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Brad Mehldau, el músico de jazz que bajó a los infiernos de la heroína (y logró desengancharse)
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Brad Mehldau, el músico de jazz que bajó a los infiernos de la heroína (y logró desengancharse)

En 'Un canon personal' (Berenice), la primera parte de su autobiografía, el pianista de jazz habla con crudeza de su terrible y destructiva relación con la droga. Publicamos un extracto

Foto: El músico de jazz estadounidense Brad Mehldau. (Cedida)
El músico de jazz estadounidense Brad Mehldau. (Cedida)

La primera vez que consumí heroína estaba solo en mi apartamento de la calle Jones. Me habló con voz suave, me acarició y me dijo: "Todo va a ir bien. Todos tus problemas se han ido. Todo tu dolor ha desaparecido".

Era mucho mejor que beber. Bebía constantemente, tratando de llenar un vacío que no podía llenar. Y entonces era un desastre: ruidoso y malhumorado, o sensiblero y autocompasivo, diciendo gilipolleces, peleándome a veces con la gente, y actuando como el tonto del pueblo en los bares. Siempre tenía esa sensación de mierda a la mañana siguiente: me notaba el aliento agrio y la saliva como si fuese pegamento, tenía sed y sentía náuseas, y luego venían los dolores de cabeza y la depresión.

Cuando empecé con la heroína, esnifaba una sola bolsita de diez dólares al principio de la noche y... bum: felicidad, hasta bien entrada la madrugada, pero desprovista de toda la estupidez y la beligerancia: solo sentía una calma pacífica. Comparado con una cuenta de bar de treinta dólares, resultaba considerablemente más barato que beber, o al menos, al principio. Podía quedarme despierto hasta muy tarde en ese estado, y cuando me dormía lo hacía a base de bien: diez horas, y a veces hasta doce. Ni rastro de ese sueño de mierda que siempre sentía después de una noche de copas, cuando te despiertas a las 5:30 de la mañana y tienes que mear con un dolor de cabeza terrible, una sed tremenda y sintiendo ya muchas náuseas. No: dormía del tirón, durante horas y horas. Más tarde, me di cuenta de que era un sueño parecido al de la muerte: no soñaba nada, y no había absolutamente ninguna transición al estado de vigilia. El sueño que produce la heroína es diferente de cualquier otro tipo de sueño: es como si esa parte de tu vida desapareciese. Simplemente, se borra.

Allí solo, en mi apartamento, después de esnifar esa primera bolsa de heroína, pensé: lo he encontrado, estoy en casa. He encontrado a mi nena, he encontrado a mi amante, he encontrado a mi mejor amigo; ahora, ya tengo todo lo que necesito. Me quedé sentado en la cama, satisfecho y semiinconsciente, durante una hora o así (quizá más). El tiempo pasó, no ocurrió nada, ni me vino tampoco nada a la cabeza, en mitad de aquel reposo feliz. Fue perfecto: era justo lo que yo quería.

"Cuando finalmente me quedaba dormido después de consumir heroína, me reunía con esa chica joven en esa habitación"

Tuve una visión en la que aparecía una chica. Era joven, tal vez de unos veinte años; quizá fuese solo una niña. Era solo real en parte, como un dibujo animado, así que era difícil precisar su edad. Iba vestida con una falda tutú rosa y medias blancas, y tenía el pelo rizado y corto, un poco como el de Shirley Temple en la película Heidi, pero completamente blanco: como polvo blanco. Llevaba una varita mágica, y me sonreía con dulzura al tiempo que la agitaba de un lado a otro, sin decir nada. Empecé a pensar en ella como la Dama Rosa. La Dama Rosa siempre estaba en una habitación roja, con alfombra y paredes de terciopelo rojo. Era una habitación cerrada, cálida y silenciosa, iluminada con una luz suave. Cuando finalmente me quedaba dormido después de una noche de consumir heroína, me reunía con ella en esa habitación. La Dama Rosa y la habitación roja me hacían sentir consuelo: la Dama Rosa era una figura materna que me devolvía a un útero de terciopelo rojo. Me dejaba acurrucarme allí y me protegía del dolor.

placeholder Portada de 'Un canon personal', primera parte de la autobiografía del pianista Brad Mehldau.
Portada de 'Un canon personal', primera parte de la autobiografía del pianista Brad Mehldau.

Al cabo de un rato, me di cuenta de que no era un útero, sino una cáscara de huevo de muerte con un fino acolchado interior. La muerte es el cese de todo el sufrimiento y el dolor. ¿Cuál es el subidón de la heroína? ¿Cuál es su atractivo? Es saborear la muerte. Para mí, la muerte tomaba la forma de una dulce niña sonriente con tutú y rizos blancos. Podría haber sido peor, supongo.

