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Los últimos cazadores de ballenas de la costa gallega (en los años ochenta)
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Los últimos cazadores de ballenas de la costa gallega (en los años ochenta)

Este es un fragmento de 'Laberinto mar', una mezcla de memoria, ensayo y crónica de Noemí Sabugal sobre nuestras costas. En este capítulo habla de la última ballena cazada en España en 1985

Foto: Ilustración de 1847 sobre la caza de la ballena (GETTY IMAGES)
Ilustración de 1847 sobre la caza de la ballena (GETTY IMAGES)

Hace unos cuantos años, en el Museo de Zoología de Copenhague, vi un corazón de ballena boreal. Me impresionó, era enorme. No sé cuánto pesaría. El corazón era una masa pálida llena de pliegues y estaba expuesto en un cubo de metacrilato, sumergido en un líquido —formol, imagino— en el que flotaban gotas de sangre redondas como canicas.

Una forma de comenzar una historia que tiene muchos siglos es por el final. Pongamos que esta historia tiene al menos diez siglos, aunque son más. El comienzo es impreciso, así que anotaré lo ya conocido: la Edad Media, por lo menos desde el siglo once. Y, si bien nadie sabe cuándo empezó esta historia, sobre la fecha de su fin no hay dudas: 21 de octubre de 1985. Es el día en el que se cazó la última ballena en España. Era una hembra de rorcual común, y no era de las más grandes, medía 17,70 metros.

Esta historia, la de la caza de ballenas en España, también acaba en un lugar preciso: en la olvidada y pequeña playa de Caneliñas, en A Coruña. Aquí está la última factoría ballenera, junto a una plantación de pinos y frente a una montaña de granito desmenuzado. Son unas naves con teja dos grises de uralita, desmembradas y grafiteadas, que tienen humedades como manchas en el alma. Las miro desde la rampa por la que arrastraron a esa última ballena, a esa hembra de rorcual común, para ser destazada y enviada a Japón.

placeholder Portada de 'Laberinto mar', de Noemí Sabugal
Portada de 'Laberinto mar', de Noemí Sabugal

Con esa ballena se completaba el cupo de aquella última campaña. En un par de meses, ya en 1986, comenzaba la prohibición de la caza comercial de ballenas aprobada por la Comisión Ballenera Internacional para procurar una recuperación de estos grandes cetáceos. De la preocupación social y de la pelea por conseguir esta prohibición da cuenta un cartel de la Sociedade Galega de Historia Natural que hay en el Museo do Mar de Galicia, en Vigo. Dice: "En contra da caza de baleas en Galicia. Pola supervivencia dos mamíferos mariños". Bajo el eslogan hay un barquito de papel con un hombre que lleva un arpón en la mano y, en el mar, una ballena arponeada que va dejando en el agua un río de sangre. La voracidad de esta actividad durante muchos siglos provocó una grave disminución en el número de ballenas, cuando no su extinción, como la de la ballena franca en Europa, la conocida como "ballena de los vascos".

En el final de la caza de ballenas en España hay un nombre destacado. Es el de Miguel López Pérez. Tras seguir su rastro, conseguí a mediados de noviembre de 2021 su número de teléfono. Vivía en el pueblo coruñés de Ares. Contestó su hijo Miguel. Cuando me presenté y le dije que me gustaría hablar con su padre, Miguel dijo: "No va a poder ser. Se nos ha ido el último arponero". Tan sólo hacía dos semanas. Miguel López, que había empezado en los años cincuenta cazando cachalotes en Ceuta, es el fin del fin de una larga estirpe de cazadores de ballenas.

Aquel 21 de octubre de 1985 fue un día de últimas cosas. Cuando Miguel López salió esa mañana a bordo del Ibsa Tres, el último buque ballenero, ya sabía también que después de aquella ballena no habría más. Por eso quería que fuera un chimán, una ballena muy grande, un monstruo marino que provocara asombro y que pusiera un final que recordar a un trabajo al que había dedicado su vida. Pero los finales a veces ocurren de cualquier manera.

Le dije que me gustaría hablar con su padre, Miguel dijo: "No va a poder ser. Se nos ha ido el último arponero"

Con este mismo título, el de Chimán, el biólogo Àlex Aguilar publicará casi tres décadas después un libro esencial para entender la caza de ballenas en España. Aguilar trabajó en la factoría ballenera gallega durante ocho años, por temporadas, aunque empleado por la Universitat de Barcelona, de la que ahora es catedrático de Biología Animal. El de Àlex Aguilar es un libro-ballena. No sólo por su tamaño, sino por contener en su vientre de papel todos los datos —y la memoria— precisos para entender una actividad que pasó, como él mismo dice, de necesidad a negocio, de negocio a mito, otra vez a negocio, y que al final se convirtió casi en pecado. Las primeras líneas de Chimán resultan una enseñanza de vida: cuidado con a quién ninguneas. Son los años ochenta e Ibsa, la última empresa ballenera, ha cazado el doble de ballenas de las autorizadas, y muchas de ellas con tallas no permitidas.

