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¡Todos mis amigos millonarios son de izquierdas! Radiografía comparada del pijoprogre de Barcelona, Madrid y Lima
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Hernán Migoya

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¡Todos mis amigos millonarios son de izquierdas! Radiografía comparada del pijoprogre de Barcelona, Madrid y Lima

En tres décadas de tratar con niños de papá que se emocionan al mencionar la palabra "pueblo", lo que más me sorprende es su falta de autocrítica y cuestionamiento de sus privilegios

Foto: Una mujer saca una foto en el paseo de Gracia, en Barcelona. (Europa Press)
Una mujer saca una foto en el paseo de Gracia, en Barcelona. (Europa Press)

Ahora que ya no tengo futuro, echando la vista atrás sobre mi triste carrera de proletario de las letras comprendo que todas las personas millonarias que he conocido en persona (pocas) y con las que me he relacionado de modo consistente a lo largo de mi vida (escasas) son, casi sin excepción, de izquierdas. Eso tiene su lógica: me he desenvuelto siempre en el mundo de la cultura y, por lo general, en ese ámbito, en España tienes que ser o fingirte de izquierdas si quieres que te acepten y respeten, te den tu lugar y no te ataquen públicamente. En el mundo del cómic español, por ejemplo, en más de 30 años de profesión solo he conocido a dos artistas abiertamente de derechas; eso sin contar, claro, los pistoleros falangistas disfrazados de justicieros sociales o líderes antifascistas, que son bastantes más.

Si a esa tendencia natural a mostrar de un solo color monolítico la variedad contradictoria que todos llevamos dentro (y la no tan natural propensión a anunciarlo a los cuatro vientos: nunca me he fiado de las personas que tienen clarísimo lo que son y lo repiten de continuo), le sumamos el hecho de que los pijos que abundan en la cultura abrazan habitualmente el ideario progre para ABSOLVERSE MORALMENTE A ELLOS MISMOS, o tomar distancia con los desmanes y tropelías oligárquicas de sus antepasados reaccionarios, ya tenemos el cuadro completo de izquierdistas de salón encantados de conocerse.

En estas tres décadas de alternar con niños de papá acostumbrados a que se haga su santo capricho, pero que se emocionan visiblemente al mencionar la palabra "pueblo", lo que más me ha pasmado siempre es su falta absoluta de autocrítica y cuestionamiento de sus propios privilegios. A ver, al contrario que tantos colegas que bebieron a dos carrillos de todos los arroyos, soy un escritor que nunca ha gozado la fortuna de tener antepasados en los altos mandos del bando vencedor, cobijo que siempre debió de ayudar en los años duros, y hoy viste mucho, sobre todo para abjurar gratis de sus filiaciones y de los algodones que comportaron; ni provengo de un linaje de acaudalados empresarios, industriales, esclavistas o vendedores de armas; por desgracia para mí, soy uno más de los que tienen que servir en una larga estirpe de servidores. Como en tantas otras familias procedentes del estrato obrero, mi hermano y yo representamos la primera generación que accedió a la universidad y, desde luego, allí no esperé encontrarme jamás a ningún pariente que me facilitara las cosas. Y en los círculos literarios, menos.

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Así que mi rabia de clase se vuelve incandescente cada vez que me toca codearme con estos petimetres acomodados que fingen comprender a la gente de abajo. Coño, que uno ya sabe que algo de inevitabilidad hay en que los que tradicionalmente obtuvieron desde criajos la mejor educación y refinamientos, sean quienes conduzcan en mayor proporción la evolución de las sociedades: casi todos los ilustrados no dejaron de ser lechuguinos de apellidos ilustres, qué le vamos a hacer. Y tengo amistades con el futuro resuelto desde la cuna que saben reírse de ese podio heredado… y reconocerlo.

¡Pero qué otros de su laya, no finjan una camaradería con la plebe que no solo no sienten, sino que además casi nunca han tenido ocasión de demostrar, pues en su mayoría no se rozan con nosotros ni hartos de Château d’Yquem! Para ellos, además, es tan fácil afectar amor por el prójimo y confianza ciega en la colmena humana… Claro, no han crecido en lo meritito de ella y, por tanto, no han tenido que sufrir los pisotones desesperados sobre el cuello en el fervor de la lucha diaria por llevarse a la boca un pan. Habitualmente las llanezas impostadas de estos fantoches me las suelo tomar con mucho humor, pero a día de hoy he acumulado la suficiente información sobre ellos como para poder confeccionar una clasificación que espero les sea a ustedes tan amena como inútil, basada en las tres ciudades que más he frecuentado (Barcelona, Madrid y Lima) y donde, con variantes específicas de cada cultura, se da exactamente el mismo tipo de figurín concienciado y redentor apollardado de masas.

