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Mi contribución al periodismo de autoayuda: ¡Cómo encontrar lo positivo a nuestros pensamientos suicidas!
Uno de los temas que nadie toca en esto de la autoayuda es el de los pensamientos suicidas. Yo siempre he convivido con ellos, puesto que desde niño fui una persona triste y melancólica
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Estos días, haciendo balance del fracaso absoluto que ha sido mi vida —aunque debo puntualizar que únicamente en términos personales y profesionales—, se me ha ocurrido que quizá con mi (mal) ejemplo podría ayudar a otras personas. ¿Y si en vez de encaminar mi carrera literaria hacia las novelas de sexo y violencia que tanto me gusta escribir, pero que tan pocas ventas han obtenido hasta ahora, me dedico a redactar libros de autoayuda? Así no solamente contribuiré a crear más lectores idiotas y felices, sino que además engrosaré el volumen de mi billetera, ¡que falta le hace!
Uno de los temas que nadie toca en esto de la autoayuda es el de los pensamientos suicidas. Yo siempre he convivido con ellos, puesto que desde niño fui una persona triste y melancólica. Pero a veces esos pensamientos suicidas me motivaron para sacarles un mayor jugo a mis días y no conformarme con una rutina monótona y gris. Un acicate masoquista contra la resignación, en suma.
No era un infarto, ¡era una taquicardia!
A los 21 años sufrí mi primer revés serio en la vida: una taquicardia de padre y señor mío. Me sorprendió una tarde sabatina echado en la cama, escuchando música deprimente de la que me encanta. De pronto, mi corazón se disparó y pugné por aspirar bocanadas de aire al sentir que me asfixiaba. Desarbolada mi armonía respiratoria, tuve la seguridad de que aquello era un infarto. Así que me quedé quieto en la cama, esperando a morirme.
¿El motivo? Mis padres estaban en el comedor, viendo la tele, y no quería molestarles: si me iba a morir de un síncope, ¿para qué los iba a asustar? Por esa razón permanecí inmóvil sobre mi lecho, aguardando con el corazón desbocado y el hocico boqueando como un pez en la playa, convencido de que la estaba palmando, hasta que al cabo de media hora de no diñarla me dio por pensar que aquel infarto ya duraba demasiado y que a ver si se iba a tratar de otro asunto. Era como cuando en la segunda de Bill y Ted caen a un abismo y, como nunca terminan de impactar contra el fondo, se acaban acostumbrando a la caída perpetua. ¿Cuánto tiempo puedes estar chillando de terror si el pozo no tiene fin? Pues eso. Cruzas los brazos y a esperar.
Compréndanlo: era 1992, yo no tenía ni idea de lo que era un ataque de pánico ni una taquicardia, no estaban de moda en los medios de comunicación. Así que a los 30 minutos de aparente asfixia no me quedó otro remedio que avisar a mis padres de que sentía que no podía respirar. Me llevaron de urgencias al hospital Taulí de Sabadell y allí el personal me suministró unos calmantes. Recuerdo cómo se rio de mí el enfermero que me atendió: "De esto no te mueres, chaval, ¡es solo un acceso de ansiedad!".
Sin embargo, había pasado tanto rato con el cuerpo, reaccionando por libre y desentendido de mi voluntad, que yo sentía que sí estaba muerto.
Dos psiquiatras de traca
Cuando llegué de vuelta a casa, ese cuerpo que ya no parecía mío temblaba como un flan. Y lo peor: mi cerebro operaba igual de histérico. Los pensamientos se me agolpaban desatados, todos tétricos, todos fúnebres. Realmente sentía que había perdido el control sobre mi anatomía y, acto seguido, como una prolongación lógica del fenómeno, también sobre mi mente. Y esos nuevos pensamientos estaban relacionados en su totalidad con la muerte. Era como si la vida me hubiera expulsado de mi burbuja juvenil con un patadón al grito de: «¡Espabila, que el tiempo pasa y vas a morir como todos!».