Ante esto, el secretario general de Pesca Marítima le anuncia al biólogo que van a amañar las estadísticas oficiales, y le conmina a que se esté calladito, que se dedique a su investigación y no moleste. No es que el joven biólogo tuviera muchas posibilidades de molestar a tan altas instancias, pero a partir de ese momento comienza a anotar todo, a fotografiar todo y a fotocopiar todos los documentos que le llegan. Si aquel secretario general no hubiera sido tan conminatorio, asegura Aguilar, él nunca habría sido tan concienzudo. Y así nacen también los libros, de cosas que no se pudieron decir y todavía escuecen dentro de uno. Álex Aguilar también está hoy aquí, en Caneliñas, y abre su paraguas porque ha comenzado a llover.

—Nosotros éramos urbanitas, universitarios. Y llegamos aquí y fue un contraste enorme. Esta zona estaba muy atrasada. Pero aprendimos mucho de ellos y ellos de nosotros. Has ta acabamos siendo padrinos de niños de la zona —dice Aguilar, ya refugiados dentro de la factoría, con su tejado convertido en instrumento de percusión bajo las manos musicales de la lluvia—. Nos sorprendían muchas cosas. Alucinábamos con lo duros que eran los trabajos de las mujeres. Por ejemplo, aquí —señala dos rieles en el suelo, junto a la parte noruega de la factoría, comida por helechos y zarzas— iban unas vagonetas grandes de hierro que las mujeres empujaban para sacar el grax, una grasa que se adhería a las calderas. Ni vacías podía yo mover esas vagonetas.

La épica de la caza de la ballena, que la tiene y es amplia, además de su drama para esta especie, siempre se detiene en los arponeros y pescadores, sobre todo en aquellos que persiguieron al cetáceo hasta aguas lejanas y peligrosas. Es lógico. Pero la última etapa de la industria ballenera en España, por la preparación de esa carne para los japoneses, empleó a casi tantas mujeres como hombres.

La épica de la caza de la ballena, que la tiene y es amplia, además de su drama para esta especie, siempre se detiene en los arponeros y pescadores

Una de ellas es Josefina Outes, que esta mañana salía a la puerta de su casa para acompañar a Àlex, con el que ha desayunado. Su casita se ve desde donde estamos. Fina siempre ha vi vido junto a la factoría ballenera, trabajó en ella hasta su cierre y a la ruina que es ahora pertenecen sus recuerdos. En Caneliñas, a costa das baleas,29 un documental de las periodistas Paula Castiñeira Iglesias y María González Figueroa sobre los últimos años de caza de ballenas en la Costa da Morte, Fina explica que los primeros tiempos fueron los más difíciles y que la labor de las mujeres estaba muy mal pagada. Los primeros que despiezaban la ballena eran hombres y trabajaban a destajo. Cobraban más y acababan antes. El resto de la preparación de la carne, incluida la limpieza de la factoría y sacar el escombro de las calderas, quedaba para las mujeres. Fina recuerda con rabia cómo algunos les decían: "Os cartos para nos e a merda para vos". "As mulleres eramos a última carta da baraxa", dice.

Àlex me enseña el lugar donde las mujeres preparaban la carne de ballena, que después metían en neveras enormes. Imagino el olor que latía en sus ropas y en su pelo, oleadas de olor pesado y sangriento. Durante muchos años ni siquiera tuvieron dónde lavarse. Una amiga de un pueblo marinero me contó que recuerda perfectamente cómo las mujeres que salían de la fábrica de conservas se apartaban de la gente por la calle y sólo saludaban desde lejos. Junto a esta zona de preparación de la carne está la planta de despiece. Todavía son visibles los cortes de las cuchillas en el suelo de madera. Para subirse encima de las ballenas y despiezarlas, los cortadores usaban botas con la suela claveteada, como si fueran alpinistas.

En los siglos anteriores al veinte, las ballenas no se cazaban por su carne, sino por su grasa, el saín, que se usaba para la iluminación. Servía también para dar brillo a tejidos de lana y algodón, a pieles, como lubricante para las ruedas de los carros y otra maquinaria, y para hacer jabones y pintalabios. Otra parte muy cotizada eran las barbas, para miriñaques y corsés, para varillas de paraguas y abanicos y toldos, y para resortes de relojes, pianos y máquinas de escribir.

