Pamela Anderson: "Cuando hice Playboy dije que quería ser buena madre y ganar un Oscar"
Gia Coppola rescata a la ex vigilante de la playa y le regala una segunda vida, esta vez en el cine independiente; probablemente esta sea su primera competición en un festival clase A
The Last Showgirl termina con un primer primerísimo plano de Pamela Anderson. Ella sonríe, sonríe fuerte y enseña los dientes perlados enmarcados en el pintalabios rosa. Sonríe como para espantar el fin del mundo. "Nadie dirá que no lo dimos todo", parece pensar su personaje, Shelley, una bailarina de cabaret a la que retiran cuando el local de variedades en el que trabaja, The Circus, decide cerrar Le Razzle Dazzle, un espectáculo sicalíptico a la antigua usanza, "con sus bailes y sus vestidos de plumas", y sustituirlo por algo "más atrevido, más sucio", con bailarinas más jóvenes. El showbusiness retratado como un circo en el que, cuando se apagan las luces, los payasos y los animales vuelven a su parque de caravanas deprimente, lejos de las luces y las lentejuelas. Por algo The Last Showgirl tiene lugar en Las Vegas, la ciudad en la que las luces enceguecen la miseria.
A Pamela Anderson no le dio tiempo de que la bajaran del pedestal como actriz porque nunca tuvo la oportunidad de interpretar un papel más allá del de rubia voluptuosa. Después de convertirse en un icono de la televisión y de las paredes de los adolescentes gracias a Los vigilantes de la playa, Anderson intentó una primera incursión en el cine con Barb Wire (1996), una suerte de Barbarella sadomaso retrofuturista y una muerte anunciada en taquilla, a la que se sumó el escándalo del vídeo íntimo casero y que nadie pensaba que la canadiense pudiera tener algún talento más allá del escote. Si todo el mundo te trata como un pájaro, acabarás comportándote como un pájaro. Como un pájaro con pechos tamaño 90E.
“Cuando vi su documental supe que ella debía interpretar a Shelley y nadie más”, ha confesado Gia Coppola, la directora de The Last Showgirl, durante la rueda de prensa este viernes en el Kursaal. Con la cara lavada y un vestido rosa palo, Anderson ha aparecido en la sala de prensa, humilde y agradecida por esta oportunidad.
“Tengo 57 años y gran parte de mi carrera se ha basado en mi cuerpo"
“Tengo 57 años y gran parte de mi carrera se ha basado en mi cuerpo. Gran parte de mi trabajo ahora ha sido quitarme las capas, saber quién soy y no amargarme, abrazar donde me dirige la vida”, ha explicado la actriz. “Me he perdido algunas décadas de la vida. He ido de Los vigilantes de la playa a Broadway y no sé qué ha pasado entre medias. Creo que es el momento. Nunca es demasiado tarde. Yo sabía siempre que podía hacer más o quería hacer más. Ahora me toca a mí, a mi edad”.
"Quién me diría que, con 25 años, cuando me entrevistaron para Playboy dije que quería ser buena madre y ganar el Oscar. ¡Pero estaba de broma!", se ríe Anderson ante la posibilidad de que la nominen a los Premios de la Academia.
Probablemente Anderson no tuviera grandes cualidades interpretativas -su carrera nació en un anuncio de cerveza, no en una escuela de interpretación-; probablemente la fama mundial le llegó demasiado joven y sin la protección de una familia funcional -describe la relación de sus padres como tormentosa y su infancia con asistentes sociales- y probablemente sólo aprendió a hacerse valer por su físico, que le trajo muchas alegrías económicas, pero también le cerró las puertas en cuanto perdió la frescura. Porque siempre habrá un señor en un despacho que decida las fechas de caducidad.
Desde el último capítulo de Los vigilantes de la playa, Anderson ha ido consiguiendo pequeños papeles sin demasiado peso aquí y allí: capitulares en los que se interpretaba a sí misma, la voz de Erotica Jones "stripper de noche y superheroina todavía más de noche" en unos dibujos para adultos, algún videoclip, algún secundario, alguna película directa a vídeo, nada demasiado relevante -ni bien pagado, imagino- hasta que Seth Rogen y Evan Goldberg estrenan su serie de ficción Pam & Tommy, la recreación con otros actores del infame episodio de la cinta de sexo casero robada, relatada desde el punto de vista post #MeToo. Los mismos que se hicieron pajas con el vídeo de Pamela fueron los que apuntalaron su carrera. Ningún estudio serio ni ninguna televisión quisieron contratarla: la jubilaron con 30 años recién cumplidos. Luego vino el documental que le dedicó su hijo, Pamela Anderson: una historia de amor, disponible en Netflix, en el que muestra casi a los 60 su vida alejada de Los Ángeles, reconciliada consigo misma y con su pasado, e ilusionada por su debut en Broadway en el musical Chicago.
Por eso Gia Coppola, nieta de Francis Ford y la más joven de la saga, pensó en ella para el papel de Shelley en The Last Showgirl, una de las películas de la Sección Oficial de la 72 edición del Festival de Cine de San Sebastián. Posiblemente, a sus 57 años, esta sea la primera vez que una película en la que participa Anderson compite en un festival de clase A.
Al igual que su personaje, Anderson entiende cómo es construir una identidad en base a la belleza, cómo es labrarse una carrera a partir de la exhibición del cuerpo en un espectáculo, cómo la mirada masculina tiende a confundir una imagen sexualizada con la prostitución, cómo es envejecer y ser sustituida por alguien más joven y cómo es ver que la carrera de una termina a pesar de que sienta que todavía tiene mucho que dar.
