El filósofo Pascal Bruckner: "El apetito de vivir de los años sesenta ha terminado"
El ensayista francés publica 'Vivir en zapatillas' (Siruela), una reflexión sobre la abolición del deseo de vivir (hacia el exterior) que se ha extendido desde la pandemia de 2020
El Renacimiento y la Ilustración anunciaron un tiempo fértil, llevado por la promesa de mejoría. Desde finales del siglo XX entramos en un tiempo estéril y son demasiados los bandos que sueñan con someter a la humanidad a un imperativo de regresión. La aprobación alegre de la existencia, la curiosidad por los mundos extraños, el vagabundeo gratuito se han vuelto sospechosos. Día tras día se inculcan a la juventud lecciones de desesperación aplicada. De ahí el combate feroz que divide a todos los bandos para definir las prioridades: qué es lo primordial, ¿la lucha contra el cambio climático, contra las epidemias, contra el terrorismo o contra la guerra? Bajo el ángulo del miedo, el efecto de estos anuncios es el mismo: la tentación de la retirada para quienes quieren, ante todo, protegerse de los grandes dramas históricos. ¿Cómo extrañarse de que las jóvenes generaciones padezcan pesadillas, no crean en el futuro y corran a refugiarse de cabeza en la madriguera para esperar el fin del mundo? La necesidad de seguridad absoluta puede asfixiar hasta el gusto por los otros. El fin del mundo es, sobre todo, el fin del mundo exterior, es la falta de atracción por la vida común. El apetito de vivir de los años sesenta ha terminado: hay que enfriar lo sublime, reducir las ambiciones, invitar a cada uno a orgías de buenos modales. El deseo de disfrutar de todo lo bueno que la vida ofrece está prohibido o, incluso, condenado como un pecado contra el planeta, la nación, el pasado, la moral, las minorías. De 2020 a 2022 han proliferado en Francia tantos profesores de la depresión, tantos aguafiestas en las ondas dispuestos a echarnos un sermón, a prometernos los peores castigos: ¡habíamos disfrutado mucho, teníamos que pagar!.
Henos aquí invitados a retirarnos a nuestro interior porque el afuera es el abismo. La prudencia se confunde con la inercia. La humanidad debe ser puesta en cuarentena. Nada puede habitar por mucho tiempo las tragedias de la época sin evasivas ni pretextos. La gran conquista de la libertad, el derecho a la vida íntima se invierte así en renuncia al ejercicio de la vida pública. Benjamin Constant notó desde 1819 que la libertad de los modernos era "la seguridad en los placeres privados" a riesgo de una abstención masiva con respecto a lo político. Y Alexis de Tocqueville, en una página célebre de La democracia en América, temía que los países democráticos se vieran invadidos por un suave despotismo: "A este poder inmenso y tutelar (...) le gusta que los ciudadanos se alegren, siempre y cuando no sueñen más que con alegrarse. Trabaja de buen grado por su felicidad, pero quiere ser el único agente y el único árbitro; se ocupa de su seguridad, prevé y abastece sus necesidades, facilita sus placeres, conduce sus principales asuntos, dirige su industria, regula sus herencias, divide sus patrimonios; ¿no puede quitarles enteramente el trabajo de pensar y el esfuerzo de vivir?".
La tensión fecunda entre el interior y el exterior se produce cuando las puertas y las contraventanas están entreabiertas y permiten la circulación del aire entre ellas (y se puede decir lo mismo de las fronteras que separan para mejor unir a los seres). A la angustia paralizante hay que oponer la elegancia del riesgo asumido. Lo que nos hace fuertes no es la huida, sino el enfrentamiento con la adversidad. Al dogmatismo de lo cerrado y lo abierto hay que preferir la porosidad, el buen intervalo entre la moderación y la valentía que solo permite los choques creadores. El sabor de la existencia se sitúa siempre en la colisión entre varias esferas. "Tenía que pronunciarme entre el martillo y la campana, confieso ahora haber recogido sobre todo el sonido" (Victor Segalen).
De 2020 a 2022 han proliferado en Francia tantos profesores de la depresión, tantos aguafiestas en las ondas dispuestos a echarnos un sermón
Hará falta mucho talento o apetito para continuar viviendo en armonía con nuestros hermanos humanos, para rechazar la jauría de los flagelantes y los quejicas. Hará falta un verdadero renacimiento, pero, hasta hace poco, no estaba claro que los pueblos de Occidente fueran todavía capaces de experimentarlo. La agresión a Ucrania desencadenada por Moscú el 24 de febrero de 2022 pilló desprevenida a nuestra vieja Europa: sofocada por la pandemia, persuadida de que la paz universal se había vuelto la norma y no una excepción propia de los occidentales, ha reaccionado, sin embargo, con una sólida unanimidad. No se ha rendido. Se esperaba Múnich, tuvimos un Churchill colectivo. La bella durmiente ha salido en pocos días del sonambulismo posterior a la caída del Muro. Los pueblos se pueden adormecer, pero también despertar, resurgir agrandados de las peores pruebas, ofrecernos ejemplos de resurrección admirables. Somos más fuertes de lo que pensamos. Nuestros enemigos son más débiles de lo que piensan. Un excelente modo de desmentir a los cantores del crepúsculo que se deleitan con nuestra bajeza y nos prometen una desaparición próxima.
