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Caso Pelicot: cuando la vergüenza cambia de bando, pero no el dolor
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María Díaz

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Caso Pelicot: cuando la vergüenza cambia de bando, pero no el dolor

Es necesario mirar más allá de la narración mediática sobre la decisión de la víctima de celebrar un juicio público para saber de qué lado está aún la vergüenza

Foto: Gisèle Pelicot. (Reuters/Manon Cruz)
Gisèle Pelicot. (Reuters/Manon Cruz)
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Ha comenzado el juicio público por el caso de las violaciones de Mazan, una pequeña localidad del sur de Francia donde Dominique Pelicot drogó y violó durante casi diez años a su esposa, en compañía de desconocidos con los que contactaba por internet. Los abusos están documentados por el propio Pelicot y se han identificado un total de 52 agresores.

Cuando leí por primera vez sobre el caso reconozco que no experimenté sorpresa. Quienes con trabajo nos hemos forjado una conciencia feminista, quienes nos formamos para hacer frente a los mitos con hechos, sabemos que —al contrario de lo que la tradición popular perpetúa— el hogar es el ámbito más común en el que se ejerce la violencia contra mujeres y menores, no los espacios públicos. Los datos son claros: las paredes de nuestras casas protegen a unos y vulneran a otras. Lo que sí sentí, como muchos, fue un profundo dolor. Un dolor en los músculos y las entrañas, un dolor en el cuerpo y la razón.

Pero pronto el dolor fue aliviado por el dulce bálsamo que la digna imagen de Gisèle, la exesposa de Dominique Pelicot y principal víctima del caso con otras mujeres de la familia, aplica sobre la repugnante narración pública a la que asistimos desde hace días en los medios de comunicación. Ella, una mujer entera, prudente, moderada y modesta, ha decidido que el juicio, que se espera termine a finales de año, se celebre de forma pública para que la vergüenza cambie de bando, para que no sea ella, sino los agresores los que se vean obligados a taparse la cara.

Un triunfo moral, una cruzada justa, la restitución mínima necesaria: así sentí la decisión de Gisèle y su presencia ante la cámara, que la retrata como una Ana Orantes, una Hipatia, una Juana de Arco. En definitiva, con el relato mediático de su decisión, tan difícil de tomar y tan fácil de apropiar, acepté por un instante y sin rechistar el arquetipo de mujer virtuosa que vence en la resistencia, no en el ataque, en la calma y no en la ira. Una guerra que se gana y se entierra, como aquella novelita de Alessandro Baricco, poniendo el cuerpo, sí, pero sin sangre. Ahora me invade el pudor frente a estos sentimientos.

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Lo cierto es que entiendo de dónde vienen estos consuelos parcos, en los que sé que no caigo yo sola —por eso firmo este texto—. Los medios de comunicación reproducen esta imagen beatífica desde la mejor de las intenciones y subrayan lo que ya estamos inclinados a creer, que la excepcional violencia de un hombre —52 identificados en este caso— solo puede ser redimida por la excepcional virtud de una mujer.

Pero la verdad es que esto no tiene nada de excepcional. Estoy segura de que no he sido la única que ha buscado, que ha leído, que ha querido saber más de las violaciones de Mazan intentando comprender, dar respuestas. ¿Cómo? ¿Por qué? Preguntas inútiles y tramposas porque, por supuesto, sus respuestas nos son ya conocidas. Son las mismas que explican multas de 540 euros a empresarios murcianos por prostitución infantil, los asesinatos de la modelo suiza Kristina Joksimovic y de la atleta ugandesa Rebecca Cheptegei o los dos últimos presuntos casos de violencia machistas en menos de 24 horas en España, por poner algunos ejemplos recientes nacionales e internacionales.

Foto: Protestas en París por la violencia de género. (EFE/Teresa Suárez)

Entre titulares morbosos sin la menor humanidad y textos condescendientes, con una perspectiva de género pacata y mal aplicada, se repetían constantemente las mismas palabras: brutal, salvaje, bárbaro. Sin embargo, no hay nada en los hechos que apunte a un comportamiento primitivo o visceral por parte de Dominique Pelicot ni de sus cómplices. ¿Qué tiene de bárbaro el uso sistemático, protocolario, casi, de drogas legales prescritas? ¿Qué hay de salvaje en el contacto y planificación previa de las violaciones a través de un foro de internet? ¿Dónde ven el instinto animal en grabar todas las violaciones para luego clasificarlas minuciosamente con fechas y nombres en una carpeta de su ordenador llamada 'abuso'?

Son solo adjetivos vacíos para no tener que mirar, atender y describir la realidad. Y la realidad es que se trata de un caso en el que la víctima ya había acudido al médico preocupada por los efectos en su salud física y psíquica causados por la aún desconocida violencia sexual y, sin embargo, no despertó alarma médica alguna, ni ningún protocolo de seguridad. La realidad es que la trama fue descubierta por casualidad, porque ningún hombre conocedor de los delitos —tampoco los que rechazaron las propuestas de Pelicot— denunció a las autoridades. La realidad es que, a pesar de reconocer los hechos, y los peritos determinar la ausencia de enfermedades mentales y discapacidades psíquicas, ninguno de los acusados ha aceptado su culpabilidad ni ha pedido disculpas personales o públicas a la víctima. No, aquí no hay rastro alguno de barbarie, solo las señas de la civilización. Este crimen solo pudo cometerse en comunidad, en conjunto. Esta es una violación social.

Y es de este conocimiento, de saber todas las piezas sociales que debieron encajar para que estos abusos se produjeran durante diez años, de donde brota este dolor que necesitamos tapar con paliativos comunes, humanos, pero erróneos. Porque duele escuchar las mismas excusas de siempre —no sabía, no entendí, no pude evitarlo— las mismas manidas explicaciones —yo lo necesito y ella me lo niega— el mismo victimismo con el que revisten las meras consecuencias de sus propios actos. En resumen, las mismas respuestas que ya conocemos, la misma historia de siempre.

Foto: Las eurodiputadas españolas María Eugenia Rodríguez Palop (Unidas Podemos), Rosa Estarás (PP), Lina Gálvez (PSOE), Margarita de la Pisa (Vox) y Soraya Rodríguez (Ciudadanos). (EFE/Ricardo Coral)

Seamos francas, ¿qué alternativa tenía Gisèle si no la del juicio público y la compostura escultórica? Cualquier otra cosa no hubiera sido respetada de facto, cualquier otra actitud hubiera sido escrutada. ¿Acaso se respetó el anonimato de la víctima de La Manada, con sus datos pululando, de nuevo, por foros de internet? ¿Acaso se le permitió la dignidad? Supongo que Gisèle sabía lo que había, fue bien aconsejada y tomó la única vía que en realidad se le permite. Su imagen pública es la legítima defensa contra nuestros crímenes colectivos. No es verdad que la vergüenza haya cambiado de bando y no lo hará hasta que todos sintamos este dolor insoportable de sabernos parte del problema.

Ha comenzado el juicio público por el caso de las violaciones de Mazan, una pequeña localidad del sur de Francia donde Dominique Pelicot drogó y violó durante casi diez años a su esposa, en compañía de desconocidos con los que contactaba por internet. Los abusos están documentados por el propio Pelicot y se han identificado un total de 52 agresores.

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