Lombardía, 2024: el turismo 'foodie' es ridículo, pero es lo mejor que se puede hacer en verano
Último capítulo de esta serie protagonizada por viajeros que, con la excusa de descubrir gastronomías tan distintas como la española o la china, acabaron explicándonos cosas sobre la política, la cultura y lo pesados que somos los turistas
:format(jpg)/f.elconfidencial.com%2Foriginal%2Fdc2%2F71c%2Fba6%2Fdc271cba62d0c9e54e567c0bbf8daaf4.jpg)
Hace quince días estuvimos en el lago Iseo, en la Lombardía. Uno de los objetivos del viaje era comer casoncelli, una pasta rellena que suele servirse con salvia y mantequilla. Son sabrosos y reconfortantes, pero, por lo general, nada del otro mundo. Sin embargo, estábamos de vacaciones y el fin era el de siempre: comer. En mayo, uno de los dos autores de este artículo fue a Bilbao a dar una charla; para su sorpresa, la otra autora quiso acompañarle. “¿En serio te apetece venir para oírme hablar de política?”, le dijo el primero. “No, es que hace tiempo que no me como un pil-pil en condiciones”, respondió la segunda. El pasado octubre, llegamos a Sicilia con la intención de comer crudo di mare e ir a freidurías. Antes, habíamos estado en Burdeos, porque uno de nosotros se empeñó en que quería patatas fritas en grasa de oca.
No recordamos la última vez que no convertimos la comida en el motivo central de un viaje. En algún momento, cuando hace años empezó a circular en España la palabra foodie, esta pudo tener algún prestigio asociado al cosmopolitismo y la exclusividad. Ahora, el término es francamente anodino. Porque, como todo lo vinculado al turismo, es una actividad de masas.
“Cuando se pretende interiorizar una cultura, probablemente no hay nada mejor que digerirla de manera literal. Eso puede explicar el enorme incremento de los viajes relacionados con la comida”, afirmaba hace pocos años The New York Times en un reportaje sobre el aumento de las ofertas que vinculan las vacaciones con el consumo de productos y recetas locales y las actividades relacionadas con la gastronomía. De acuerdo con una encuesta de la World Food Travel Association, un 59% de las personas considera que ahora, cuando viajan, la comida y la bebida les parecen más importantes que hace cinco años. Las instituciones y las cámaras de comercio son conscientes de ello; durante nuestro viaje al lago Iseo, comprobamos que existe un “tren de los sabores” que recorre la región en un viaje que “estimula todos los sentidos” del turista, que mientras visita iglesias y pueblos pesqueros puede probar las especialidades locales.
Sin embargo, el turismo gastronómico, al igual que la palabra foodie, no tienen nada de nuevo. El libro
:format(jpg)/f.elconfidencial.com%2Foriginal%2Fe8b%2Ffa4%2Ff7d%2Fe8bfa4f7d2a3ba7c6d086cb27465c970.jpg)
:format(jpg)/f.elconfidencial.com%2Foriginal%2Fe8b%2Ffa4%2Ff7d%2Fe8bfa4f7d2a3ba7c6d086cb27465c970.jpg)
Pero se equivocaban en algo. Creían que los foodies se habían convertido en una élite global que se extendía por todo el mundo. En realidad, cuarenta años después de la popularización del término, ya no son una élite, y solo alguien con poco sentido del ridículo se consideraría como tal. Ahora, los foodies somos las nuevas masas turísticas, tan inseguras de su estatus social que necesitan reforzarlo narrando la experiencia gastronómica a través de Instagram o enumerando los menús consumidos en los restaurantes de la lista World’s Top 50 Restaurants o la Guía Michelin.
Aun así, se está produciendo un cambio, quizá debido al encarecimiento de los restaurantes o al estancamiento de los salarios. El foodie genuino, teatralmente asqueado por la masificación —y tratando de olvidar que él forma parte de las masas—, está empezando a sustituir cada vez más la búsqueda de la excelencia por la caza de la autenticidad local. A fin de cuentas, comer en una trattoria unos casoncelli del montón, pero servidos por una mamma italiana que luego se inventa los precios al elaborar la cuenta, no solo es más barato que ir a un restaurante prestigioso, sino que transmite el estatus con el que nos conformamos la clase media snob: el del conocimiento de lugares relativamente secretos.
:format(jpg)/f.elconfidencial.com%2Foriginal%2Fbc5%2F3c0%2F93c%2Fbc53c093c779ae6680d5ea2a03a2f8a0.jpg)
En el libro
En esta serie de artículos veraniegos —en la que hemos contado las historias de un escritor estadounidense aficionado a las tapas, los taiwaneses que trajeron la comida china a España, el descubrimiento de la comida rápida neoyorquina por Julio Camba, la tarea de salvación de la cocina catalana que emprendió un anticuario inglés y la fascinación de un burócrata soviético por la comida industrial estadounidense— hemos querido ilustrar por qué nos atrae la relación entre los viajes y la comida. Pero si usted ha llegado hasta aquí, ya sabe por qué. Viajar y comer siguen siendo dos de las actividades más entretenidas que puede hacer el ser humano. Y aunque a veces resulte exasperante, y a veces adopte la forma de un tren gastronómico, la vulgarización tiene su lado bueno: sin ella, ninguna de estas historias habría tenido lugar.
Hace quince días estuvimos en el lago Iseo, en la Lombardía. Uno de los objetivos del viaje era comer casoncelli, una pasta rellena que suele servirse con salvia y mantequilla. Son sabrosos y reconfortantes, pero, por lo general, nada del otro mundo. Sin embargo, estábamos de vacaciones y el fin era el de siempre: comer. En mayo, uno de los dos autores de este artículo fue a Bilbao a dar una charla; para su sorpresa, la otra autora quiso acompañarle. “¿En serio te apetece venir para oírme hablar de política?”, le dijo el primero. “No, es que hace tiempo que no me como un pil-pil en condiciones”, respondió la segunda. El pasado octubre, llegamos a Sicilia con la intención de comer crudo di mare e ir a freidurías. Antes, habíamos estado en Burdeos, porque uno de nosotros se empeñó en que quería patatas fritas en grasa de oca.