De las ballenas también salía harina y guano —de los residuos que quedaban de la extracción de grasa, y de los huesos—, además de cueros y pigmentos. Y, de vez en cuando, un producto muy especial: el ámbar gris, una bilis endurecida que a veces se halla en el intestino de los cachalotes y que se usa en perfumería por su capacidad para fijar los aromas. Más adelante hubo quien fue capaz de encontrar nuevos usos, como Aristóteles Onassis, que, en el colmo de la ilegalidad y del mal gusto, había decorado su yate Cristina con taburetes tapizados con piel de pene de cachalote.

Foto: Detalle de la portada de 'Moby Dick' de Alianza Editorial

—¿Qué balance se puede hacer de la industria ballenera? —Es una pregunta complicada —dice Aguilar—. El balance es distinto según cómo lo mires. Si un extraterrestre viniera a la Tierra y se planteara explotar el mar e hiciese un análisis frío sobre beneficios, problemas e impactos, la pesca que escogería sin ninguna duda sería la pesca de la ballena. Es un montón de proteína y toda concentrada. En Moby Dick, la cantidad de insultos que Melville vierte sobre la ballena y sobre el cachalote es monstruosa. Es un animal maligno, fétido, que ataca, que es el Mal. Hasta los años setenta, la pesca de la ballena era una actividad como la pesca de la sardina, pero de repente se transforma en pecado. La ballena es un animal que se ha totemizado.

El problema de la caza de la ballena fue que era demasiado eficiente y ya en el siglo diecinueve, pero sobre todo en la primera mitad del siglo veinte, los rendimientos eran enormes. La primera factoría ballenera instalada en España en el año veinte, la de Getares, estuvo seis años trabajando y obtuvo beneficios anuales del sesenta por ciento. En un año y medio ya recuperaban el cien por cien de la inversión. Después vino la de Caneliñas. Por lo que las empresas balleneras vieron que la manera de exprimir el limón era hacer como el saltamontes. Iban a un sitio, construían una factoría ballenera con una inversión tremenda, trabajaban unos años y luego cogían todo y se iban a otro. La maquinaria de Caneliñas se la llevaron a Terranova porque ya la diseñaban para que se desmontara.

Así obtenían un beneficio infinitamente mayor que si hubieran realizado una pesca sostenible, porque las ballenas tienen una tasa de reproducción muy baja, por lo que se tenían que haber limitado a capturar pocos ejemplares. Esto fue un desastre. Y creó una imagen de la pesca ballenera que se arrastra aún hoy en día y que es terrible. Cuando alguien tenía que poner un ejemplo de lo que no hay que hacer, de falta de sostenibilidad, el ejemplo era la pesca de la ballena.

Foto: Foto: iStock.

Esto se fue reconvirtiendo, pero la herencia del pasado pesaba tanto que no fue posible dar marcha atrás, y la pesca de la ballena se abandonó en casi todo el mundo. Paradójicamente, cuando ya se había conseguido regular todo y se estaba haciendo bien. En los pocos países que siguieron, Islandia, Noruega y Japón, continúa funcionando.

Desde el punto de vista de la trayectoria completa, el balance de la pesca de la ballena es que fue un error mayúsculo. Se tendría que haber regulado y organizado de otra manera completamente distinta y no se tendría que haber permitido que las empresas balleneras, hasta los años sesenta, hicieran lo que hicieron. Ya había estudios anteriores, en los años treinta, que decían que la cosa iba mal. Y al mismo tiempo ha sido una lástima, porque, bien llevada, la pesca de la ballena habría dado de comer y habría representado riqueza para muchos países, pero ahora es impensable poner en marcha una operación ballenera.

En España, tras décadas de olvido de la caza de ballenas, la actividad volvió en los años veinte del siglo pasado de mano de empresarios noruegos. Sobre todo de los hermanos Lorentz y Svend Foyn Bruun, y de Carl Herlofson, que, con la Compañía Ballenera Española, abren esa primera factoría que cita Aguilar, la de Getares, en la bahía de Algeciras. Pero la primera caza de ballenas en el siglo veinte no se produjo en la península, sino en 1913 en las costas de Fernando Poo, en la entonces Guinea Española. También promovida por otra empresa noruega, la A/S Antarctic Whaling Company.

Como la de Caneliñas, la factoría de Getares es también una ruina abierta a los vientos: dos edificios junto al mar, rodeados de cascotes. La sobrepesca de ballenas agotó el caladero y la factoría cerró durante veinte años. Tras abrir de nuevo, y hasta su clausura final en 1962, esquilmó la población de rorcual común en el estrecho de Gibraltar. Otra empresa ballenera que pescaba en esas aguas y que ya había cerrado en la década anterior era la de Beliones, Belyounech, un pequeño pueblo entre la montaña Jebel Musa y el mar. Beliones pertenecía a Ceuta y ahora es marroquí.