Sin embargo, se trataba de una muerte artificial. Ya conocía la lógica de lo sublime. Era la otra cara de la belleza. La belleza hacía soportable la mortalidad al celebrarla, mientras que lo sublime la hacía aterradora al afirmarla. El falso bálsamo de la heroína hacía que la muerte pareciese bella y reconfortante. Amortiguaba el miedo a la aniquilación disfrazándola de bailarina. Si lo sublime era el miedo a un Dios como el del Antiguo Testamento, entonces la heroína era un falso dios. Qué cosa más estúpida sería morir por ella. Yo digo: que le den a cualquiera que piense que le va a llevar a otro sitio que no sea a una lenta muerte de mierda, o una muerte rápida e inútil.

Solo temes a Dios si crees en Dios; y, si juegas con la muerte, necesitarás que él te saque de sus redes.

Miguel

La gente con la que yo iba en aquella época era como yo. Cuando estaba de gira, me los encontraba, y nos acostábamos en plan aquí te pillo aquí te mato. Teníamos ese tipo de intimidad fugaz propia de las personas que están hechas pedazos, desesperada e impredecible, y que se acaba tan rápido como empieza.

Recuerdo a Miguel de Madrid. Yo tocaba en el Café Central con el saxofonista alto Perico Sambeat, el bajista Mario Rossy y el batería Jorge Rossy. Era un club muy importante en aquellos días, un buen garito, en el que siempre había buenos músicos. Miguel y yo nos olfateamos mutuamente aquel día, en una avenida muy concurrida
cercana al Prado. Tenía la típica mirada esquiva de alguien de la calle, pero también veía algo suave y penetrante más allá de eso, algo delicado: era aún un chaval como yo (tendría veintidós años, quizá menos). Yo solo chapurreaba unas pocas palabras de español, pero ambos sabíamos lo que queríamos: él quería coca y yo quería
heroína, y él me ayudaría a encontrarla si yo le conseguía lo que él quería. Trato hecho. Tenía 8.000 pesetas en efectivo de los bolos en el calcetín. Podía colocarme a base de bien y comprar para unos días.

"Había una anciana que vendía jeringuillas nuevas por 200 pesetas: conseguías un kit limpio para inyectarte, agua y ácido para el alquitrán"

Así que estuvimos todo el día de peregrinación. Nos saltamos los tornos de entrada al metro, cogimos uno que iba muy lejos de la ciudad, y cuando salimos no tenía ni idea de dónde estábamos. Caminamos por un descampado cubierto de cristales rotos, condones usados, agujas y mierda humana. Más adelante había edificios de piedra y gente merodeando, al otro lado de una valla muy alta. Gitanos. Era un campamento gitano. Se me hizo un nudo en el estómago. Había oído hablar de esos sitios. Estos tipos estaban locos: eran auténticos gángsters. Miguel estaba tratando de dar algún tipo de contraseña al gigantesco tío de la entrada, y no paraba de decirme cosas en voz baja: "no mira" ... "chicas" ... "cuchillo". Pillé a grandes rasgos lo que quería decir: no mires a ninguna de sus mujeres o el tío te clavará un cuchillo. Joder. Estas chicas no paraban de llamarnos: se contoneaban e intentaban atraer nuestra mirada hacia ellas. Algunas eran demasiado jóvenes. Una escena muy, muy jodida. A aquel lado de la valla se imponía una ley diferente. Bajé la cabeza.

Entonces conseguimos que aquel tío nos dejase pasar; y al entrar, toda la escena se volvió casi civilizada. Había una anciana que vendía jeringuillas nuevas. Qué maravilla: por 200 pesetas te conseguían un kit limpio para inyectarte, agua y ácido cítrico para descomponer el alquitrán. Sin ningún problema, compré un poco de buena heroína: por fin, no esa mierda chiclosa que me habían estado vendiendo los africanos de la Gran Vía, cortada con Dios sabe qué. Y tampoco olía a culo, como solía pasar si era de la calle, porque cada vez que les pillaban los de narcóticos se tragaban los paquetitos de plástico y los sacaban más tarde de su propia mierda. Para cuando lo comprabas, solo Dios sabía por cuántos zurullos había pasado. Aquí todo se hacía al descubierto, sin patrullas de policía: no se veía ni una. No venían por aquí. Pensé que podrían asesinarme y nadie se enteraría: podría desaparecer como si nada.