El pijoprogre barcelonés: "Soy uno más, ¿eh?"

La principal diferencia del pijoprogre millonetis de Barcelona respecto de los especímenes correligionarios de otras ciudades es su atuendo: lo único pobre en el platudo barcelonés es su vestuario. Como exclamaba sorprendida mi exesposa peruana cuando los conoció y comprendió que se trataba de una pauta recurrente, "¡los ricos de Barcelona viven como rajás y visten como pordioseros!". La razón de ello es que el pijo cultureta de Barna QUIERE aparentar ser un pordiosero, es decir, uno de los demás, o sea, de nosotros, ¡porque él nos ve así! Y, en consecuencia, ansía que lo veamos también así nosotros a él: como un tío enrollado, que ha crecido abajo, que entiende el sufrimiento del populacho… y que viste harapos. A lo mejor también camufla de ese modo que sus padres o abuelos hicieran tratos ventajosos con el aparato franquista. El hecho de que nunca haya sufrido privaciones por su estatus económico explica asimismo que jamás requiera alardear de su prosperidad.

Los que manejan el cotarro del cine son más espabilados, pero, por lo general, si se dedican a la edición de literatura, adolecen un poco de pasmarotes: se les junta el natural ya tímido y desconfiado del nativo barcelonés con la hipersensibilidad del niño que ha crecido rodeado de libros y cultura, pero cuyos padres han pasado de él olímpicamente. Esa falta de amor de base y la introversión ambiental juegan en su contra y los vuelven incapacitados para expresar sentimientos o lanzarse a ninguna piscina de alto riesgo emocional o que conlleve un sacrificio de peso. En suma, les falta un hervor. Bueno, años atrás conocí a un editor potentado al que, más que un hervor, le faltaba un electroshock: el tipo apenas sabía dirigir la palabra a los demás y jamás te miraba a los ojos cuando lo hacía. Eso sí, se tasaba muy del vulgo, porque albergaba en su casa una colección de originales enmarcados de incontables portadas Marvel de Jack Kirby, posesión que hoy no deja de ser una automedalla de militancia pulp. Me las enseñó orgulloso mientras yo las contemplaba con el desdén barriobajero de quien jamás podrá permitirse adquirir una, pero conoce el medio y profesa la fe de que los tebeos son para leerlos, no para colgarlos en una pared.

Foto: Foto: EFE.

Luego está lo del compromiso político y tal. Para mi estupefacción perpetua, ¡todos han sido antifranquistas! La primera vez que me vi sentado a una mesa de intelectuales pudientes en Barna creí que oía o entendía mal sus temas de conversación. Yo era veinteañero, empezaba a escribir relatos paganos y tebeos escapistas, lejos de los temas graves del melodrama social, conciencia colectiva y confraternización buenista que estaban/están/estarán en boga por los siglos en nuestro humus de católico ateísmo y, aun así, no concebía que se pudiera hablar con tanta involuntaria frivolidad de las clases bajas. En esa ocasión, me hallaba en medio de una reunión compuesta por los más exquisitos comensales: editores de familia bien, autores de rancio abolengo y pareja de profesores universitarios "significados". Como de común acuerdo, se embarcaron unánimemente a echar pestes del Gobierno conservador: que si eran unos fachas todos, que pobre del pueblo llano (sobre todo del muy llano), que España era una vergüenza, el bla bla bla de siempre… Y, de pronto, casi sin solución de continuidad (o será la inclinación de la sangre), se enzarzan en bloque a comentar las peculiaridades de sus respectivas señoras de la limpieza y a todos les da por coincidir en ¡¡¡lo mucho que sus empleadas gastaban en productos del hogar!!!

—Hay que ver, te presentan esa lista de compras y uno no sabe si te están engañando o no… —decían, como si siguieran un guion satírico de Berlanga.

Pero no. Hablaban en serio. Esos hijos de su madre hablaban en serio. Y yo iba achicharrándome por dentro al pensar que la mía podía ser una de esas señoras de la limpieza a las que ese hatajo de señoritos disforzados presuponían inclinadas a sisarles dinero en sus peticiones de trapos, jabones, lejías y desinfectantes varios…

Me sentía como el emigrante griego de América, América de Kazan, cuando el famélico muchacho pierde el oremus en el barco trasatlántico, contemplando a las parejas burguesas bailando irreprochables y lozanas en cubierta mientras la única orquesta que él oye es la de sus tripas: esa estampa de absurdo contraste lo empujará a una escalada de histeria que le impele a bailar desmañado con todos, como un bufón que ha perdido la mesura para con sus nobles patrones… Qué bien nos representa esa secuencia a los que nos costó sangre y sudor acceder a cualquier cubierta.

