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Los españoles somos la raza mejor adaptada: en Europa nos toman por magrebíes, en EEUU por latinos… ¡Y en Sudamérica por blancos!
Siempre quise ser negro o, en su defecto, indio… pero al final me he conformado con ser lo que soy: hispanomagrebí (… o algo así)
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Recuerdo que de niño mi mayor afán era ser negro. Creo que ese deseo nacía en mí porque sentía que los negros sufrían mucho y yo quería sufrir más que nadie. Había algo de masoquismo cristiano en mi obsesión por abrazar la dignidad del oprimido. También es cierto que el físico ayudaba: era muy moreno y en mi familia parecía fluir un porcentaje nada desdeñable de sangre gitana o libanesa, aunque mi aspecto remitía más al de un charnego de ascendencia afro. En un alarde de coherencia, el primer relato que escribí como ejercicio de clase en quinto o sexto de EGB se titulaba La desgracia de ser negro, frase con la que pretendía denunciar un arraigado racismo histórico, pero que, según como fuera leída, paradójicamente albergaba una involuntaria connotación racista.
Machín de extrarradio
En consecuencia, mi primer ídolo musical fue un cantante de raza negra. Por la época, podría haber escogido como icono de mis preferencias a una estrella del pop contemporáneo, como el componente masculino de Boney M, por ejemplo, quien con su aplomo y contorsiones sobre el escenario se notaba que era un triunfador, por más que ni cantara ni compusiera ni nada… y de haberlo imitado, con seguridad me hubiese ganado la amistad de más de una hermosa Sade Adu del barrio (que alguna había). Pero precisamente por eso, porque el tipo no sufría un carajo, más bien parecía gozar una vida de lujo y bacanal, no era digno de adoptarlo como mito a seguir. No, yo tenía que admirar a alguien negro que entonara himnos de sufrimiento.
Antonio Machín era la elección idónea.
A los 12 años, cada noche pegaba los auriculares a mis orejas para que los acordes de sus boleros de desamor se impusieran a los exorbitantes ronquidos de mi abuela, que durmió una larga temporada en mi cuarto. Me regodeaba así durante horas en la escucha de un porrón de himnos flageladores que desgranaban frases de padecimiento en carne viva como "yo te tengo que apartar… y es porque tú eres novia de un viejo amigo mío y piensa que sería si te llego a enamorar", o el celebérrimo "ya sé que tienes novio, ya sé que no me quieres, más a pesar de todo no te podré olvidar: te seguiré queriendo, te seguiré adorando, como yo a nadie quise, cuál nunca yo he de amar". —El "cuál nunca yo he de amar" de marras, por cierto, me ha parecido desde crío, un relleno con la carga afectiva de la tabla de multiplicar, una filigrana enrevesada que no aporta nada, la verdad—.
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Pero mi favorito, la obra maestra de todos los boleros, siempre ha sido Somos: ese "somos dos seres en uno que amando se mueren para guardar en secreto lo mucho que quieren" ya son palabras mayores. Y su colofón ("Pero qué importa la vida con esta separación, somos dos gotas de llanto en una canción: nada más que eso somos, nada más…") alcanza simas de fatalismo insuperables: es un sonoro corte de venas que me abismaba a la pena más profunda. Así sentía que me hermanaba con todos los negros que sufrían en el mundo. Pero mi situación personal era peor que la de Machín en la canción, porque él al menos habla de una relación previa: en mi vida de entonces no había ni de quién separarse, estaba más solo que la una. Tampoco me imaginaba, en mi ingenuidad de aquellos tiempos, que hubiera negros con un pene enorme que se lo pasaban muy bien haciendo el amor y felices a muchas mujeres y a unos cuantos hombres. De niño yo creía que todos los negros sufrían por fuerza.
Con la edad mi piel se fue aclarando, para mi propio escarnio y tristeza.
Ahora quiero ser indio
Ya adolescente, resignado a mi diluido tono epidérmico, me empeciné en que si no podía ser negro, sería indio. Compré varios libros de espiritualidad de los nativos americanos y vi 100 veces seguidas Un hombre llamado Caballo. Por la noche, metido en la cama, me estiraba con fuerza de las tetillas, pero no por lo que ustedes imaginan: no era un ramalazo de concupiscencia púber, sino que trataba de calcular el dolor que podía experimentar si también me izaran de los pezones con tiras de cuero durante la ceremonia de la Danza del Sol, como al mismísimo Richard Harris.
Por esa época le pispé a mi tío un par de colecciones añejas de tebeos del Oeste: una era la cincuentera Yuki el Temerario y la otra, más moderna, Jerónimo, que relataba las hazañas en viñetas del afamado líder nativo. Leía esas aventuras de guerreros indígenas y me imaginaba que yo también era un piel roja levantado en pie de guerra contra el invasor blanco. Odiaba a los rostros pálidos a muerte, sobre todo si encima eran guapos.
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Cuando cumplí 15 años, me compré mi primer reloj en una rara visita con mi madre a Barcelona, en el paseo Isabel II, junto al restaurante 7 Puertas: allí me hice con un Potens dorado que ostentaba la efigie de un jefe indio, muy peripuesto con su orgulloso perfil y plumaje. Cada vez que consultaba la hora me imaginaba ser un Rambo de linaje sioux, resistiendo en mi refugio en las montañas de los Estudios Balcázar contra los malditos anglosajones, armado hasta los dientes (en mi caso, piñata) y presentándoles batalla con la más cruenta violencia: un Rambo de dos rombos.
