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Es hora de dejar de reírle las gracias a los capullos y empezar a reírse de ellos
Si "buenista" ha servido para reírse de la buena intención de la gente, "malista" tiene que ser el término que empecemos a usar para reírnos de la gente que alardea de ser malos
Todos le hemos reído las gracias al malote de turno en el instituto, a nuestro amigo el bocazas o al jefazo insoportable. Lo hemos hecho porque es una forma de salvar nuestro pescuezo: en la cadena trófica de todo grupo humano, suele haber una víctima de la que hacer sangre, un último peldaño en la jerarquía con el que ensañarse. Si no te estás riendo de nadie, seguramente el humillado estés siendo tú.
Hay muchas razones por las que una buena persona que jamás se reiría de otra, sí es capaz de aplaudir las faltas de respeto de los demás. En parte se trata de una liberación: qué guay ese que se atreve a decir y a hacer lo que yo no puedo permitirme decir ni hacer porque me reprocharían mi comportamiento. Hacer gala de ser escoria moral y que, además, te aplaudan por ello, tiene algo de aspiracional. Es algo que no todo el mundo se lo puede permitir, como un chalet, un coche último modelo o un yate. Solo unos pocos pueden ser capullos y sacar beneficio de ello. Hay a quien le gustaría ser uno de ellos.
Esta actitud es la que el dibujante Mauro Entrialgo denomina "malismo" en su último libro, llamado, claro,
Hasta ese momento existía cierto recato a la hora de exhibir tu mala educación. Desde entonces hasta ahora, no solo no penaliza sino que premia. El autor traza una larga genealogía de ejemplos malistas: youtubers como el del Caranchoa; Ryanair; nazis del misterio; trolls con avatar del Joker; religiosos evangelistas y sobre todo, políticos, muchos políticos, que han visto cómo desde el trumpismo alardear de tus malas acciones es recompensado por determinado perfil de malista aspiracional a quien le gustaría poder ser tan maleducado como él y que, paradójicamente, tal vez sea buena gente. Nadie pide disculpas por nada; más bien, se reafirma en su postura. Si Trump saliese a disparar a gente al azar en la Quinta Avenida, ganaría votos.
La mayoría de ejemplos de malismo provienen de la nueva derecha
Lo que no queda tan claro es qué ha cambiado, porque la gente no es esencialmente ni mejor ni peor, de igual forma que el ser humano no muta entre una generación y otra. Por un lado, es obvio que estamos en manos de aplicaciones diseñadas para favorecer los mensajes más extremistas y ocultar los tibios, de forma que cualquier exabrupto de un político de turno ("me gusta la fruta") va a conferir a su autor una visibilidad mucho mayor que una acertada, pero moderada, intervención en el parlamento.
El cambio esencial que ha operado durante esos diez años ha sido la inversión de roles entre izquierda y derecha a la hora de defender valores de consenso y diatribas antisistema. La compostura, la moderación y la prudencia hasta rozar con el eufemismo fueron durante mucho tiempo valores relacionados con cierto conservadurismo que, de esa manera, garantizaba el mantenimiento del statu quo —recordemos la retórica clásica de las homilías de misa—, mientras que la provocación punk y la ausencia de filtros estaban relacionados con la crítica de izquierdas al sistema.
Ya no. No es casualidad que la mayor parte de los ejemplos recogidos por Entrialgo provengan de la derecha política, en concreto, de cierta nueva derecha política que ha aprendido las estrategias de propaganda de la alt-right (el malismo no deja de ser una forma de propaganda) y ha visto que les da rédito —incluso entre esas personas de las que se ríen—, frente a la vieja derecha algo más apocada a la que, aunque fuese por caridad cristiana, le parecería intolerable reírse de los vulnerables. No hay tantos ejemplos de malismo entre la izquierda, aunque la actitud del ministro Óscar Puente en redes bien podría considerarse una pequeña filial malista dentro del buenista PSOE.
Hay que entender el auge del malismo como el yang del ying del buenismo, del que tanto se acusó al gobierno de José Luis Zapatero. El presidente de los avances sociales fue motivo de burla por ser demasiado naïf, y por otra, por manejar el lenguaje velado de lo "políticamente correcto": por eso su sentencia de muerte fueron los "brotes verdes". Su némesis en esta etapa premalista fue Esperanza Aguirre, que bajo su apariencia de rubia tonta parecía reírse de todo y de todos.