"¿Llegaría al concierto esta noche? Me metí yo primero, até la vena buena del brazo con el cinturón y me inyecté el zumo marrón"

Miguel consiguió su coca fácilmente y dimos con el sitio donde la gente iba a chutarse. Era una cabaña de piedra grande y destartalada, sin tejado, con unas doce personas dentro, en lo alto de una colina escarpada. Podía ver Madrid a lo lejos: una arrugada meseta de piedra y coches, sofocada por las olas de calor. De repente, se esfumó la imagen: no había más que polvo y caminos altos, y luego nosotros. ¿Llegaría al concierto esta noche? ¿Conseguiría volver allí en algún momento? Me dispuse a meterme yo primero, atándome la vena buena del brazo derecho con el cinturón e inyectándome el zumo marrón mientras todos me miraban. Ve despacio: lleva cuidado con el pinchazo si lo has cortado con algo sucio. No, estaba bueno, muy bueno; entraba muy bien y con mucha fuerza.

Luego vino ese sabor a sangre en la boca y un retortijón en el estómago como si tuviera ganas de vomitar, pero yo había aprendido a retener las náuseas y bajarlas hasta los testículos; y, un segundo después, sentí algo insuperable: como lo que se siente justo antes de correrte y justo después, todo al mismo tiempo. Quería llorar de lo bien que me sentía. A continuación, Miguel se inyectó cocaína con una aguja más pequeña en una vena de la mano. Se le humedecieron los ojos, todo su cuerpo se contrajo hacia atrás y luego hacia delante, y vomitó un poco en el suelo delante de él. ¡Puta madre! Hombre... Alrededor, todo el mundo estaba inyectándose, vomitando, sangrando, cabeceando, riendo y llorando a la vez. Y pensé: este es mi hogar. Pertenezco a este sitio, esta es mi gente. Esto es lo que soy.

Volví a la ciudad, con picores y totalmente colocado. Miguel se me colgó. Yo quería quitármelo de encima. ¿Podría venir al concierto esta noche? Claro, supongo. Estuvo en el Central solo quince minutos y la cagó: se metió en el baño como un auténtico descerebrado, estuvo demasiado tiempo dentro y le pillaron. Sangre en el cubículo, clientes enfadadados, miradas asesinas y susurros. Jorge se comió el cabreo del encargado y trató de apaciguarle. Al final, Miguel pudo quedarse porque era mi amigo y habíamos llenado la sala esa noche, pero nos dijeron que no podría volver nunca más. Él, avergonzado, no paraba de pedirme disculpas: totalmente colocadode farlopa, tragando saliva e intentando no vomitar.

"Me acompaña al hostal y volvemos a follar: yo puesto de caballo, y él puesto de farlopa. Le dejo ducharse. Lleva semanas sin hacerlo"

En el siguiente descanso, veo a un tipo mayor invitando a Miguel a una copa en el bar. Están hablando, y el tío mayor no deja de mirarme y de fruncir el ceño. ¿Qué problema tiene conmigo? Se nota que es gay a un kilómetro. Jorge me llama para que me acerque a la barra con ellos y nos presenta. El tipo me mira y asiente con una sonrisa sarcástica, como si él y yo hubiéramos hecho algún tipo de pacto con el diablo. Veo odio en sus ojos. ¿Qué coño está pasando? Entonces caigo: este tío es el cliente de mi amigo: le paga por sexo. Cree que soy un cliente más como él, que tenemos cierta complicidad, que competimos de alguna forma. En lugar de desprecio por él, siento un miedo que se remonta a muy atrás. Es otro depredador: es como un Dr. Dunn regordete con bigote. Y, por un instante, me siento muy mal por Miguel, que está allí sonriéndole a este cabrón, intentando ser amable con este marica malévolo que lleva vaqueros de diseño demasiado ajustados, porque necesita conseguir más dinero para comprar más coca y pagar una cama para pasar la noche. Después del segundo set, se van juntos.

Al día siguiente, Miguel y yo nos encontramos en la calle. Me acompaña al hostal y volvemos a follar: yo puesto de caballo, y él puesto de farlopa. Le dejo ducharse. Debe hacer varias semanas que no se lava. Sale desnudo, exhibiéndose. Es hermoso, como una estatua: todo pálido, pero demasiado delgado y frágil, como si pudieras tumbarle con solo darle un pequeño empujón. Es como si pudieras ver el azul de sus venas a través de su piel. Quiere darme algo a cambio de la coca que yo le di: su cuerpo. No tiene otra cosa. No quiero tener sexo con él. Quiero que se vaya de allí, porque aquello es demasiado. Empiezo a sentir algo, como si me preocupase por él. Quiero estar solo con mis drogas y luego irme al concierto y volver a meterme en la música. Me pregunta: por favor, ¿puedo pasar la noche aquí? Le digo glacialmente: tienes que irte. Se viste y se va en silencio de vuelta a la calle, donde le encontré. No volveré a verle nunca. Ahuyento los sentimientos con más drogas. Era como yo, pero estaba aún más jodido. Intentaba recuperar el poder de quienquiera que se lo hubiese arrebatado, y no lo conseguía. Intentaba adormecer el dolor con la coca. Alguien le robó algo y no podía recuperarlo.

