El pasmo de Ortega y Mario Navas conjura el plantón de Morante
Daniel Luque (oreja y oreja) fue el triunfador de la tarde en Valladolid, pero los mejores momentos salieron de las muñecas de diestro trianero y del recién ascendido matador pucelano
Más que en una plaza de toros, parecía que Juan Ortega y Mario Navas se encontraban en un tentadero, abstraídos del público y del ambiente, ensimismados en el primor de sus faenas para adentro. Y no hablamos de terrenos, sino de la concepción de una tauromaquia introvertida que los buenos aficionados apreciaron como el eco del mejor cante jondo.
Ortega toreaba con magnetismo y extrema despaciosidad al quinto juampedro, mientras que Navas disfrutaba a media altura de la nobleza del sexto. Se hubiera agradecido mayor raza y bravura en la corrida de Juan Pedro Domecq, pero las limitaciones de las reses no alcanzaron a malograr una tarde de fogonazos creativos este jueves en la feria de Valladolid.
Se impuso la ley de la espada. Daniel Luque (oreja y oreja) la utilizó con la eficacia de un samurái. Y se abrió el camino de la Puerta Grande sin haber contraído méritos interesantes con la muleta. La crispación y la violencia de su tauromaquia se notaron más en contraste con la delicadeza de sus compañeros de terna. Y no es que le ayudaran demasiado los toros de Juan Pedro Domecq -apenas se emplearon en el último tercio-, pero el matador sevillano prestó más atención a la eficacia que a la plasticidad.
Se marchaba en volandas Luque y lo hacían a pie Juan Ortega y Mario Navas, penalizados ambos por el desacierto con los aceros y conscientes también de haber conjurado y neutralizado el plantón de Morante.
Se ha convertido en un juego de azar seguir al maestro de La Puebla. Tanto se anuncia en una plaza como se ausenta de la otra. Ni quedan claras las razones de sus comparecencias ni se explican las espantás, aunque sus partidarios hemos convenido que estamos viviendo de las rentas y que la declaración a fin de año del morantismo nos sale siempre a devolver.
El problema de sustituir a Morante consiste en que Morante es insustituible. Y no por cuestionarse los méritos de Daniel Luque, sino porque la sugestión misma de Morante en Valladolid predisponía la sensibilidad y la devoción hacia un cartel de toreros artistas. Incluido Mario Navas, cuya reputación de novillero abelmontado y distinto circulaba entre los aficionados cabales llegados desde Madrid por carretera y por tren a semejanza de una romería.
Hemos visto a Navas cuajarse en Las Ventas, hacerse torero a carta cabal en la arena y el cemento de Madrid, así es que veníamos desde la capital con tanta ilusión como arrogancia para homologar la alternativa del muchacho. Hubiera preferido también él recibir la muleta y el estoque de manos de Morante, pero el maestro de la Puebla se ha consentido una temporada de intermitencias y arbitrariedades. Torea cuando puede, o cuando quiere, o cuando se lo consiente su estado de salud.
La ausencia en Valladolid repercutió en los tendidos -la plaza registró una entrada discreta-, pero no deprimió la concentración del debutante. Mario Navas disiente de los estereotipos. Ni quiso vestirse de blanco para doctorarse ni se arrebató de rodillas como acostumbran a hacerlo los toreros de ambiciones competitivas. Antepuso el toricantano la tauromaquia del pasmo y del temple. Y serenó al ejemplar de Juan Pedro Domecq -Valijero, 534 kilos, noblote- con naturales de garbo y enjundia. Los hubo de trazo largo y fueron bellísimos los que prodigó con el compás cerrado, aunque la torpeza con los aceros redujo el premio a una ovación. Le faltaron al toro la raza y el fondo. Le sobraron a Navas la torería y el desmayo, exactamente como sucedió en los muletazos por abajo que mecieron la embestida del sexto. Necesita el escalafón matadores como el diestro vallisoletano. Mario Navas milita en la diferencia, en la originalidad y en la inspiración, pero toda su cualificación y toda su excepcionalidad se resienten de la precariedad con que resuelve la suerte suprema.
Le sucedió lo mismo a Ortega en el desenlace de la hermosa faena el quinto de la tarde. Medias embestidas tenía el toro de Juan Pedro Domecq, pero el maestro trianero las arañó con muletazos al “relentín”, como decía José Antonio Campuzano tergiversando el concepto automovilístico.
Ralentizaban las muñecas de Ortega los viajes del animal. Y le extraía naturales inverosímiles y derechazos de asombrosa enjundia. Se encuentra en estado de gracia. Y se le nota disfrutar, como si estuviera toreando para sí mismo en una placita de tientas.
Más que en una plaza de toros, parecía que Juan Ortega y Mario Navas se encontraban en un tentadero, abstraídos del público y del ambiente, ensimismados en el primor de sus faenas para adentro. Y no hablamos de terrenos, sino de la concepción de una tauromaquia introvertida que los buenos aficionados apreciaron como el eco del mejor cante jondo.
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