La pasión ('Don Giovanni') y la compasión ('El idiota') estremecen en Salzburgo
El Festival austriaco contrapone un radical montaje de la ópera de Mozart con la reivindicación de Weinberg, un compositor sepultado por Stalin que resucita en los grandes escenarios
El viaje del cielo al infierno que propone este año el Festival de Salzburgo se resume en la experiencia de yuxtaponer el Don Giovanni de Mozart y El idiota de Weinberg. Puede que no exista mayor contrafigura al disoluto libertino que la integridad del príncipe Myschkin. Don Giovanni lleva la sociedad al extremo del erotismo y la muerte, mientras que el personaje de Dostoyevski se identifica no en la pasión, sino en la compasión.
Fue idea e iniciativa de Mieczyslaw Weinberg (1919-1996) adaptar la novela a una espeluznante dimensión operística, pero los méritos de la audaz extrapolación terminaron sepultados en el oprobio del compositor mismo. El nazismo y el estalinismo lo persiguieron con idéntico estupor. Weinberg sucumbió en el anonimato. Y se arriesgaba a la extinción póstuma de no haber intervenido la voluntad de un grupo de músicos afines que han logrado exhumar un tesoro musical tan fértil como gigantesco.
Pudieron comprobarlo esta misma temporada los espectadores del Teatro Real con el estreno y el acontecimiento de La pasajera. Es la primera ópera de Weinberg (1968) y alude al reencuentro de una superviviente de Auschwitz con su carcelera en un navío que los conduce a EEUU.
Weinberg, polaco de origen, ruso de adopción, había perdido a su familia en los campos de concentración. Y formó parte de los objetivos de las purgas estalinistas. Shostakovich le salvó la vida. Y Dostoyevski lo ha hecho en sentido figurado, precisamente porque El idiota, su última ópera (1987), ha conseguido reanimar su dimensión en la música contemporánea, hasta el extremo de tenerse que modificar el canon del siglo XX.
Mérito de una obra expresionista que no reniega de la tonalidad ni puede clasificarse mínimamente conservadora. Y mérito de Mirga Grazinyte-Tyla, una diminuta directora de orquesta lituana que está grabando la integral sinfónica de Weinberg en el sello eminente de la Deutsche Grammophon y que se ha convertido en la mejor avalista del compositor ruso-polaco.
Fue ella la artífice de las funciones de La pasajera en Madrid y lo es ahora de El idiota en el templo del Festival de Salzburgo. Allí —aquí— se ha reunido con los profesores de la Filarmónica de Viena para convertir el foso del teatro en el cráter del volcán donde crepita la ópera de Weinberg.
La versión musical impresiona en la tensión, en la corpulencia, pero también en la delicadeza, en la intensidad. Y en la introspección de un lenguaje que evoca a Shostakovich y a Hindemith tanto como remite a la psicología musical de Debussy (Pélleas et Mélisande) y como se concede pasajes de un lirismo conmovedor en los monólogos del príncipe Myschkin.
Fue el tenor ucraniano Bogdan Volkov el responsable de trasladar la sensibilidad literaria y musical de El idiota. Y de concebir una interpretación dolorosa respecto a las dudas existenciales que arrastra el personaje de Dostoyevski en su dimensión cristiana (la conciencia del prójimo), en su sentido de la compasión y en la percepción del dolor que malogra y arrastra a los demás protagonistas de la obra.
Correspondió a Krzysztof Warlikowski la trama dramatúrgica del acontecimiento. Y propuso una extrapolación a la URSS ochentera y deprimida. No ya por la estética del comunismo decadente, sino por la atmósfera opresiva en que se desenvuelven los personajes. Y por la impresionante cualificación vocal del reparto, empezando por las prestaciones de Ausrine Stundyte, Vladislav Sulimsky y Yuri Samoilov.
Ha trabajado a conciencia con ellos el director de escena polaco. Ha logrado trasladar al escenario la congoja, la miseria, el terror, el dolor, con que los trata la música en carne viva de Weinberg y la palabra de Dostoyevski. Y es cierto que el libreto lleva la firma de Alexander Medvedev, pero los méritos de simplificar la trama a tres horas y media de "lectura" se añaden a las alusiones textuales de la filosofía dostoievskiana. El príncipe Myschkin representa la categoría del idiota para los demás porque es más fácil caricaturizar a quienes le desenmascara que reflexionar sobre sus aforismos: "La belleza es poderosa, pero la bondad es eterna". "La humildad es la verdadera señal de grandeza". "La envidia es el veneno del alma". "El amor verdadero es desinteresado y sacrificial". "El amor no consiste en la posesión, sino en la liberación mutua que proporciona".
Unas y otras expresiones provocarían urticaria a la contrafigura de Don Giovanni. Por eso tiene tanto sentido la intención con que el Festival de Salzburgo ha contrapuesto el mártir de Dostoyevski a la criatura dionisiaca de Mozart. Se trataba de reponer la producción escénica de 2021. Y de conceder los honores del acontecimiento al criterio escénico de Romeo Castellucci y a la dirección musical de Teodor Currentzis.