[repetición - Miguel:]

Sale de la ducha y se seca frente a mí. Veo los moratones y las marcas que producen los chutes de coca en sus delgados brazos. "Eh... ¿me quedo contigo aquí, unos días?", pregunta como hizo entonces. Me mira retraído y asustado, encorvando la espalda.

"Sí, claro". Avanzo hacia él, cojo la toalla y le ayudo a secarse. Le abrazo y él se acurruca ligeramente en mi cuello. Me abraza fuertemente y no llora, pero tiembla un poco. "Vamos a tumbarnos", le digo. «Vale», responde en español. Nos metemos en la pequeña cama. Su cuerpo delgado está húmedo y frío. Le pongo la mano en el pecho. Estuvo tosiendo durante todo el tiempo que estuve con él, como si tuviera tuberculosis. Ahora ha dejado de toser, pero siento cómo su corazón late con fuerza. Le abrazo, eso es todo.

placeholder El pianista Brad Mehldu, durante un concierto en 2023 en Mahón el Menorca Jazz Festival. EFE / David Arquimbau Sintes
El pianista Brad Mehldu, durante un concierto en 2023 en Mahón el Menorca Jazz Festival. EFE / David Arquimbau Sintes

Un par de años después, estoy en Hamburgo. Jan, unos años mayor que yo, puede que tenga unos veintimuchos, pero es otro corderito perdido de ojos tristes y amistosos, que se prostituye en la estación de tren. Me lleva hasta la heroína. Le compro su piedra. Volvemos los dos a mi hotel de mierda frente al Hauptbanhof. Me inyecto. Es más fuerte que cualquier otra cosa que haya tomado en mucho tiempo, y me desmayo durante veinte segundos: me desplomo en la silla. Cuando recupero la consciencia, está llorando, y me mira con sus ojos húmedos llenos de miedo. "Me da mucho miedo ver cómo te clavas esa aguja en el brazo, tío. ¿Sabes lo que estás haciendo?" ¿De qué está hablando? Está delgado de cojones, lleva esa barba desaliñada y esos vaqueros caídos, y fuma crack. Y está asustado por mí. Habíamos estado juntos toda la tarde pasándolo genial, diciendo gilipolleces, de marcha por el Reeperbahn. Y ahora se pone sentimental, como si fuera mi novia. La ira suele ser la primera reacción; pero, bajo la ira, está ese miedo a algo que se parezca lejanamente a la intimidad que aparece cuando él muestra una preocupación humana. Aléjalo. Ira. Bajo la ira: miedo. Bajo el miedo: tristeza inconsolable.

Quiere darse un baño, así que le dejo, claro. Me pide que entre: ¿me dejas una toalla? Le miro. Está esperando sexo: me lo pregunta con la mirada, al tiempo que se exhibe. Le ignoro; le digo que tengo que seguir haciendo cosas y prepararme para el concierto. Se viste y se va; nos despedimos rápidamente y sin hablar. Otro tío roto. Estábamos por todas partes. Congelados, justo en el punto en el que todo se rompió. Como animales salvajes: la gente nos aterroriza, tratamos de permanecer unidos, pero al final la cagamos y nos alejamos unos de otros, y volvemos a salir a la luz, donde nos golpean de nuevo una y otra vez.

Coincidía con tíos así, y ellos buscaban cercanía; buscaban sellar una herida y sanar. Nos sentíamos atraídos mutuamente: no era solo cosa de las drogas. Pero nunca pude dejarles entrar más que a cualquier otra persona. No quería quemarme de nuevo, como me ocurrió con Ed y Dylan. Mi único santuario, además de las drogas, era la música; y duraba lo que duraba el concierto. Rechazaba la intimidad de todo el mundo: me asustaba.

*Nacido en 1970 en Florida, Brad Mehldau es un pianista y compositor estadounidense reconocido por su estilo único que fusiona el jazz tradicional con elementos del rock, pop y la música clásica. Un canon personal, la primera parte de su autobiografía, se publica ahora en España de la mano de Sinatra / Berenice.

La primera vez que consumí heroína estaba solo en mi apartamento de la calle Jones. Me habló con voz suave, me acarició y me dijo: "Todo va a ir bien. Todos tus problemas se han ido. Todo tu dolor ha desaparecido".

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