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Descubrimos el plan secreto del cine franquista: ¡Franco quiso volver homosexual a toda España!
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Hernán Migoya

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Descubrimos el plan secreto del cine franquista: ¡Franco quiso volver homosexual a toda España!

Tras un sesudo análisis del cine bélico en la etapa más dura del franquismo, llegamos a una conclusión pasmosa: el sobrenombre de Paca la Culona tenía fundamento

Foto: Fotograma de la película '¡A mí la Legión!'.
Fotograma de la película '¡A mí la Legión!'.
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Queda claro que no hay nada como la imposición fanatizada de ideales para causar en la sociedad el efecto contrario: por ese motivo, en los países más catolicones y oficialmente castos hay un hotel para amantes en cada esquina; y por ese motivo preferimos ver películas de acción frenética de Hollywood a peñazos del terruño, comprometidos y moralistas, con "mensajes" muy bienintencionados que se creen de un extremo ideológico y se rozan en sus litros de melaza con el otro… Nada nuevo bajo el sol.

Por eso no debería sorprendernos tanto el fantástico descubrimiento que he hecho tras estudiar lo más granado del cine bélico español de los años 40, es decir, las pelis de guerra propagandísticas del régimen de Franco: y es que debajo de todos sus discursos patrioteros (ante tanto "¡Arriba España!", dan ganas de comentar sottovoce: "No tan arriba, hombre, que me mareo…") y tanta encomendación a la Virgen y tanta virilidad demostrada exclusivamente en la batalla contra el prójimo en lugar de junto a la parienta, se esconde una realidad evidente que los historiadores, en especial los revisionistas, han pasado por alto interesadamente, debido al peso de sus propios prejuicios y natillas: ¡Franco quería hacernos gays a todos!

Detrás de ello hay una lógica a prueba de fusilamiento y aplastante como un uniformado amándonos en la litera de una caserna: ya fuera por una debilidad personal que lo acercaba a las gallardas filas de la homosexualidad (tal vez el Generalísimo se pasó aún más tiempo dentro del armario que de un cuartel), ya por una fe despiadada en aniquilar cualquier cívico espíritu de convivencia cordial, Francisco Franco llegó a la conclusión de que, si realmente queríamos ser una raza superior distinguida en la contienda, los varones heteros debían olvidarse de sus deberes conyugales y consagrarse en cuerpo y alma a pegar tiros contra el "exótico" extranjero o los rojos "degenerados". En ese proceso, la mujer queda relegada a esfinge sin sentimientos, un estorbo en el camino, o como mucho una distracción del deber nacional(ista), un despiste que debe superarse… Lo que en el fondo ansiaba Franco era formar un Batallón Sagrado de Tebas a la española, donde todos sus paisanos integraran un ejército de soldados-amantes invencible. Y a ello aplicó una política cinematográfica implacable y, a su manera, congruente.

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Veamos cómo despliega este curioso plan, con la complicidad de una troupe casi fija y su actor fetiche al frente, el catalán Alfredo Mayo, en un vistoso desfile en formación de títulos destinados a inocularnos tan ambicioso y singular objetivo en tres sencillos pasos.

Paso 1: La mujer estorba

Lo primero que hay que decir de las películas bélicas que Franco promovió es lo belicosas que son. ¡No dan un respiro al hostigamiento de todo lo ajeno a su doctrina!

Ese modelo suyo que excluye a la mujer de las aspiraciones del hombre franquista ideal ya se ensaya en ¡Harka! (1941) de Carlos Arévalo, aventura colonial interesante, pero formalmente caótica sobre los alzamientos magrebíes de hace un siglo, en la que Alfredo Mayo interpreta por vez primera, con convicción y la percha que le caracteriza, el estereotipo de militar "casado con el ejército": un capitán incapaz de entregarse a las mujeres pero ansioso de hacerlo a los amigos, supuestamente con el fin de encontrar para su tinglado magrebí un heredero a su altura. Decepcionado porque su "discípulo" inicial (un teniente interpretado por Luis Peña con todo el donaire que derrochaba a sus 23 años) prefiere terminar abandonando el uniforme y Marruecos para casarse con su prometida (la actriz Luchy Soto) con vistas a emprender una vida muelle en la península, busca despechado el riesgo en las escaramuzas con los nativos rebeldes.

Pero al enterarse de que, de tanto tocarse la baraca, su superior y amigo ha muerto, el teniente de marras dejará a su frívola novia en la glamurosa noche madrileña y retornará al desierto a disfrutar del calor y de arriesgar el pellejo, para tutelar aquel legado de colonialismo glorioso mientras parte en pedazos, sin miramiento alguno, la foto de su exprometida. Lo irónico es que, en la vida real, Luchy y Luis sí culminaron su noviazgo en boda.

