justa y hermosa. Morris estaba convencido de que la belleza era una virtud y no un lujo, aunque su propia labor política se viera en algunos casos respaldada precisamente por el tipo de iniciativa capitalista que él despreciaba. En estos momentos habitamos una sociedad que se complace en rechazar esta clase de complejidad a las primeras de cambio, pero creo que las ambigüedades que presenta la postura de Morris lo convierten en un guía más que útil para dilucidar cómo podría plantarse el jardín de la utopía, porque necesitamos partir de nuestro presente contaminado y no desde una situación futura de pureza sin diluir.
Cuando yo era niña en los años setenta, las casas todavía estaban llenas de estampados de Morris and Co.: nostálgicos jardines interiores, paredes, cortinas y butacas en las que flotaban ramas de sauce y granados, conejos y fresas, de una amabilidad intachable y, por otro lado, extrañamente perturbadores. El primer recuerdo que tengo de uno de estos diseños es el de un sofá tapizado con un estampado de Sanderson Morris de cuando mi padre todavía vivía con nosotras, antes incluso de que naciera mi hermana. Era una versión del famoso diseño del lirio dorado, uno de los muchos que J. H. Dearle creó para Morris and Co. Las estilizadas flores estaban coloreadas en tonos nuez moscada, tabaco y Siena, con pétalos moteados y dinámicos estambres rayados como barras de regaliz. De pequeña me resultaba opresivo pero también fascinante, en cierto sentido reconfortante a la par que claustrofóbico. No hay forma de escapar del diseño. Incluso en el fondo de tonos ocres abundaban las florituras oscuras, sombras fluidas de formas que, aunque de origen floral, no eran en absoluto fieles, ni siquiera identificables, lo que curiosamente las volvía menos relajantes, como si las mutaciones y las proliferaciones pudieran no detenerse nunca.
En los años ochenta, Morris estaba muy pasado de moda y el viejo sofá volvió a tapizarse. Con el tiempo se trasladó conmigo a Brighton, donde viví durante un tiempo a la vuelta de la esquina de una hermosa muchacha cuyo aspecto y comportamiento lánguidos la asemejaban en cierto modo a un paje medieval. Había crecido en Kelmscott, la casa de Morris junto al Támesis en Hammersmith, que a su vez había servido de modelo para la casa en la que William Guest se desliza al futuro y despierta en un nuevo siglo en Noticias de ninguna parte. Supongo que en aquella época no me causó demasiado interés. Nada que fuera victoriano llamaba mi atención por aquel entonces, aunque ahora me resulta evidente que el movimiento anticarreteras en el que estuve implicada hundía sus raíces en el antiindustrialismo y en la protoecología de Morris y Ruskin. Sentíamos una fascinación muy superior por los Cavadores, la secta disidente surgida durante la Revolución inglesa que se lanzó a ocupar los terrenos comunales y que abogaba por una agenda más radical que la de Cromwell y sus hombres, basada en la redistribución de la riqueza. Para cerrar el círculo en esta historia, los Cavadores fueron expulsados de diversas tierras comunales por los mismos terratenientes cuya deposición perseguían. La última de estas tierras se encontraba en Iver, en Buckinghamshire, donde había vivido de niña con mis padres y donde aparezco en una fotografía sentada en el sofá Morris sosteniendo a mi hermana recién nacida en mitad de un jardín dorado de floraciones extrañas.
Me gusta esta relación directa a través del tiempo, puesto que Morris y los Cavadores participaron en un tipo de trabajo revolucionario similar, que en líneas generales podríamos denominar reclamación de los terrenos comunales. Los Cavadores, también conocidos como los "verdaderos niveladores", eran gente corriente, a menudo al borde de la inanición. Como Milton, confiaban en que la ejecución del rey en enero de 1649 constituyera el primer paso en la creación de un nuevo orden más equitativo. Esta fue la época dorada de la redacción de tratados y panfletos, y los Cavadores los producían por decenas. Para la defensa de su causa recurrían a las Escrituras y, sobre todo, al libro del Génesis. Muchos de estos textos fueron escritos por su líder, Gerrard Winstanley, más recordado en nuestros días por declarar que la tierra es un "tesoro común", otorgado por Dios a todos los hombres por igual y jamás destinado a ser comprado ni vendido; un ejemplo precoz de lo que Barmby más adelante denominaría comunismo.