Y desde esa tarde mi mente, desrielada, comenzó a generar pensamientos suicidas por su cuenta, para mi inmenso terror… No me atrevía a cruzar delante de una ventana por miedo a tirarme por ella. Ni a mirar los cuchillos en la encimera de la cocina por temor a agarrar uno y clavármelo sin tiempo a meditarlo bien. Ni a esperar un tren en la estación, por la seguridad que tenía en que me arrojaría a su paso. Me invadía la certeza de que no podía dominar mis pensamientos y que esos pensamientos podrían generar actos terribles contra mí mismo, por más que no deseara llevarlos a la práctica (ni siquiera segregarlos).
En aquel trance recurrí a la médica psiquiatra que te ponía el ambulatorio local. Traté de explicarle mis sentimientos, pero por sus comentarios desatinados y consejos pueriles me di cuenta de que no entendía nada. Yo trataba de suplicarle ayuda para comprender por qué mi sesera expelía contra mi voluntad esas órdenes autodestructivas. Ella se limitó a decirme que dejara pasar el tiempo y que entretanto tomara estos antidepresivos y tal. Los tomé una semana: cuando vi que el cuerpo redoblaba sus temblores y con ellos se agravaba mi pavor psicológico, los tiré a la basura.
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Pasaron meses y cada vez estaba peor. No podía contarles nada a mis padres porque se hubieran asustado aún más. Normalmente pasaba unas horas tranquilo, con los sesos en reposo, hasta que un runrún en mi cabeza despegaba con su cantinela: "Quieres morir, en realidad quieres morir…" y, amablemente, ese hilo de razonamiento me sugería a continuación las formas más demenciales de quitarme de en medio. Otra vocecilla interior trataba de presentar batalla a esa voz primordial, pero inevitablemente acababa sepultada por la avalancha de verbalizaciones tóxicas. Cuando, avasallado por tanto hostigamiento mental, me rendía y abandonaba al aluvión de imprecaciones, la pesadilla paraba unas horas. Luego, vuelta a empezar.
En una de esas decidí acudir a otro psiquiatra en algún hospital y la iniciativa resultó casi más perjudicial que mi primera intentona. Cuando le conté mi caso al tipo, un señor maduro y gordito que me daba mala espina porque parecía Javier Gurruchaga disfrazado de batín, el señor en cuestión se limitó a gruñir complacido, como si tuviera en sus manos la solución mágica, y sin mayor comentario empezó a garabatear una receta. Luego me la tendió, diciendo:
—Tómate esto durante unas semanas.
Ahí sí me espanté. En la receta se leía claramente Prozac, ¡la famosa droga que por entonces tantos estragos causaba en la juventud estadounidense! Cuando le comuniqué mis reticencias a ese medicamento por miedo a hacerme adicto a su consumo, me miró como si fuera un petimetre recién salido del cascarón y exclamó con un matiz de lo más festivo e inquietante:
—¿Miedo a hacerte adicto? ¿Pero qué dices? ¡Qué va! Si yo tomo medio prozac al día ¡¡¡y estoy DE PUTA MADRE!!!
Nada más salir de la consulta, tiré la receta a la papelera y me resigné a lo peor. (Desde entonces, cada vez que tengo que inventar un villano pérfido y rastrero en cualquiera de mis cómics, suele ser un psiquiatra, con perdón de los buenos facultativos de dicha rama, que seguro existen y ejercen su indispensable labor de modo impecable).
Tardé un año entero en superar esa colosal crisis nerviosa y su trauma inherente. Mi tormento diario finiquitó con una visita, ya desesperada, a una escuela de yoga. Nunca imaginé una solución tan sencilla: como si fuera mi última oportunidad de supervivencia, aguardé al final de la primera clase y le conté a la profesora mis cuitas. Ella me escuchó (¡por fin alguien me escuchó!) y me explicó que la paz llegaría cuando NO abrigara ningún miedo a los pensamientos verbales. Que podía vivir sin ellos perfectamente. Que esos pensamientos negativos eran trucos de la mente para hacerme sufrir, pero que no tenía por qué suscribirlos. Que desactivado el miedo a generarlos y a sus contenidos, perdían todo su efecto.
Salí de allí como nuevo. Nunca me sentí tan aliviado como ese día, esa bendita mujer me quitó el peso de mi tortura con la actitud adecuada y las palabras precisas.
Los siguientes meses fueron los más felices de mi vida.