Foto: Un momento de 'España heroica'. (Filmoteca Española)

En sus siguientes producciones inmediatas bajo las directrices del dictador, los cineastas adoctrinados se animarían a replantear la misma fórmula esencial ambientada ya en plena Guerra Civil Española: uno de los primeros y menos populares estrenos de esa ristra, Escuadrilla (1941) de Antonio Román, narra lo bien que se lo pasan unos campechanos aviadores lanzando bombas y riendo con ganas mientras comentan quién ha acertado más. Guionizada por su director y por José Luis Sáenz de Heredia, tanto ellos dos como su plantel masculino (el reparto mantiene al vasco Raúl Cancio, siempre de militar menos bragado que los protagonistas; y aquí reemplazan a Luis Peña por el inquietante José Nieto como mejor amigo del héroe) conforman prácticamente el mismo equipo artístico que nos flagelará con Raza al año siguiente. Este ameno filme de aviadores dedicados, encabezados de nuevo por Mayo, el actor de la épica franquista por antonomasia y Teniente Provisional de Aeródromo él mismo (pues sirvió en la aviación durante la escabechina de tres años entre coterráneos), ya adelanta las constantes del mensaje subliminal que transmite de arranque todo el cine bélico de su amado líder: la mujer es una distracción indeseable en la cruzada por la patria.

Los ejemplos son interminables: "¡Vamos a ser más camaradas que nunca!", gritan alborozados los gañanes estelares en cuanto los aceptan como pilotos de cazas. Y el jefe de todos abraza al novato y le espeta: "En la escuadrilla somos camaradas y todos nos tuteamos". A las damas se las mira con sospecha y más si han estudiado en Inglaterra: "Aunque tarde", se lamenta el padre de una de ellas, "he comprendido que la educación ajena al espíritu de nuestra raza es uno de los motivos de que en España hayan arraigado ideas exóticas que en gran parte han sido causa de la guerra de hoy". Las coordenadas misóginas son impúdicas desde las propias palabras iniciales del progenitor: para él, las señoritas que ¡estudian! en el extranjero y bailan alegres ritmos anglosajones llevan a la perdición ese "espíritu tan nuestro, tan español"… Un poco más y ese hombre de bien acabará culpando a las mujeres de haber provocado la Guerra Civil.

Foto: Santiago Segura, como Torrente.

Solo de vez en cuando surge una voz discordante: "Aquí también hacen falta mujeres", protesta débilmente el teniente Guillermo (una vez más el bueno de Cancio, ¡siempre la tuerca floja del mecanismo!), porque se está quedando ya con la copla del sacrificio espartano. Sin embargo, todos los camaradas sin excepción son rápidos en disuadir al que se quiera desapegar del sudoroso destino que probablemente lo aboque a apechugar con una pichula más pronto que tarde: con una, grande y libre que lo pille por banda. Encima rechufla: "¡Recuerda que convinimos en que el primero en enamorarse dormiría una noche a la intemperie!", se retan entre sí, entre el recochineo y las veras, para desanimarse de la senda del noviazgo. Queda establecido que, claramente, la mujer molesta en ese panorama. Y por culpa de una de ellas (de nuevo Luchy Soto), el capitán y el teniente disputarán y mal cumplirán su cometido de exterminar al enemigo.

Qué moralejas tan utilitarias. ¡Este Franco era un facha! Digo, un hacha.

Paso 2: España es la caña

Ya es de todos sabido que la película Raza (1942) de Sáenz de Heredia se basa en una novela del propio Franco, camuflado bajo el pseudónimo de Jaime de Andrade, en la que este expone todos sus valores y actos de fe básicos, o sea, nos embute unas arengas fascistas de juzgado de guardia… La adaptación a celuloide, producida por CEA (Cinematografía Española Americana) y vendida con el lema "la gran superproducción española", no es el desastre fílmico que muchos aseveran (su realizador conoce el oficio y alumbra más de un plano notable), por más que esté lastrada por una demagogia, una impostura, una moralina y unos credos de no creer. Obviamente, sus cargas aleccionadoras caen en el mayor ridículo debido a lo disparatado de sus premisas morales, así como la agresiva simpleza y sobreactuada teatralidad de sus planteamientos. Pero basta de hablar en serio…

En este rimbombante largometraje, Franco depura sus armas contra las mujeres y reactiva con astucia su campaña subterránea para convertir a todos los varones españoles en compañeros de cama y trinchera. Las señales son claras, pues hasta en la inserción de las coplas ambientales con las que se entretienen los nacionales a pie de parapeto se le ve el plumero o la pluma al autodenominado Caudillo: "Marchan jóvenes y viejos a luchar por la cruzada, yo por unirme con ellos, abandoné a mi chavala", cantan abrazados dos soldados, uno de ellos mirando al otro con intensidad pasoliniana. Mejor síntesis del percal, imposible.