Winstanley afirmaba que una visión le había ordenado establecer la primera comunidad de Cavadores en la colina de San Jorge el 1 de abril de 1649, donde debía plantar zanahorias y maíz, mientras una voz que había oído "en trance y fuera de trance" le decía que el terreno comunal debía ser atendido en común y sus frutos compartidos por todos los que en él trabajasen. Este mismo argumento, en parte místico y en parte jurídico, es el que se persigue en A Light Shining in Buckinghamshire (Una luz brilla en Buckinghamshire) y en este otro texto de título mucho menos ágil: A Declaration of the Grounds and Reasons, why we the poor Inhabitants of the parish of Iver in Buckinghamshire, have begun to dig and manure the common and waste Land belonging to the aforesaid Inhabitants, and there are many more that give consent (Una declaración de los fundamentos y las razones por las que nosotros, los habitantes pobres de la parroquia de Iver en Buckinghamshire, hemos empezado a cavar y a abonar los terrenos comunales y los eriales que pertenecen a los citados habitantes, pues son muchos más los que dan su consentimiento), que se publicaron en la primavera siguiente, después de que se hubieran destruido varias comunidades de Cavadores y destrozado las cosechas, reventado sus rudimentarias viviendas y maltratado y arrestado a los residentes.
El autor anónimo de A Declaration of the Grounds and Reasons señala que no existe un "poder justo" que permita vender o donar la tierra, lo que no solo convierte a los terratenientes, con sus cercamientos, en seres perversos y crueles, sino que actúan contra la voluntad de Dios. Fijaos en esta frase singular, que se retuerce suplicante y contundente en torno a la cuestión:
"Se nos insta a seguir adelante y a actuar en esta obra justa por nuestra presente necesidad, y por el deseo de consuelo que pertenece a nuestra Creación, pues la tierra ha sido cercada en manos de unos pocos, propiciando que el tiempo, la costumbre y las leyes usurpadoras hayan creado intereses particulares para algunos, y no para todos; de tal manera que estos grandes capataces no nos permitirán ni un pedazo de tierra en vida, solo cuando estemos muertos, entonces nos proporcionarán tanta como largas sean nuestras tumbas, porque no pueden quitárnosla, y entonces seremos iguales que ellos; pero ¿por qué no podemos tener tanta tierra como ellos mientras estamos vivos con ellos?"
Los Cavadores perdieron, por supuesto, y los terrenos comunales y los eriales se cercaron no para beneficio de los pobres, como deseaba Winstanley, sino de los ricos. John Clare, que habría sabido apreciar esta frase amarga sobre cómo solo a los muertos se les asigna una igualdad de tierras, les podría haber explicado hasta qué punto iban a empeorar las cosas.
estos capataces no nos permitirán ni un pedazo de tierra en vida (...) ¿por qué no podemos tener tanta tierra como ellos mientras estamos vivos?
Doscientos años después de la Revolución inglesa, y sin haber leído a Winstanley ni a Clare, cuya obra pasó muchos años consumiéndose en la oscuridad, sin que nadie la publicase o leyese, William Morris llegó a desarrollar una creencia similar sobre el terreno y sobre cómo debía distribuirse, aunque difícilmente podría haber surgido a partir de unas condiciones más diferentes. Nació en Walthamstow en 1834 y se crio la mayor parte del tiempo en una mansión de estilo palladiano en la linde del bosque de Epping, con un jardín de cincuenta acres y otros cien acres de tierras agrícolas por las que podía caminar, pescar y montar en su poni de las Shetland: un principito disfrazado con su armadura, solitario, curioso y muy seguro de su estatus.
Melonares, arbustos de grosellas blancas, melocotones madurando en un muro calentado por el sol, cada uno con su olor característico, que portaría y codificaría recuerdos en las décadas venideras. En este enclave inmenso y productivo creó un jardín infantil y, al atardecer, cuando la luz era tenue, leía con gran atención el Herball de Gerard, cuyos encantadores grabados en madera habían sido realizados en Amberes por una serie de artesanos renacentistas. Cortaban formas de eléboros y tomillo silvestre en bloques de madera de peral que luego enviaban a imprimir a Londres. Así como el jardín significaba plenitud, abundancia y deleite sensual desbordante, estas flores impresas ofrecían la posibilidad de almacenarlo y transportarlo. El origen de la visión del Morris adulto se halla sin duda en estos dos frondosos jardines, uno de papel y otro real.