No hay mal que por bien no venga
Nunca volví a sufrir miedos de esa índole, pero obviamente los pensamientos negativos regresaron en diversas épocas de mi pasado. Quizás el momento más crucial se dio a los 30 años: yo acababa de abandonar un trabajo seguro como redactor jefe de una revista de cómics para intentar emprender mi carrera en solitario como escritor de novelas y guionista de tebeos. Desde los ocho años había estado convencido de que triunfaría como narrador, así que me quedé pasmado cuando mis obras me reportaron de todo menos dividendos.
Agobiado por la incertidumbre económica, me vi forzado a aceptar un puesto de director de revista digital porno que un matrimonio emprendedor me ofreció con buen tino. Hay peores trabajos, sí, pero ponerme a inventarme nombres descacharrantes de consoladores para un catálogo en línea mientras al lado varias chicas vociferan falsos orgasmos para su clientela del sex cam, no era tampoco mi ideal de culminación artística.
A los dos meses me quería matar. Sacarle punta a uno de esos consoladores y clavármelo en una cuenca. Mi único deseo ya era renunciar a ese puesto y volver a arriesgarme lanzándome al ruedo de mi vocación creativa… pero cada vez que mis jefes me veían dudar, los muy listos me aumentaban el sueldo. En mi punto álgido de agobio, invertí uno de mis días libres en deambular como alma en pena por una Barcelona invernal, tratando de acopiar el valor para decirle adiós al trabajo de mercenario y seguir mi propio camino.
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Acabé mi errabundo itinerario en la Barceloneta, de paseo aturdido por la playa, pasmado y doliente como un ánima maldecida de leyenda becqueriana. Empezaba a anochecer y a la mañana siguiente tendría que volver a esa puta oficina de consoladores y jadeadoras. Entonces mi mente se volvió a disparar. Mirando el tempestuoso oleaje negro frente a mí, solo se me ocurrió pensar: "Eres un maldito cobarde. Los verdaderos artistas no se lo piensan mil veces como tú haces. Si fueras un artista de verdad, te lanzarías a llevar a cabo tus obras soñadas nada más concebirlas, aunque tuvieras que arriesgarte al hambre y al rechazo. Si ahora tuvieras cojones, te meterías ahí en el agua sin vacilar, sin miedo. Pero eres un cagado y te mereces fracasar".
La cuestión es que discurrí media hora plantado frente al mar, reuniendo el coraje necesario para arrojarme al agua. Esa demora indecisa ya invalidaría per se mi supuesta determinación a convertirme en un personaje de acción, de los que afrontan sin miedo cualquier apuro o aprieto. En mi caso no fue así: al final, me eché a la carrera contra las olas con un canguelo de cuidado, ya más impelido por la progresiva oscuridad de la noche amedrentadora que por cualquier impulso épico. Choqué de golpe contra el oleaje y mis gafas salieron despedidas en la corriente, las pesqué de milagro. Logré aguantar cinco segundos sumergido y luego corrí de vuelta hacia la orilla, antes de que el mar me tragara definitivamente. Emergí empapado a la arena: mi abrigo era un buñuelo y demasiado tarde recordé mi agenda de teléfonos. Cuando la saqué del bolsillo, era un gurruño de papel teñido de azul.
Para haber calculado tanto tiempo mi inmersión en el Mediterráneo, se me había pasado completamente por alto el frío que luego haría y la imposibilidad de regresar en ningún vehículo, mientras vistiera aquella ropa ensopada. Aterido y chorreante, emprendí mi periplo de retorno, dejando un reguero de agua por el suelo que ni el de sangre del Cristo de Mel Gibson. Por suerte era ya noche cerrada y la gente no se fijaba mucho en aquel imbécil.
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Comprendí que no soportaría la helada caminando hasta mi piso en la otra punta de Barcelona, así que me dirigí al de la única persona que conocía con vivienda en aquel barrio de la Villa Olímpica: el fabuloso escritor —y santo varón, desde aquel día— Andreu Martín. Nos conocíamos de tres encuentros gremiales y una vez que le había acompañado al cine por la zona. Debían de ser las nueve de la noche y mi hipocondría flaqueaba acosada por elucubraciones de constipados mortales: llamé a su interfono y cuando respondió, tartamudeé sobre la marcha que me había caído al mar durante un trayecto en barca. Pese a lo absurdo del argumento, me franqueó la entrada. El hombre no hizo más preguntas: al verme llegar a su puerta dejando charquitos en las baldosas, me invitó a pasar, me animó a ducharme y me prestó ropa suya. Gracias a su auxilio pude regresar a casa sano y salvo. Muchos años después, de hecho la última vez que le vi, al descubrir que yo no guardaba en secreto esa historia, me preguntó si ya podía contarla. Lo dicho: un santo varón.
