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No es nostalgia, es euforia: pero qué hace todo el mundo flipando con Oasis
  1. Cultura
Héctor G. Barnés

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No es nostalgia, es euforia: pero qué hace todo el mundo flipando con Oasis

Después de una era de pesimismo y apocalipsis, la gente está por el optimismo y pasarlo bien: la sorprendente celebración del retorno de Oasis es un buen síntoma de ello

Foto: Un mural con un grafiti de Liam y Noel Gallagher, de Oasis. (EFE/Adam Vaughan)
Un mural con un grafiti de Liam y Noel Gallagher, de Oasis. (EFE/Adam Vaughan)
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Cada vez tengo más claro que nadie siente nostalgia por una película, una canción o un producto cultural concreto. Tampoco por una época, ni por un lugar, ni por una persona. Ni siquiera por el sentimiento asociado al descubrimiento de aquella obra, pareja o vivencia. Ya no sentimos nostalgia por lo que hemos vivido o por lo que nos gustaría haber vivido, ni siquiera sentimos nostalgia por esa juventud en la que todo era más fácil. Creo que eso a lo que solemos denominar "nostalgia" hoy no tiene que ver con el pasado, aunque se proyecte hacia él. La nostalgia hoy es, simplemente, un sentimiento perdido que todos deseamos volver a experimentar.

Y si hay un sentimiento que hayamos perseguido este año, tal vez sea la euforia. Una euforia que habrá quien vea desesperada, pero como lógica reacción a pandemias, guerras y apocalipsis que están a la vuelta de la esquina y que van a acabar con nosotros mañana mismo. Esa euforia no tiene mejor reflejo que la sorprendente efervescencia intergeneracional que ha generado la reunión de Oasis, un grupo que en 2009 había perdido toda relevancia cultural, con los Gallagher convertidos en carne de tabloide y discos que acababan en las cubetas en un par de semanas.

Entonces me he puesto a escuchar Acquiesce, Don’t Look Back in Anger, Rock’n’Roll Star, The Masterplan o Champagne Supernova y lo he entendido todo —y, también, he recordado por qué era mi grupo preferido a los 12 años—. Esos estribillos pensados para ser coreables incluso con diez cervezas encima, ese sonido titánico de guitarras que el indie sensiblero destruyó, esas secuencias de acordes siempre en ascenso, ese maximalismo sonoro del que no sabe qué significa "sutileza". Sobre todo, esa mezcla entre engreimiento e inocencia. La euforia, en definitiva, de imaginarse cantando con 20 trillones de personas "tú y yo vamos a vivir eternamente".

El análisis más lúcido sobre el fenómeno Oasis es, significativamente, el de un exfutbolista: el delantero del Liverpool y Aston Villa Stan Collymore, que recordaba que Oasis habían definido un momento y un lugar muy concretos. "La Premier League, Oasis, Blur, la revista Loaded, programas irreverentes como Word, la Eurocopa 96, un Gobierno laborista que llegó al poder con 'las cosas solo van a ir a mejor' o diseñadores como McCartney y McQueen", resumía. Un momento de optimismo en el que Reino Unido volvía a estar en el centro de todo tras años de desempleo, declive industrial y deportivo. La Inglaterra de la tercera vía de Tony Blair.

Estoy harto de intentar solucionar el mundo a través de la literalidad

Lo irónico es que yo también relaciono mi experiencia con Oasis con algo parecido: con la primera Champions del Real Madrid, la del gol de Mijatovic, y esa pringosa sensación de júbilo de los primeros años del Gobierno del PP. Cuando me recuerdo escuchando a Oasis siempre me veo una tarde soleada de primavera, de igual manera que con otras bandas me contemplo oyéndolas bajo las sábanas en fríos inviernos. Yo también tenía la sensación de que España era el centro del mundo, así que creo que era más bien un sentimiento de época que de lugar. De la euforia finisecular pre-efecto 2000, atentados del 11-S y crisis. Todo el mundo occidental era el centro del mundo.

Pero mi evolución con Oasis, como supongo que les ocurrió a tantos, es un reflejo de esa evolución de nuestros estados de ánimo a través del tiempo. A medida que la calidad de su música dejó de justificar que hiciésemos la vista gorda ante el bocachanclismo de los Gallagher, su comedia dejó de tener gracia. Según avanzaban los dosmiles, entraba en la universidad, salía de ella para caer en el paro poscrisis y empezaba a tomarme en serio la vida, me empezó a interesar más la autenticidad. Escuchaba música con raíces, fuesen folk americano o rock clásico, cualquier cosa que pudiese parecer genuino y auténtico.

Hoy estoy francamente harto de lo verdadero. Empiezo a apreciar más lo artificioso y lo interpretado, lo falso, quizá porque tengo más sentido del humor y como tantos, estoy fatigado de lo literal, del significado y del sobreanálisis. De intentar solucionar el mundo a través de la seriedad. Paradójicamente, el recibimiento al retorno de Oasis no tiene tanto que ver con su supuesta autenticidad de clase obrera como de servir de bufones involuntarios de un carnaval donde lo importante no es el mensaje, sino el medio, la forma sobre el contenido: millones de personas esperando el retorno de una banda que pocos echaban de menos.