En días despejados, las crestas calizas de Jebel Musa parecen al alcance de la mano desde la Playa Chica de Tarifa. A este sendero de mar entre España y Marruecos he venido varias veces a ver ballenas. Aquí, donde antes se cazaban, son ahora un espectáculo para turistas y hay varias empresas dedicadas a hacer salidas en barco para observarlas. Junto a la Playa Chica está el punto más al sur de la península: la punta de Tarifa, en la isla de Las Palomas. Se pueden hacer visitas guiadas a la isla, pero no entrar en cualquier momento, porque es zona militar. Una verja cierra el espigón hormigonado que lleva a este enclave a partir del que se divide el Atlántico y el Mediterráneo. Aunque los mares y sus habitantes no sepan de fronteras, así se ha establecido, y es el Mediterráneo el que llega a la mansa Playa Chica, a la izquierda si se mira hacia la isla, y el Atlántico el que bate la playa de los Lances, a la derecha del espigón.

Cuando la factoría ballenera de Beliones cerró, su maquinaria se llevó a la de Balea, en Cangas do Morrazo, en la ría de Vigo. También acabarán en Galicia los últimos barcos balleneros de Getares, y parte de sus trabajadores, en este caso en otra factoría abierta en el pueblo lucense de Morás. Estas dos últimas factorías, junto con la de Caneliñas, acabarán siendo de una única empresa: Massó Hermanos.

Aunque una murga de los carnavales de Ceuta en los años cuarenta decía: "Ya se ha acabao el hambre, / Ceuta está de enhorabuena / por venderse en el mercado / tanta carne de ballena", lo cierto es que en España esta carne se ha echado poco al puchero. Uno de mis amigos gallegos recuerda que, de niño, llegó a su casa un trozo de ballena, regalado por un conocido de sus padres, pero en las pescaderías españolas apenas se ha vendido. Las empresas balleneras intentaron que fuera aceptada, incluso creando recetas que sugerían aderezarla con tocino para hacerla menos seca, y hasta se probó a hacerla escabechada, en conserva, pero no funcionó. Por eso toda la producción de las últimas factorías balleneras gallegas se destinaba a Japón.

Durante las seis décadas del siglo veinte en las que se cazaron ballenas en España, se mataron más de veintiún mil ballenas y cachalotes

—¿Cómo está ahora la situación de las ballenas? —Va por barrios. Globalmente, hay muchas especies que se han recuperado. Hay una veintena de especies de ballenas y cada especie tiene muchas poblaciones, porque son animales muy cosmopolitas. El rorcual común está globalmente bastante bien, pero está mejor en el Atlántico norte que en la Antártida, donde le pegaron más fuerte y va más lento. Y la ballena jorobada también está recuperada en el Atlántico norte. Pero en cambio la ballena franca, la ballena vasca, que se ha extinguido en Europa, tiene muy pocos animales en la población americana, unos cuatrocientos. Está protegidísima, pero no se ha recuperado y su situación es complicada.

Los cálculos de Aguilar indican que, durante las seis décadas del siglo veinte en las que se cazaron ballenas en España, se mataron más de veintiún mil ballenas y cachalotes. En esta factoría de Caneliñas, donde la lluvia continúa con su sinfonía sobre los tejados de la nave, llegaron a trabajar unas doscientas personas, incluyendo la tripulación de los barcos.

La gestión de la pesca, que es un negocio, es muy complicada y aquí cada uno juega sus papeles. La Unión Europea concede las cuotas de pesca, pero cada país presenta sus estudios —dice Aguilar—. El problema es que el mar no es nuestro medio. Antes todo iba al mar: las cloacas, era un vertedero de basuras, incluso de basura radiactiva. El mar no lo vemos. En una montaña vemos si alguien se carga todo un bosque o si se incendia algo, pero el mar lo miras y está siempre igual, no sabes si está contaminado o no, si hay peces o no, si está lleno de basura. La combinación de todo esto hace que la protección del mar haya ido muy retrasada con respecto a la de tierra firme. En España el primer parque nacional fue el de Covadonga, en 1918, y antes estaban los cotos de caza reales, que ya eran un sistema de protección, por eso la mayoría de los parques nacionales son antiguos cotos reales. Pero las zonas protegidas marinas son muy pocas y son muy pequeñas.

Hace unos cuantos años, en el Museo de Zoología de Copenhague, vi un corazón de ballena boreal. Me impresionó, era enorme. No sé cuánto pesaría. El corazón era una masa pálida llena de pliegues y estaba expuesto en un cubo de metacrilato, sumergido en un líquido —formol, imagino— en el que flotaban gotas de sangre redondas como canicas.

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