Como en el caso de Barmby, que en muchos sentidos representa a un hermano gemelo más incompetente y quijotesco, el padre de Morris falleció siendo él todavía un niño. William Morris padre fue un abogado que especuló con fines lucrativos en Devon Great Consols; invirtió muy al principio en lo que no tardaría en convertirse en una de las minas de cobre más productivas del mundo. A medida que la calidad del cobre disminuía, la mina pasó a dedicarse a la producción de arsénico, y en 1870 llegó a proporcionar la mitad del suministro mundial. Estas participaciones sagaces y perjudiciales desde el punto de vista ecológico mantuvieron a la señora Morris y a sus hijos a flote, aunque no tan ricos como para continuar residiendo en Woodford Hall. Tiempo después, un cargo directivo de la mina proveyó al William adulto de un salario que le permitió libertad para participar en proyectos creativos de muy diversa índole. Finalmente, en 1875, renunció a tener un rol activo, para lo cual se sentó con firmeza sobre su chistera para enfatizar su rechazo a la burguesía, aunque tampoco puede decirse que fuera muy dado a vestir de etiqueta.
Tardé mucho tiempo en cambiar de opinión acerca de Morris. En mi cabeza estaba demasiado asociado con los ñoños cuadros prerrafaelitas de damiselas ceñidas con corsés y caballeros galantes y afligidos. En cierta manera, era demasiado desmesurado para comprenderlo, demostraba un exceso de talento en tantos campos que casi resultaba frívolo, de una fluidez sospechosa y, tal vez, carente de profundidad. Pero me equivocaba. Es cierto que era una dinamo, una peonza que se instruyó de manera compulsiva a sí misma hasta dominar una decena de oficios, capaz de tejer un tapiz y de teñir un chintz, de bordar un tapiz de pared, de construir un vitral, de escribir un poema (a menudo en el autobús y, con frecuencia, al asombroso ritmo de mil versos al día), de iluminar un manuscrito, de encuadernar e imprimir un libro o, tal vez, de traducir a Homero o a Virgilio aprovechando un descanso nocturno de otras labores más exigentes.
Morris, con sus rizos encrespados y su barba de capitán de mar, rollizo, tímido, generoso, eléctrico, que recitaba su propia poesía durante horas mientras sus amigos reprimían bostezos y esbozaban crueles caricaturas de botones que estallaban a la altura de su barrigón, tal vez molestos por su franqueza y energía insaciables. Morris riéndose mientras trabajaba y propenso a ocasionales estallidos de furia, como Rumpelstiltskin; Morris el cornudo, cuya mujer, Janey, mantuvo una larga aventura con uno de sus amigos más íntimos; Morris el revolucionario, manifestándose junto a mineros en huelga con su chaqueta de sarga azul, repartiendo el mensaje recién impreso del socialismo en salas de reuniones sin caldear y en rincones de todo el país: un hombre prodigioso, en definitiva, tanto por su capacidad de trabajo como de imaginar, a partir de la escasez que veía y que sentía a su alrededor, un mundo mejor y más bonito, un mundo que no se dividiera en ricos y pobres.
*Olivia Laing (Reino Unido, 1977) es una escritora y periodista que escribe habitualmente sobre arte y diferentes artistas y escritores. Sus libros se encuentran entre los más vendidos en su país. Uno de los más conocidos es La ciudad solitaria. El jardín contra el tiempo es su último ensayo.
Tres rosas con la raíz desnuda se remojaban en un cubo mientras yo iba de un lado para otro cavando agujeros y esparciendo libaciones de pelotillas de estiércol de gallina y micorrizas. Planté rosas "Shropshire Lass" en el muro septentrional y crucé los dedos por la falta de luz, y la Rosa mundi de rayas rosas y carmín en el seto de tejo. Era la rosa predilecta de Derek Jarman, una mutación de la Rosa gallica que data del siglo XII, cuyos pétalos arrugados evocan los ornamentos tallados en un artesonado medieval o en una xilografía de William Morris. A continuación, una "cola de sirena" para llenar un hueco en el alto muro curvo que se alzaba al fondo del jardín del estanque, entre la falsa acacia y una higuera. Allí el muro estaba hecho con un ladrillo rojo muy blando, donde las abejas mineras habían perforado centenares de agujeritos, y me gustaba la idea de que salieran por una celosía de flores sueltas de color amarillo canario, cada una con pesados flecos de estambres dorados, como las pestañas de una vaca.