Ser malista te confiere una credibilidad a prueba de bombas que no es fácil de obtener hoy en día. Porque claro, si eres capaz de reírte de los pobres, de tus clientes o de tus votantes, ¿qué te vas a callar si no? Como recuerda Entrialgo, "la exhibición de una personalidad negativa provoca la recompensa de la credibilidad ante la concurrencia". El otro giro que se ha producido es el que define el estado del capitalismo tardío neoliberal, que es que todo está permitido siempre que nos proporcione un beneficio personal.
El malista trata mal a los camareros y raja de la gente a sus espaldas
La crítica al buenismo ha terminado derivando en que estos malistas se rían de todo lo que hasta entonces había sido parte del consenso social de cualquier democracia: "Determinados elementos partidarios del egoísmo extremo han pasado a utilizar el neologismo para descalificar a cualquier individuo, argumento o iniciativa que tenga la más mínima empatía con el prójimo", escribe Entrialgo, que recuerda que han sido acusados de buenistas Greta Thunberg, un carril bici, Ismael Serrano, los taxistas que trabajaron gratis durante la pandemia, Angela Merkel, albóndigas veganas o Juan Manuel de Prada.
Así que, a partir de ahora, he decidido que me voy a definir como buenista, sobre todo cuando cualquiera de estos bocazas que tratan con condescendencia a los demás cometan sus malismos cotidianos. El malista es el que trata mal a los camareros, el que raja de todo el mundo a sus espaldas, el que acelera cuando ve a un peatón a punto de cruzar, el familiar que espera que su mujer se dé la vuelta para soltar un comentario machista y el jefe que encarga tareas inútiles, pero arduas, a sus subordinados solo porque puede hacerlo. Pues yo, buenista.
No es picaresca española, es capullismo transversal
Uno de los problemas del malismo es que es contagioso. Es como esa (disputada) teoría de las ventanas rotas que afirma que los signos de delincuencia y comportamiento antisocial fomentan la delincuencia y el comportamiento antisocial, pero en versión pija. Entrialgo lo ejemplifica con la fascinación del hostelero español por los restaurantes con nombre de malote: El Embaucador, La Burlona, Bribón de Madrid, La Peligrosa, La Descarriada, La Malcriada, La Lianta, Arrogante, Fanático, El Perro Gamberro, La Infame, La Celosa, La Cabezona o La Indigna.
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Son nombres que parecen aludir a cierto casticismo que sugiere que ser un poco chungo es muy español y mucho español. Al fin y al cabo, la picaresca es uno de los géneros por antonomasia de la novela castellana. Lo que tienden a olvidar los nuevos defensores pijos de la picaresca es que esta suele dirigirse de abajo hacia arriba, es decir, sisando al poderoso o aprovechándose de sus debilidades en su propio beneficio: "El pícaro es un aprovechado que, sin embargo, suele caer bien por su origen humilde, su lucidez retorcida y una tendencia a buscar víctimas mezquinas de alto rango", escribe Entrialgo.
No ocurre lo mismo con el malista actual, que lo es precisamente por su posición privilegiada. Esta fascinación por lo malote hace que el dibujante reniegue de lo punk, hasta el punto de que anuncia que va a matar pronto a Herminio Bolaextra, uno de sus personajes más macarras, ya que "la incorrección tiene ya poca gracia como broma, porque ha sido asimilada por los poderosos y es ya una de sus armas recurrentes".
La genialidad de Entrialgo es haberle puesto un nombre a una actitud que todos vemos a diario y ante la que no sabemos cómo reaccionar. Haber construido un marco desde el que poder identificar a la gentuza. Si "buenista" es la caricatura que las malas personas han hecho de la gente buena, "malista" bien puede ser el término que las buenas personas utilicen para reírse de los capullos y que, al menos, sientan un poco de pudor cuando hacen gala de su actitud reprobable. Dejar de reírle las gracias a los que se salen siempre con la suya es una posición moral, y ahí no tiene nada que ver ser de izquierdas o de derechas.
Todos le hemos reído las gracias al malote de turno en el instituto, a nuestro amigo el bocazas o al jefazo insoportable. Lo hemos hecho porque es una forma de salvar nuestro pescuezo: en la cadena trófica de todo grupo humano, suele haber una víctima de la que hacer sangre, un último peldaño en la jerarquía con el que ensañarse. Si no te estás riendo de nadie, seguramente el humillado estés siendo tú.
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