Es noticia
Por qué no hay una orquesta como la Filarmónica de Viena
  1. Cultura
ÚNICA EN EL MUNDO

Por qué no hay una orquesta como la Filarmónica de Viena

La orquesta austriaca veranea en Salzburgo desde 1922 y es tan capaz de los mayores hitos —Bruckner, Weinberg— como de las funciones más convencionales ('El jugador')

Foto: Imagen de la Filarmónica de Viena con Riccardo Muti  al frente.  (Festival de Salzbugo/Marco Borrelli)
Imagen de la Filarmónica de Viena con Riccardo Muti al frente. (Festival de Salzbugo/Marco Borrelli)

No es cuestión de ponerse a hacer listas ni clasificaciones, pero no existe en el mundo una orquesta como la Filarmónica de Viena. Por su remota fundación (1842). Por los estrenos que jalonan su trayectoria (de Brahms a Ligeti). Porque funciona sin director titular desde 1933. Por la idiosincrasia del sonido. Y por la diferencia cualitativa que permite a la orquesta austriaca presentarse en los hogares de Occidente en cada concierto de Año Nuevo.

Es también la Filarmónica de Viena la orquesta residente del Festival de Salzburgo desde 1922. Y el argumento de continuidad y de coherencia musical en un siglo de historia por encima de las coyunturas y arbitrariedades, como si reposara en ella el fuego de la inercia creativa.

Veranean en los maestros vieneses a orillas del Salzach, pero trabajan más que nunca entre los muros del Grosses Festpielhaus, hasta el extremo de multiplicarse en óperas y conciertos con una implicación estajanovista impresionante. El jueves pasado interpretaron la Octava de Bruckner por la mañana y tocaron El idiota de Weinberg por la tarde. El viernes se reunieron en el foso otra vez para iluminar Los cuentos de Hoffmann (Offenbach), mientras que el sábado prodigaron El jugador de Prokofiev como prólogo de un nuevo doblete dominical (Bruckner, Weinberg).

Cuatro días. Cuatro óperas distintas. Dos conciertos. Música alemana, austriaca, francesa, rusa. Cinco directores diferentes. Y es verdad que la rutina musical no difiere demasiado de la temporada en Viena —las funciones en la Ópera, la temporada de conciertos— pero Salzburgo lleva al extremo la operatividad, la calidad y los defectos de una orquesta incomparable. Porque suena mejor que ninguna cuando se lo propone, pero adquiere los vicios del funcionariado cuando les desmotiva la agenda o el director.

Lo ha experimentado Marc Minkowski en las funciones de Los cuentos de Hoffmann y le ha sucedido algo parecido al joven maestro Timur Zangiev en las sesiones de El jugador. De hecho, el principal interés de uno y otro acontecimiento ha residido más en la originalidad trepidante de las propuestas escénicas —Mariame Clément y Peter Sellars, respectivamente— que en las soluciones musicales expuestas entre los límites del foso.

placeholder Un momento del montaje de la ópera 'Los cuentos de Hoffmann'. (Festival de Salzburgo/Monika Rittershaus)
Un momento del montaje de la ópera 'Los cuentos de Hoffmann'. (Festival de Salzburgo/Monika Rittershaus)

Se esperaba de Minkowski una concepción atrevida y extravagante de Los cuentos de Hoffmann, pero la función se resintió de los desajustes y del convencionalismo. Quizá porque el maestro francés necesita sus propias orquestas y sus músicos más allegados para expresarse con la cualificación que acreditan sus grandes hitos en el barroco y el clasicismo.

No terminaban los Wiener de implicarse en la ópera de Offenbach. Parecía un trámite circunstancial que derivaba la noticia del espectáculo a los méritos vocales de Benjamin Bernheim —impecable Hoffmann— y Kathryn Lewek, cuya versatilidad explica que resolviera con tanta holgura el desafío de interpretar los cuatro personajes femeninos de la ópera.

Foto: Un momento de la representación de la ópera 'El idiota', de Weinberg, en el Festival de Salzburgo. (Cedida)

No puede decirse lo mismo de su carisma escénico, pero el montaje inteligente de Clément sufragó el interés dramatúrgico extrapolando la narrativa escénica al rodaje de una película dentro de la ópera. Podían así diferenciarse los tres cuentos de Hoffmann y describirse sus matices argumentales, entre un guiño a la Barbarella de Jane Fonda y unas alusiones no menos audaces a la trama noir de Nosferatu.