Prefiero no contar lo que llamé a los criticones de las limpiadoras, pero baste decir que la señora de la casa me retiró el plato de la mesa y me anunció muy digna que no volviera por allí. Sentí las venas arder cuando le respondí con orgullo: "No se preocupe, que no volveré".

Me sentí revolucionario.

Y no volví, claro. ¡Eso les pasa por sentar a un pobre a su mesa en su obsesión por querer caer siempre de pie!

A la mañana siguiente, la dama me envió por fax la foto de un niño africano muriendo de inanición.

¡Pero serán memos!

El pijoprogre madrileño: "Soy cocainómano panteísta"

En Madrid, los ricachones son mucho más ostentosos que en Barcelona. Y andan enfarlopados todo el tiempo. Los distingues ideológicamente porque si se meten las rayas de coca en privado, son de derechas; y si las comparten en público, de izquierdas. También, claro está, exudan esa chulería de Pichi que a veces se agradece por campechana y otras resulta execrable por lo menospreciativa y clasista. En Madrid es muy difícil disimular si perteneces a las clases altas.

Los pijoprogres madrileños también despliegan contigo una actitud paternal y condescendiente, pero a ello se suma el descaro de unos apellidos compuestos y una pulcritud en el vestir que parece salida del vestuario sobrante de Amar en tiempos revueltos. Una cosa buena que tienen los editores y productores de cine madrileños es que te invitan a comer en restaurantes de lujo y disfrutan contemplando cómo devoras las mariscadas que ordenan poner sobre la mesa, como si fueras el hijo bastardo que han decidido reaceptar en sus vidas. Y tú lo devoras todo, claro, porque sabes que probablemente no podrás volver a sentarte en un sitio tan caro. Y a ellos les encanta ejercer de anfitriones y verte tragar. Un editor o productor barcelonés raramente disfruta así. Suelen sufrir más bien, viendo que tu hambre no tiene fin.

En Madrid, los ricachones son mucho más ostentosos que en Barcelona. Y andan enfarlopados todo el tiempo

Otro rasgo particular de estos bacanes compasivos en la capital española es que, a pesar de ir siempre drogados (o por eso mismo), rezuman una muy falsa espiritualidad, como si fueran herederos directos de aquel Ejecutivo de los 80, motivado por la fiebre new age: buscan lo trascendente en las cosas más disparatadas, abrumados por la facilidad con la que lo han obtenido todo. Un joven productor me invitó en una ocasión a su casa de campo para conversar sobre un posible guion de largometraje: nos pasamos el fin de semana paseando por sus infinitos terrenos y todo el afán del tipo era abrazar sus encinos (digo encinos por decir cualquier cosa, no distingo un árbol de otro) y señalar las tonalidades en las frondosas copas, al tiempo que sacaba conclusiones exorbitadas sobre la paz íntima transmitida por aquel abanico de verdosidad; y se desvivía por preguntarme si no notaba cómo la vida adquiría todo el sentido cuando uno inhalaba aquellos aromas de la sierra.

Yo decía que sí a todo, mientras me planteaba sugerirle que para terminar de recrear un buen perfume reminiscente de lo campestre le faltaba soltar en sus dominios unos mierdones de vaca como los que abundaban en los senderos de Posada de Valdeón, el pueblo de mi madre. Y me preguntaba si no sería mala idea, a fin de cuentas, cagarle al pie de su cancela con triple cerradura Yale para que los efluvios derivados lo transportaran de modo definitivo a ese lugar idílico de comunión con la Naturaleza. Dudaba, eso sí, que la bosta humana cumpliera con los requisitos adecuados para conducirle irreductiblemente a un nirvana interior.

El pijoprogre limeño: "Estoy con el pueblo, pero no te me arrimes, pezuñento"

Los pijos de Lima (o pitucos, como les dicen allá) son igual de hipócritas que sus equivalentes españoles, pero dan todavía más pena, porque a su vacío existencial de niños mimados y su ansiedad convulsa por formar parte del pueblo peruano que proclaman defender, se suma la diferenciación étnica que los hace imposibles de confundir: casi todos son blancos. A mí me reciben porque, a pesar de ser un muerto de hambre, soy español y eso sigue franqueando puertas en la alta sociedad: a tal punto que, a la que estos "che guevaras con prebendas" y adictos a la entrega a domicilio beben una segunda copa de vino, se lanzan a enumerarte con altivez conmovida su retahíla de antepasados de la "Madre Patria" que protagonizaran la Conquista y que, ¡cómo no!, jamás fueron soldados rasos, sino capitanes para arriba. Y a la que beben la tercera, empiezan a insultar a voces al vecino de al lado, algún nuevo rico mestizo venido de provincias que no para de escuchar cumbia y reguetón a todo volumen. "¡Esos cholos no tienen educación!", braman incontrolados ya, revelando sus verdaderos prejuicios y colores. Y yo río por dentro y pienso que en España sería ese vecino, mientras saboreo todo lo sobrio que puedo el vino que no me puedo permitir en casa.