Pero los simpáticos franquistas insisten, por si no los entendimos a la primera: "¡He venido voluntario porque prefiero la guerra a tenerla to' los días con mi mujer y mi suegra!", corean dichosos en machota armonía. Esa noche se darán guerra, no hay duda.

Foto: Tarantino presenta 'Érase una vez en... Hollywood' en Berlín. (Reuters)

Este Lo que el viento se llevó del orgullo hispánico se fundamenta en la historia de una generación de patriotas arraigados en la casta de los almogávares: salen a colación los Rogeres (que no los rojetes: los De Lauria y Flor, digo) célebres en las gestas de los afamados guerreros. La familia protagonista es descendiente del marino Churruca, el héroe de Trafalgar: preocupado por el desmoronamiento de las últimas colonias, el Churruca finisecular lamenta cómo las potencias extranjeras promueven en Filipinas "la perenne rebeldía de la gente de color. (…) Además, la relajación de costumbres y, lo que es peor, la invasión de la masonería". Y llega a la conclusión más desoladora para el bravo almogávar o su heredero en funciones, el cruzado español: "¡La guerra no es popular!". Ay, ahí les dolía…

Ese patriarca de hace más de un siglo prefiere también embarcarse para guerrear en Cuba, rodeado de hombres agitados y resollantes, a permanecer en tierra firme con su mujer, pese a que el amojamado y vetusto capitán de navío es más feo que un pecado y su esposa es la deliciosa Rosina Mendía. Consecuentemente, su hijo "bueno", el capitán José (nuestro viejo conocido Alfredo Mayo, que vaya carrerón enhebró), tan responsable y respetuoso de la tradición, se echa a hacer la guerra civil sin hacerse de rogar y, para más inri y más RIP, infiltrado entre republicanos. Al primer rasguño, sus compañeros lo despojan de la guerrera y lo desnudan en la enfermería y él se deja hacer, cómo no. Luego, al ser descubierto y juzgado por fascista, hasta las mujeres lo repudian a imprecaciones e insultos: no le importa, ¡la única mujer a la que él conoce, respeta y hace el amor sin descanso es la patria!

El más gay de los hermanos, claro, se hace cura, otra penosa ruta habitual en la época para la comunidad LGTBI. La castidad de José con su novia, una abnegada —pero llena de carácter— Ana Mariscal, resulta asimismo muy elocuente. Por su parte, los únicos heterosexuales flagrantes quedan muy mal parados en la cinta: o son milicianos desharrapados, borrachos y vulgares, que solo saben entrar en sacrílego tropel a arrasar con todo y beberse el vino, los muy mendrugos; o les pasa como al cuñado de José, el militar Luis Echevarría (Raúl Cancio, por tercera ocasión), quien echa tanto de menos sus deberes maritales y a su amada esposa y sus hijos que decide desertar, dejando en evidencia la flaqueza visceral de todo padre de familia.

Foto: Práctica de un alumno de lo que fue el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas. (Cedida)

Por tanto, ser heterosexual en el código franquista es ser un pusilánime, un ensimismado, un rastrero y un cobarde lastrado por sentimentalismos que no priorizan los intereses de la nación. O dicho de otro modo: ¡ser heterosexual para Franco es ser un maricón! Y lo más imperdonable: ¡esos mansos prefieren la paz a la guerra! "Comprende que tú eres el loco y nosotros los cuerdos", remata el heroico José al desanimar a su cuñado de concretar su deserción. Eso no significa que el fascista ibérico no sea tolerante para con los arrepentidos: los franquistas acogen a los conversos, como buenos cristianos. "Tuve un pasado malo, de izquierdismo", dice uno, como quien se queja de un riñón mal ubicado en el cuerpo.

Ganada la guerra (vencieron, pero en efecto, no convencieron), José regresa momentáneamente a su amada en un aturdimiento transitorio, pero la vuelve a abandonar, esta vez por la tropa mora.

¡Cómo debe ser!

Paso 3: Maricas todos…

Por favor, no dejen de ver ¡A mí la Legión! (1942), auténtica joya kitsch que hoy debiera ser un símbolo pop completamente apropiado por el colectivo LGTBI, como las canciones de Fangoria o la efigie de Sara Montiel, muy garbosamente compuesta por el director Juan de Orduña, pionero del cine queer español: solo hay que asomarse a cualquiera de sus secuencias para darse cuenta de que Orduña era gay y quiso hacer de este filme su ¡Que no pare la música! particular, sustituyendo a los Village People por la Legión Española. Lo logró y este clásico está pidiendo a himnos marciales una nueva versión por Almodóvar, expurgada de varias paparruchadas totalitarias y racistas que la afean.