Toda la imaginación del aparato escénico delataba la neutralidad del foso, más o menos como le sucedió a Timur Zangiev en las funciones de El jugador. Reaparecía el tótem de Dostoyevski después de la feliz adaptación de El idiota (Weinberg), pero la Filarmónica de Viena no sonaba con el estrépito, la sensibilidad y la fertilidad dinámica que habían caracterizado la versión imponente de Mirga Grazinyte-Tyla.

placeholder Representación en el Festival de Salzburgo de la ópera 'El jugador'.  (Festival de Salzburgo)
Representación en el Festival de Salzburgo de la ópera 'El jugador'. (Festival de Salzburgo)

La maestra lituana fue capaz de reunir las mejores cualidades de la orquesta austriaca, mientras que su colega moscovita, jaleado por las grandes casas operísticas como un nuevo prodigio, hubo de resignarse a una faena de disciplina técnica y de eficacia académica, sin llegar a explorar del todo la genialidad cromática de la partitura y sin preocuparse demasiado de cuidar a los cantantes. Allí estaban el bajo chino Peixin Chen, la soprano lituana Asmik Grigorian, el tenor yanqui Sean Panikkar y la gloria báltica Violeta Urmana para honrar a Prokofiev y para someterse a la fantasía de Peter Sellars, cuya deslumbrante versión escénica parecía trasladarnos no tanto a un casino futurista como al vientre de una máquina de pinball.

Le gusta a Sellars hacer política filantrópica en sus montajes. Y cuestionar al público con inteligencia, de tal manera que el recurso de los grandes espejos rotos al fondo del escenario interpelaba a los ricachones salzburgueses y les convertía en destinatarios de sus mensajes implícitos y explícitos sobre el consumismo, el culto al dinero, el desprecio al medio ambiente y las adicciones de una sociedad enferma y enfermiza.

Hubo aplausos inequívocos a los miembros de la Filarmónica de Viena, pero los clamores más rotundos se han podido escuchar después de la versión de la Octava de Bruckner que prodigó Riccardo Muti. Se trataba de conmemorar el bicentenario del nacimiento del compositor austriaco. Y de redundar en el idilio musical que perdura entre el maestro napolitano y la institución vienesa. Se conocieron en 1971. Y han compartido medio siglo de afinidades y complicidades. Por esa razón, el propio Muti aprovechó los conciertos del jueves y de este domingo para anunciar que se jubilaban el solista de trompeta y el de fagot. Se acercó a ellos. Los puso en pie. Y tomó la palabra para agradecerles la lealtad y la perfección artística.

placeholder El maestro Riccardo Muti, dirigiendo en Salzburgo a la Filarmónica de Viena. (Festival de Salzburgo/Marco Borrelli)
El maestro Riccardo Muti, dirigiendo en Salzburgo a la Filarmónica de Viena. (Festival de Salzburgo/Marco Borrelli)

Sonaba la Octava con una opulencia y una suntuosidad inclasificables. Se postulaba el sonido de Viena en toda su calidez y belleza. Se consumaba una ceremonia de promiscuidad cromática y de hondura estética, como si los wiener quisieran demostrar que nadie es capaz de tocar como ellos.

Y tienen razón. El problema acaso es la irregularidad. O la desmotivación que procuran algunos directores. O la rutina. O el estajanovismo del que hemos hablado. O la desmesura de una plantilla que no es siempre la misma, precisamente porque el foso del Festival de Salzburgo necesita la energía de la sala de máquinas de un trasatlántico.

No es cuestión de ponerse a hacer listas ni clasificaciones, pero no existe en el mundo una orquesta como la Filarmónica de Viena. Por su remota fundación (1842). Por los estrenos que jalonan su trayectoria (de Brahms a Ligeti). Porque funciona sin director titular desde 1933. Por la idiosincrasia del sonido. Y por la diferencia cualitativa que permite a la orquesta austriaca presentarse en los hogares de Occidente en cada concierto de Año Nuevo.

Música clásica Música Festivales Música Ópera
El redactor recomienda