Todavía conservo ese reloj.
Humillado en Alemania y los EEUU
En mis numerosos viajes a lo largo y ancho del mundo me han tomado por todo menos por español. Recuerdo con especial pasmo una temporada en Berlín durante la cual trabé amistad con varios artistas alemanes. En los eventos culturales a los que acudíamos yo trataba de fingir una majestuosidad de guerrero noble a la altura de algún imaginario antepasado original del pueblo masái o de alguna reserva apache en el sur de Estados Unidos, pero me sorprendieron al decirme con desdén germánico que era clavadito a uno de los condenados por el atentado del 11M en mi propio país. Cuando lo comprobé en internet tuve que darles la razón. Me alegró que el sujeto no estuviera en busca y captura o me hubiera sentido en la obligación de no pisar la calle durante una temporada, por temor a ser confundido.
En Estados Unidos fue peor. Me dio por visitar hace poco a un amigo en Seattle y recién aterrizado en su aeropuerto, en pleno paso por el control de seguridad, la máquina pitó inclemente: dos corpulentos agentes me hicieron abrir la maleta y sacar un imponente chorizo cular del Bierzo que llevaba de regalo para mi colega gringo. Encima me dio por barbotar:
—It’s good, it’s chorizo. It’s also thief in Spanish!
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Eso de comentar, por hacerme el gracioso, que la palabra chorizo también significaba "ladrón" en España, no sé cómo lo entendieron, pero no pareció hacerles maldita la gracia. Uno de ellos se me acercó suspicaz y me lo arrebató de la mano. Encima el tipo era negro y me sacaba medio metro de alto, 20 cm de ancho y diez de espolón. Yo intenté hacerle comprender mi relación de empatía con su raza y que mi primer ídolo musical había sido el célebre bolerista Antonio Machín, uno de los suyos, pero no me prestó la menor atención, y ni dio muestras de compasión o solidaridad conmigo. Se agenció mi preciado regalo y, ante mis mudos aspavientos para que me lo devolviera, me lanzó un despectivo "No way, José!". ¡Como si yo me llamara José! Porque, para esos condenados estadounidenses, todos los hispanos nos llamamos igual. Deseé para mis adentros que se embutiera ese chorizo cular en los suyos, exactamente donde la propia denominación del producto indica.
Me fui de allí cagándome mentalmente en todos sus muertos y lagrimeando a la vez al comprender que estaba maldiciendo a una dinastía negra al completo que seguramente había sufrido lo indecible durante la época de la esclavitud.
Doble humillación en Perú: ¡Me tomaron por blanco!
Ahora que resido en el Perú, la cosa ha sido todavía más nefasta. Todos mis años consagrados a construir esforzadamente una identidad de etnia marginada no han servido para nada, pues desde que me instalé en Lima, para todos los limeños soy innegablemente blanco. ¡Me da una rabia! Nunca sabrán cómo envidio su bellísima piel cobriza, sus poderosas narices aguileñas, sus recias cabelleras de hebras perennes.
Incluso en las instancias oficiales, donde claramente deberían fijarse mejor en los rasgos físicos de la gente, asumen en mí un origen caucásico. La última vez fue en una comisaría de policía, haciendo cola entre decenas de inmigrantes como yo para gestionar un documento de la Interpol que garantiza que no soy un fugitivo de la justicia buscado en el extranjero —qué no hubiera dado de niño porque alguien me buscara, en el extranjero o en cualquier sitio, pero quién me iba a buscar a mí…—. Pues bien, pasmado ante el formulario en el que yo mismo debía dictaminar cuál era mi raza —un cuestionario cuyo mero planteamiento ya me parece racista per se—, le pregunté titubeante a la agente de aquella atestada sección qué pensaba que debía garabatear en la casilla.
Ahora que resido en el Perú, mi intento de construir una identidad de etnia marginada no ha servido para nada, pues en Lima soy blanco
—¡Blanco, pues! —me contestó casi indignada.
Para mi oprobio, los demás inmigrantes que allí aguardaban, en su mayoría venezolanos, estallaron en carcajadas, mirándome con abierto cachondeo. Entretanto, mi fuero interno ardía de indignación. "¡¿Blanco yo?!", pensaba para mí, iracundo ante aquel ultraje. "¡Qué humillación! Como si hubiera sido descendiente de una civilización imperialista que hubiera fomentado el esclavismo y la conversión forzosa". Pero así de injusta es la vida y la malinterpretación de las apariencias…
En el año 2017 se llevó a cabo un censo de la población en Lima, puerta a puerta, durante el que también fuimos obligados a consignar cómo nos "autopercibíamos" racialmente. Casi con seguridad soy el único habitante de la capital peruana que se ha definido oficialmente como bereber.
Recuerdo que de niño mi mayor afán era ser negro. Creo que ese deseo nacía en mí porque sentía que los negros sufrían mucho y yo quería sufrir más que nadie. Había algo de masoquismo cristiano en mi obsesión por abrazar la dignidad del oprimido. También es cierto que el físico ayudaba: era muy moreno y en mi familia parecía fluir un porcentaje nada desdeñable de sangre gitana o libanesa, aunque mi aspecto remitía más al de un charnego de ascendencia afro. En un alarde de coherencia, el primer relato que escribí como ejercicio de clase en quinto o sexto de EGB se titulaba La desgracia de ser negro, frase con la que pretendía denunciar un arraigado racismo histórico, pero que, según como fuera leída, paradójicamente albergaba una involuntaria connotación racista.