Nos hallamos ante una majestuosa fantasía homoerótica a la quinta potencia: el cuartel es como una sauna, con una taquillera a la entrada (la cantinera, con los rasgos mossianos de Pilar Soler), suspirante por los chulazos que la frecuentan y que guerrean descamisados para que los más jóvenes les vean las cicatrices y tomen ejemplo. "¡Viva el Tercio y que se mueran los feos!", exclama el más contrahecho. Y se mueren, se mueren: y también algunos guapos. Entre ellos, bisoños acunados en torsos desnudos y musculosos, expirando a centímetros de los labios del legionario que los abraza mientras musitan esa obra magistral del fatalismo que es El novio de la muerte. Por encima de todo destacan los planos de contrastados claroscuros que miman rostros y pectorales masculinos, exprimiendo la belleza de sus modelos. De Orduña ejerce de Pierre et Gilles en blanco y negro, de Jean Cocteau fallero y verbenero.

Foto: El director de cine Juan Antonio Bardem.

Alfredo Mayo es el castigador apuesto, hirsuto y varonil, sospecho que más al tanto de ese guirigay que Charlton Heston en Ben-Hur; Luis Peña es el masoca cuasi macarra, el protegido aseado metamorfoseándose en sucio expoliador, una lampiña preciosura angelical, pero ya corrompida (su raudo declive físico en los siguientes años daría para docudrama en Netflix), con una belleza de David tatuado, de yogurín con visos de caducidad, de ángel caído. Y caídos hay unos cuantos, por cierto, pereciendo y salvándose mutuamente entre abrazos, restregaduras y contorsiones de un solo pelaje, refregándose en la refriega, como cuando Peña rescata a Mayo arrastrándolo por los rastrojos a golpes inguinales. Por haber en la jarana del Orgullo Legionario hay hasta un número de transformista, a cargo del actor Miguel Pozanco, el Feo de los Calatrava de los años 30, y que fallecería tan solo uno después.

El tercio final descoloca con ese sorpresivo cuento de hadas localizado en la ficticia monarquía rusificada de Eslovia: nos endosan un fastuoso cuento sin princesa, con únicamente un príncipe y un mendigo inseparables… Más claro, el agua. Ni el engorroso zafarrancho propagandístico del epílogo empaña la alegría que nos contagia el ver a esos amigos íntimos que marchan juntos por el campo de batalla, felices en su reencuentro, hombro con hombro y la pechera abierta. A la novia cantinera, ni se sabe de ella ni se la espera. El director se desentiende y la parejita de legionarios ni os cuento. Si Raza es Lo que el viento se llevó, ¡A mí la Legión! no se conforma con ser menos que El mago de Oz.

Foto: Cartel de 'Viridiana'. (Uninci)

Por buscar otra analogía pertinente (salvando las insalvables distancias ideológicas: la tríada heroica en las viñetas de Mora, Ambrós y Darnís luchó siempre por la igualdad, el respeto al pueblo y la paz), ¡A mí la Legión! vendría a ser en fotogramas como El Capitán Trueno en la receta tebeística, por título logrado y memorable. Raza sería El Jabato, el mismo rollo pero bastante más ramplón, carpetovetónico y deslucido. Y Escuadrilla sería El Corsario de Hierro, no tan recordado, pero con su gracia (en el caso del inmortal Ambrós, más que gracia, maravilla, concedo).

En suma, ¡A mí la Legión! es con diferencia la más inteligente, divertida y sibilinamente moderna obra de todo el lote, y deja más expuestas que nunca, seguramente DEMASIADO expuestas para el gusto reaccionario, las preferencias profundas de la intelligentsia franquista, ilustrando sin tacha aquel viejo chiste que hace poco contaba la casi centenaria transformista Gilda Love y que podríamos parafrasear al dedillo: "Me alisté a la Legión para hacerme un hombre: y me hice uno, me hice dos, me hice tres…".

Y de este modo, toda España quedó gayficada y bien gayficada por ¡¡¡ese hombre!!!

Queda claro que no hay nada como la imposición fanatizada de ideales para causar en la sociedad el efecto contrario: por ese motivo, en los países más catolicones y oficialmente castos hay un hotel para amantes en cada esquina; y por ese motivo preferimos ver películas de acción frenética de Hollywood a peñazos del terruño, comprometidos y moralistas, con "mensajes" muy bienintencionados que se creen de un extremo ideológico y se rozan en sus litros de melaza con el otro… Nada nuevo bajo el sol.

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