Lo gracioso de todo esto es que, por ridículo y patético que fuese mi comportamiento, al día siguiente me despedí de la empresa y dediqué el cien por ciento de mi tiempo a escribir y publicar mis historias.
Fracasé en mi empeño y la gente me odió, pero al menos lo intenté.
Loco por no incordiar
Creo que mi fracaso vital se debe no tanto a mi pesimismo congénito ni a mis pensamientos negativos que, como digo, de algún modo me impulsaron a esforzarme en su contra, sino al pánico a molestar que mi madre me inculcó desde niño. Para ella, solo había un pecado imperdonable: contrariar la paciencia o expectativas de las demás personas. Eso me mató un poco como individuo.
La única discusión seria que tuvimos fue durante mi penúltima estancia con ella en su hogar barcelonés, meses antes de que el cáncer se la llevara. Mientras yo me aseguraba de que todo mi equipaje estuviera listo antes de emprender camino al aeropuerto para tomar un avión al país donde habito, me advirtió que el conductor del taxi que había encargado ya le había avisado de que acababa de llegar a nuestro portal, 15 minutos antes de lo estipulado. A mí me disgustó esa urgencia inesperada, porque deseaba pasar un rato con mi madre y despedirme con tiempo y bien: al fin, no sabía si podría volver a verla. Sin embargo, mamá me apremió irritada con su sonsonete angustiado de siempre: "¡Venga, no vas a hacer esperar al taxista!". Y por desgracia, ahí me salió a borbotones la ira resentida que no había salido previamente en todo nuestro idílico historial maternofilial:
—Si tiene que esperar, que espere. ¡Es un puto taxi, mamá! Le pagamos para eso, para que esperen. Ha llegado 15 minutos antes, joder. No supongas fastidios que no existen. ¡Por qué siempre estás pendiente de hacernos sufrir por cosas que a esa gente no le importan!
Creo que mi fracaso vital se debe no tanto a mi pesimismo congénito sino al pánico a molestar que mi madre me inculcó desde niño
Se puso a llorar y solo me dio tiempo de abrazarla y pedirle perdón con los ojos inundados, pensando que si no volvía a verla, sería yo quien no se perdonaría nunca. Por suerte, al poco pude pasar a su lado dos meses más, y cuidarla con mi hermano y quererla hasta que expiró en casa y dos hombres se la llevaron tras meterla en una bolsa de plástico y atarla vertical a una carretilla de mano. Esa sí fue la última vez que la vi.
Lo relevante del caso es esa obsesión por no molestar ni hacer esperar a nadie que me inoculó lastimeramente entre un montón de cualidades positivas. De alguna manera, me educó para ser esclavo. Era una persona con mucho miedo a la gente, herencia supongo de una familia represaliada tras la guerra civil.
Mi manía por no incomodar a otros me ha llevado a rechazar puestos laborales de trascendencia, como la dirección de un festival de cine ofrecida en bandeja por su director saliente, sabedor de que de aceptar su oferta hubiera cabreado a compañeros amigos que creían merecer el puesto más que yo, por más que me supiera mejor preparado y mejor gestor que ellos. O me disuade diariamente de replicar a mis insultadores de internet, por un extraño sentido del pudor que me paraliza de vergüenza e impide responderles, incluso con razonamientos sensatos que se echarían por tierra sus improperios. Humillar a mis agresores verbales o demostrar a alguien que se equivoca me parecería impropio. Y por eso callo.
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Pero ya la cosa pasa de castaño oscuro cuando mi pretensión de no molestar a alguien implica un riesgo grave para mi propia integridad física: en dos ocasiones dos chóferes se durmieron llevándome como pasajero y no fui capaz de despertarles por no hacerles sentirse mal. Parece increíble, pero no lo es.