Sin embargo, toca ser prudentes. La guerra, como las enfermedades, es una maestra ambigua que despierta tanto como aturde. La extraordinaria solidaridad que se ha manifestado después de la invasión de Ucrania por parte del Ejército ruso, el choque telúrico de este ataque, corren el riesgo de no sobrevivir a la prueba del tiempo, a la subida del precio del gas y del petróleo, a la inflación galopante, a los mil problemas cotidianos, al terror de una amenaza nuclear. Quien dice zapatillas, dice comodidad, dice cautela. Se reabren incluso las minas de carbón ignorando cualquier ideal de sobriedad. Una vez desaparecido el entusiasmo, ¿qué quedará del aliento compasivo? Habrá una gran tentación de imponer a Ucrania una paz a cualquier precio para evitar una conflagración general, paz que los tiranos verán como una abdicación del mundo civilizado. La libertad a menudo tiene un precio demasiado elevado, sobre todo para los pueblos ricos que han repudiado la guerra y a los que la guerra vuelve a rondar como una pesadilla. Es un combate en múltiples frentes en los que las virtudes requeridas se llaman resistencia y perseverancia. Lo que está en juego es tan simple como inmenso: como en 1939, como en el momento de la Guerra Fría, ¿se plegarán las democracias ante la fuerza o se alzarán contra la barbarie?
La gran conquista de la libertad, el derecho a la vida íntima se invierte así en renuncia al ejercicio de la vida pública.
También es posible que Oblómov regrese a su patria de origen, Rusia, minada hoy por el nihilismo y la violencia. Es posible que el pueblo ruso, aquejado de impotencia y espanto, se repliegue en su agujero, salvo algunos disidentes notables, confirmando la terrible constatación del marqués de Custine en 1839: "Lo que se puede decir de los rusos, grandes y pequeños, es que están ebrios de esclavitud". Puede pasar que el déspota sea derrocado en un futuro y reemplazado por un equipo más conciliador que pondrá fin a la guerra, aunque no pueda corregir el absolutismo inmemorial de la Federación de Rusia.
Quién ganará, tanto aquí como allá, ¿los apóstoles de la capitulación o los partisanos de la resistencia? Hay que tener confianza en las nuevas generaciones. Aunque hay una generación que gimotea y se hace la víctima, hay otra que da la cara y pretende forjar el porvenir, no sufrirlo.
Las cosas pueden cambiar.
Pero si cedemos, estamos perdidos.
* Pascal Bruckner (París, 1948) es un filósofo francés asociado a otros nombres como André Glucksmann. Entre sus libros más notables se encuentra 'Miseria de la prosperidad: La religión del mercado y sus enemigos', en el que critica el capitalismo y en anticapitalismo. 'Vivir en zapatillas' (Siruela), sobre los efectos del Covid-19, es su último libro.
El Renacimiento y la Ilustración anunciaron un tiempo fértil, llevado por la promesa de mejoría. Desde finales del siglo XX entramos en un tiempo estéril y son demasiados los bandos que sueñan con someter a la humanidad a un imperativo de regresión. La aprobación alegre de la existencia, la curiosidad por los mundos extraños, el vagabundeo gratuito se han vuelto sospechosos. Día tras día se inculcan a la juventud lecciones de desesperación aplicada. De ahí el combate feroz que divide a todos los bandos para definir las prioridades: qué es lo primordial, ¿la lucha contra el cambio climático, contra las epidemias, contra el terrorismo o contra la guerra? Bajo el ángulo del miedo, el efecto de estos anuncios es el mismo: la tentación de la retirada para quienes quieren, ante todo, protegerse de los grandes dramas históricos. ¿Cómo extrañarse de que las jóvenes generaciones padezcan pesadillas, no crean en el futuro y corran a refugiarse de cabeza en la madriguera para esperar el fin del mundo? La necesidad de seguridad absoluta puede asfixiar hasta el gusto por los otros. El fin del mundo es, sobre todo, el fin del mundo exterior, es la falta de atracción por la vida común. El apetito de vivir de los años sesenta ha terminado: hay que enfriar lo sublime, reducir las ambiciones, invitar a cada uno a orgías de buenos modales. El deseo de disfrutar de todo lo bueno que la vida ofrece está prohibido o, incluso, condenado como un pecado contra el planeta, la nación, el pasado, la moral, las minorías. De 2020 a 2022 han proliferado en Francia tantos profesores de la depresión, tantos aguafiestas en las ondas dispuestos a echarnos un sermón, a prometernos los peores castigos: ¡habíamos disfrutado mucho, teníamos que pagar!.
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