Al colectivo de pitucos progres le llaman aquí caviarada: un concepto brillante, que pareciera deliberadamente derivado de la célebre gauche divine catalana. Las contradicciones de los caviares son infinitas: desde el locutor de televisión de buena familia que va de revolucionario y te dice que "se siente perseguido por ser de izquierdas" mientras da cuenta de un pantagruélico desayuno en la pastelería más selecta del privilegiado barrio de Miraflores; hasta la socióloga comprometida que, durante el Día Nacional del Perú, invita desde un artículo para un medio progresista a celebrar esas Fiestas Patrias probando la riquísima variedad de "papas" autóctonas y remata su rollo patatero diciendo que, si al lector le alcanza el presupuesto, se vaya al restaurante Central a degustar su variedad de tubérculos… ¡un restaurante para millonarios cuyo menú básico cuesta más que el sueldo mínimo mensual peruano! A eso se le llama tener empatía en un país devorado por la pobreza…

Se delatan solos

En Lima también sale a cuenta venderse de izquierdas en el sector cultural y, sobre todo, en el de las oenegés. La postal más surrealista y deprimente que he presenciado en ese sentido se manifestó ante mis ojos hará unos años, en una lujosa casona del barrio señorial de San Isidro donde recalé de casualidad, propiedad de un anciano viudo y heredero de terratenientes, que consagrara su vida al mecenazgo artístico por aquello de ocupar en algo el inmenso tiempo perdido dentro del armario. Mientras sus invitados picaban una tabla de quesos y patés como preámbulo al almuerzo, su hijo veinteañero, activista de ONG, se marcó un discursito "emotivo" sobre lo solidarias y buenas sin tacha que eran las gentes andinas y lo generosamente que, pese a lo precario de sus medios de subsistencia, te recibían en sus aldeas aunque fueras forastero; y cómo te colmaban solícitas de agasajos, sacando de donde no tenían para que estuvieras satisfecho… Y toda esa idealización sin fisuras desde un olimpo excluyente, la desgranaba con el puño golpeándose el corazón y los ojos humedecidos, mientras su decadente padre, que no le prestaba atención alguna, sacudía estentóreamente una campanilla (que por lo aparatosa, era campana y se acabó) para que acudiera presta a servirles la comida su criada… sí, claro, huelga especificarlo: una humilde señora andina, a la que ni dedicaron una sola mirada en todo el ágape. Nunca quise regresar a tan penoso ambiente.

Al colectivo de pitucos progres le llaman en Lima caviarada: un concepto brillante, que pareciera derivado de la célebre 'gauche divine' catalana

Lima es una sociedad de abismales contrastes. Así que mientras todos esos pijoprogres claman indignados contra la injusticia social a la vez que apoquinan 15 euros por copa en el bar más exclusivo de la zona y juegan a ser británicos etéreos tarareando temas de The Smiths o de Pulp, en el restaurante más tirado del otro lado de la plaza, regido seguramente por un empresario rural que lava dinero, el pueblo más pobre y oscuro de la periferia se congrega para cenar pollo a la brasa por el coste de esa copa, precio que, además, incluye la escucha de una magnífica salsa o cumbia en vivo; o acude en masa al cine de su barrio o de los barrios pitucos para reír a mandíbula batiente con comedias populacheras que los caviares jamás irán a ver, porque las consideran…

Exacto: racistas.

Ahora que ya no tengo futuro, echando la vista atrás sobre mi triste carrera de proletario de las letras comprendo que todas las personas millonarias que he conocido en persona (pocas) y con las que me he relacionado de modo consistente a lo largo de mi vida (escasas) son, casi sin excepción, de izquierdas. Eso tiene su lógica: me he desenvuelto siempre en el mundo de la cultura y, por lo general, en ese ámbito, en España tienes que ser o fingirte de izquierdas si quieres que te acepten y respeten, te den tu lugar y no te ataquen públicamente. En el mundo del cómic español, por ejemplo, en más de 30 años de profesión solo he conocido a dos artistas abiertamente de derechas; eso sin contar, claro, los pistoleros falangistas disfrazados de justicieros sociales o líderes antifascistas, que son bastantes más.

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