El primer conato de incidente ocurrió durante uno de mis viajes a España para visitar a mi madre. Ello implicaba un desplazamiento en taxi de tres cuartos de hora por Lima hasta su aeropuerto, a las tres de la madrugada. A medio trayecto, percibí por el retrovisor que al taxista le pesaban algo de más los párpados y que de hecho se le cerraban irremisiblemente los ojos. Contemplé por minutos, entre fascinado y acojonado, aquella fenomenal somnolencia y me esforcé en romper mi parálisis para advertir al hombre, lo más educadamente posible, de que se estaba durmiendo e instarle a que por favor despertara y atendiera a la carretera, que nos estábamos ya torciendo… Nada, fui incapaz. Permanecí mudo, pasivo, impedido por la directriz materna inscrita en mis genes de que no hay que alterar el sosiego del prójimo.
Total, que nos desviamos y, cuando ya nos íbamos a estampar contra el muro de un edificio, el tipo despertó de golpe y de un volantazo nos devolvió a la calzada. Me miró por el espejo con disimulo, pensando si me habría percatado de su desliz, y continúo conduciendo callado.
A veces la buena educación en exceso es un pensamiento infinitamente más suicida que todos los que uno crea albergar en su cocorota
A lo mejor era tan puntilloso con no molestar a los demás como yo y por eso no me preguntó nada.
El segundo incidente con visos de accidente, también en Perú, sobrevino de excursión al cañón del Colca, uno de los más profundos del mundo. Hacia las cuatro de la madrugada una furgoneta me recogió junto a una decena de turistas a la entrada de un hotel en Arequipa y arrancó con destino al renombrado valle. Ya de amanecida, yo era el único pasajero que no podía dormir. Incluyo en el recuento al conductor, porque enseguida caí en la cuenta de que al tipo le había entrado un sopor que amenazaba con mandarlo ipso facto al reino de Morfeo y de rebote al Infierno con toda su carga humana, puesto que si se desviaba medio metro nos íbamos de frente al vacío, loma abajo hasta una sima casi tan profunda como el cañón.
Este chófer, al contrario que el taxista, no se cortaba con melindres ni disimulos y se daba de guantazos en la cara, a lo película italiana, para mantenerse despierto. Y también dirigía miradas avergonzadas por el retrovisor para comprobar si alguno de sus pasajeros se había quedado con la copla de su letargo. En mí se activó entonces el mismo sentido del pudor al que aludo en este apartado, ¡y acabé desviando mis ojos para que no se coscara de que estaba al corriente de su paulatina modorra! El más avergonzado de ambos era servidor…
Como con el otro, me daba pena, yo qué sé.
Con este también tuve (tuvimos) suerte, porque cuando ya se le desplomaba la cabeza completamente roque y el descalabro se preveía inminente, una sacudida en la polvorienta ruta lo desperezó y al instante se fijó en que había un individuo haciendo señas desde la angosta cuneta: un camionero al que se le había estropeado el vehículo y que necesitaba un "aventón" hasta nuestro mismo destino. Probablemente, ese camionero nos salvó la vida sin saberlo. El conductor lo sentó de copiloto y se obligó a procurar conversación el resto del viaje a su improvisado huésped. Nos libramos de milagro y no por mi intercesión precisamente…
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En fin, un único deseo me ha movido a escribir esto: el de transmitir que a veces la buena educación en exceso es un pensamiento infinitamente más suicida que todos los que uno crea albergar en su cocorota.
Y con esta moraleja concluyo mi primer artículo de autoayuda, que como bien expresa el propio término, probablemente solo me ha ayudado a mí.
Estos días, haciendo balance del fracaso absoluto que ha sido mi vida —aunque debo puntualizar que únicamente en términos personales y profesionales—, se me ha ocurrido que quizá con mi (mal) ejemplo podría ayudar a otras personas. ¿Y si en vez de encaminar mi carrera literaria hacia las novelas de sexo y violencia que tanto me gusta escribir, pero que tan pocas ventas han obtenido hasta ahora, me dedico a redactar libros de autoayuda? Así no solamente contribuiré a crear más lectores idiotas y felices, sino que además engrosaré el volumen de mi billetera, ¡que falta le hace!