“Me encantó el papel en cuanto lo leí y me tocó muy de cerca. Nunca nadie me había ofrecido un papel así. Me atrajo la relación madre e hija, me tocó cómo intenta sobrevivir al negocio”, ha reconocido Anderson. “Yo he dudado mucho de mí misma y los demás también han dudado de mí, pero esta duda es la llama que te impulsa. Tienes que hacer las cosas para ti misma. Estoy orgullosa de la película y eso ya me llena”.
“Yo he dudado mucho de mí misma y los demás también han dudado de mí, pero esta duda es la llama que te impulsa"
Anderson ha revelado que el rodaje duró apenas 18 días. “Es lo maravilloso del cine independiente. Ha sido una obra de amor”. También ha reconocido que ha partido de su experiencia personal para construir el personaje de Shelley. “Me veo reflejada en el personaje y he utilizado mucho de mi vida personal, una vida que es muy difícil articular, desde Playboy hasta Los vigilantes de la playa, la historia de mis matrimonios, de mis hijos. Trabajamos mucho y de manera muy rápida, no había tiempo para sobrepensar y estoy muy agradecida a este proyecto porque sabía que podía dar más de mí”.
En el mismo año que La sustancia ha rescatado en Cannes la carrera de Demi Moore, The Last Showgirl viene a darle a Anderson la oportunidad de demostrar que puede volcarse en un personaje con un conflicto más profundo que la elección del vestuario. Es difícil que acabe en la terna final de los Oscar, a pesar de que Hollywood se pirra por las intrahistorias de redención personal. Anderson se esfuerza y deja entrever que se ha entregado a su película a vida o muerte. No es una actriz de matices y en ocasiones desaparece en medio de un reparto coral en el que Jamie Lee Curtis, que interpreta a la bailarina más veterana, ya retirada y reconvertida en camarera, se apodera de cada escena.
Coppola busca que entendamos que debajo de cualquier show, de cualquier máscara, hay un ser humano sintiente y doliente. Propone que para sobrevivir a la picadora de almas que es el mercado laboral de hoy sólo queda lo colectivo. Apuesta por la sororidad intergeneracional, en la que las mujeres más jóvenes pueden aprender de las maduras, y no necesariamente competir despiadadamente. Es una mirada melancólica a un mundo naíf que muere. Y un fin al que sólo puede sobrevivirse a base de reconstruir los lazos interpersonales, ya sean familiares o de amistad.
Más allá de Anderson y Curtis, The Last Showgirl también juega con lo metacinematográfico en el caso de Dave Bautista, que da voz y vida a Eddie, el gerente de The Razzle Dazzle. Bautista primero fue Batista en el mundo del espectáculo, uno de los luchadores más conocidos de Pressing Catch. Después ha conseguido papeles secundarios en superproducciones superheroicas, pero este es uno de los primeros roles en los que, al igual que Anderson, le han dado espacio y texto para recordarnos que es algo más que un cuerpo musculado. Por la pantalla también pasan los rostros de actrices jóvenes como Billie Lourd, Kiernan Shipka y Brenda Song, esta última salida de la factoría Disney y casada con Macaulay Culkin, niño prodigio, juguete roto rehabilitado.
Sin Anderson también es improbable que The Last Showgirl hubiera recibido tantas atenciones ni llegado tan lejos como la Sección Oficial. El guion de Kate Gerstern enherbra una historia más bien convencional que coge ritmo con los diálogos y las escenas corales, pero que no acaba de profundizar en los personajes ni de salirse, muchas veces, del cliché. En la dirección, Coppola sí apuesta por una imagen fuera de lo normal, con una película rodada en 16 milímetros y con lentes anamórficas, lo que le da a The Last Showgirl una textura de ensueño, sin profundidad de campo, con los fondos distorsionados y un foco que se centra casi exclusivamente en el personaje principal. Una combinación arriesgada, que puede sacar al espectador de la historia, pero que, al menos, propone una visualidad diferente.
The Last Showgirl es uno de los últimos títulos que se presentan en la competición donostiarra, aunque no parece rival para las favoritas a ganar la Concha de Oro. A un día de que se anuncie el palmarés -la gala de clausura se emitirá este sábado a través de La 2 a partir de las 21:00-, suenan fuerte tanto el documental taurino Tardes de soledad, del catalán Albert Serra, como On Falling, de la portuguesa Laura Carreira, un drama social producido por Ken Loach sobre los nuevos trabajadores pobres del comercio online.
The Last Showgirl termina con un primer primerísimo plano de Pamela Anderson. Ella sonríe, sonríe fuerte y enseña los dientes perlados enmarcados en el pintalabios rosa. Sonríe como para espantar el fin del mundo. "Nadie dirá que no lo dimos todo", parece pensar su personaje, Shelley, una bailarina de cabaret a la que retiran cuando el local de variedades en el que trabaja, The Circus, decide cerrar Le Razzle Dazzle, un espectáculo sicalíptico a la antigua usanza, "con sus bailes y sus vestidos de plumas", y sustituirlo por algo "más atrevido, más sucio", con bailarinas más jóvenes. El showbusiness retratado como un circo en el que, cuando se apagan las luces, los payasos y los animales vuelven a su parque de caravanas deprimente, lejos de las luces y las lentejuelas. Por algo The Last Showgirl tiene lugar en Las Vegas, la ciudad en la que las luces enceguecen la miseria.