Ha sido el verano brat de Charli XCX y el del optimismo radical de Dua Lipa, el de un hedonismo humanista donde bajo la aparente superficialidad musical y estética late un universo de buen rollo, respeto y afecto. Tomarse en serio las cosas tomándolas en broma. Un mundo de fantasía que es el negativo perfecto de la severidad de los discursos adoctrinadores de la "policrisis" que se emiten desde las instituciones y los medios de comunicación, asegurándonos que, este año sí, el otoño va a ser terrible. Como si la diversión y el disfrute fuesen la verdadera manera de construir esos lazos que la amenaza continua —cuidado: crash económico; cuidado: guerra; cuidado: invasión migrante— destruye día tras día sugiriéndonos que el enemigo son los demás.

Esa euforia en la que, de repente, encaja tan bien la candidez épica de los himnos de Oasis es una respuesta frente al peso de la realidad. Un tanto poptimista, claro, y, por lo tanto, infantil, pero la euforia es así infantil: un "estado de ánimo extremadamente optimista, que se manifiesta como una alegría intensa, no adecuada a la realidad". Si el estado de ánimo desde la crisis de 2008 ha sido el del pesimismo, tenía que llegar el momento del entusiasmo. De ahí que se enfaden tanto con los que recordamos que Oasis no eran para tanto. Lo que importa es sumarse a la fiesta, unirse a la macroconga.

La macroconga de la semana es Oasis. Que, a su manera, son también una forma de reacción frente a una deriva musical que en los últimos años se ha orientado hacia el pop, cantantes como Taylor Swift y la diversidad (sexual, musical, identitaria). Oasis, tíos cis, heteros, futboleros, fifes absolutos incapaces de abrir la boca sin decir nada altamente problemático, parecerían los últimos candidatos a protagonizar un rito colectivo para la generación Z, pero que haya tantas chicas centennials celebrando su retorno no deja de ser una forma de reapropiación irónica de su garrulismo.

Una especie de liberación en un panorama cultural con unos códigos morales tan estrictos que nadie puede salir ganando. Quizá estemos en la era de la poscancelación, si es que alguna vez hubo cancelación, en la que cualquier cosa, por problemática que sea, puede formar parte de ese macroteatro eufórico. Por eso, artículos como el de Simon Price en The Guardian, que calificaba a Oasis como la fuerza cultural más dañina del pop británico reciente, han sonado como una nota discordante. Porque suenan al amargado que se cruza en el camino de la conga.

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Incluso el previsible hooliganismo de los futuros conciertos de Oasis, tan criticado por machista, violento y garrulo durante las últimas décadas, juega un nuevo rol en esta reapropiación de la banda, de igual manera que los pogos (esos bailes colectivos en los que los danzarines se empujan amablemente) han reaparecido en festivales como el Riverside. Proporcionan una curiosa sensación de pertenencia física e identidad, incluso de liviandad en un mundo donde todo ya ha sido sobreanalizado hasta el vómito, donde cualquier gesto del famoso de turno o del anónimo viral que toque puede convertirse en una tesis doctoral.

Este optimismo no parte de la confianza en el futuro, sino de que para que el futuro sea mejor hace falta ser optimista

La misma liviandad que la serpiente veraniega que asegura que se puede ligar en Mercadona de 19.00 a 20.00, tan gratuita e inútil que resulta imposible de analizar, de igual forma que tampoco puede analizarse el verde brat ni los comentarios de los Gallagher. Un tono de Pantone, un acento de Manchester, un meme. Una reacción frente a la hiperbolia de análisis: bienvenidos a la era de la euforia. Una euforia que, al contrario de la nostalgia, se proyecta hacia el futuro. ¿Cómo no, si quien compre entradas ahora para Oasis no los verá hasta el año que viene, si es que llega a verlos?

Agotados de escuchar que el futuro ha sido cancelado, el signo de los tiempos está cambiando hacia la reinvención de un futuro que pasa por los chistes privados, por la confraternización feliz y por la ausencia de grandes significados. Relaja. Un optimismo que no parte de la confianza de que el futuro sea mejor, sino que parte de la idea de que para que el futuro sea mejor hay que ser, al menos, un poco optimista (y hay que serlo para confiar en que los Gallagher seguirán juntos el año que viene). Si el tiempo que nos queda es tan poco, que nos pille bailando: soy libre para ser lo que quiera ser, y cantaré el blues si me apetece.

Cada vez tengo más claro que nadie siente nostalgia por una película, una canción o un producto cultural concreto. Tampoco por una época, ni por un lugar, ni por una persona. Ni siquiera por el sentimiento asociado al descubrimiento de aquella obra, pareja o vivencia. Ya no sentimos nostalgia por lo que hemos vivido o por lo que nos gustaría haber vivido, ni siquiera sentimos nostalgia por esa juventud en la que todo era más fácil. Creo que eso a lo que solemos denominar "nostalgia" hoy no tiene que ver con el pasado, aunque se proyecte hacia él. La nostalgia hoy es, simplemente, un sentimiento perdido que todos deseamos volver a experimentar.

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