Ambos se preocuparon de reafirmar las convicciones de un montaje perturbador y conmovedor, pero también radical y extremo, tanto en las arbitrariedades musicales como en las ambiciones de una dramaturgia de poderoso estupor estético. Castellucci convierte la forma en el fondo. Y concibe una trama teatral de acongojante belleza que transforma las arias en grandes cuadros pictóricos y que explora la plasticidad en la puerta de acceso a las angustias de la ópera de Mozart: la identidad, el erotismo como escapatoria de la muerte, la vacuidad, y la soledad a la que termina condenado el protagonista.
Es Davide Luciano quien interpreta al libertino. Y quien accede a desnudarse integralmente en la escena justiciera del último acto, por mucho que recubra su cuerpo un engrudo de color blanco que termina embadurnándolo hasta degradarlo al aspecto de una estatua de cal. Es el castigo con que expía no ya su inmoralidad y su libertinaje, sino la transgresión de las leyes superiores. Empezando por la ejecución del Comendador. Que es el homicidio a la autoridad. Y el principio del fin. Castellucci condena a Don Giovanni retorciéndolo de dolor. Y otorgándole el aspecto de los cuerpos que aparecieron en Pompeya desgarrados en la impotencia.
Ambos se preocuparon de reafirmar las convicciones de un montaje perturbador y conmovedor, pero también radical y extremo
No hay Dios en el Don Giovanni de Castellucci. Por eso la ópera comienza con la intervención de unos operarios en un templo religioso. Lo despojan del Cristo y de los ángeles y de las estatuas. Y lo transforman en un espacio ambiguo e inquietante lejos de los límites de la realidad y de la narrativa. Conviene tenerlo en cuenta porque la creación de un territorio fuera del espacio y del tiempo tanto permite tutear las claves metafísicas de la ópera de Mozart como predisponen una atmósfera de fantasía y de ensoñaciones. Se percibe la raigambre grecolatina de la cultura de Castellucci. Y se multiplican las escenas alegóricas.
Todo el segundo acto transcurre en un escenario vaporoso y onírico que parece el subconsciente de Don Giovanni. Y que traslada el dolor de sus víctimas femeninas. Cientos de ellas aparecen sobre el escenario, como si dieran cuerpo y cara al famoso catálogo de conquistas. Y como si predispusieran el camino a la condena del libertino.
La pregunta es el gran misterio de la ópera. Nada dice el "matador" de sí mismo. Nunca. Lo conocemos desde el trastorno de los demás y desde la sumisión oportunista de su escudero, Leporello. La incógnita permite a Castellucci un planteamiento dramatúrgico radical y audaz. O sea, confundirlo Don Giovanni con Leporello mismo. No hay manera de distinguirlos formalmente en escena. Visten igual. Tienen la misma barba, la misma altura. Y hasta parece haberse escogido un timbre de voz similar, de tal manera que la mistificación del amo y el criado tanto concierne a la cuestión identitaria del depredador como sacude el suelo de todos los demás personajes. ¿Quiénes son realmente unos y otros?
Las reflexiones filosóficas de Castellucci no contradicen el predominio de la estética, el pasmo de la plasticidad. El regista italiano es un esteta. No desde la superficialidad, sino desde la armonía y desde la sinestesia. Pocas escenas más bellas hemos visto en un teatro que el dúo de La ci darem la mano o que el aria final de Donna Anna, aunque la versión teatral de Castellucci también tiene en cuenta los pasajes cómicos, muchos de ellos depositados en la grotesca pusilanimidad de Don Ottavio, un impostor al que disfraza de dictador bananero y al que provee de un caniche gigante como metáfora de un poder amanerado, decadente y fútil.
Se antoja muy exigente el montaje de Castellucci. Caro, costosísimo. Acaso el principal defecto de su Don Giovanni consista en la distracción de la música a propósito de tantas subtramas y elementos perturbadores —llueven objetos del cielo como un cuadro de Dalí en movimiento—, pero es cierto que Teodor Currentzis mantiene el foso en permanente estado de incandescencia.
El regista italiano es un esteta. No desde la superficialidad, sino desde la armonía
Compareció el maestro griego con su propia orquesta —-Utopia—, una especie de prolongación orgánica y musical que le consiente tocar la música como si realmente discurriera entre sus manos. Recurre Currentzis a los instrumentos de época —maderas, viento, percusión…—, pero no tanto por razones filológicas como por las facultades cromáticas que conlleva la experiencia. Su Don Giovanni es arrebatador, voluptuoso, pero también extremadamente sensible y emotivo. Acompaña a los cantantes como si respirara con ellos. Y concibe en el foso un fabuloso ejercicio de intensidad y de emociones. Parece un chamán. Un personaje de ultratumba. Un director arbitrario, pero no caprichoso ni superficial.
Currentzis nos traslada la luz y la oscuridad, el estupor y la penumbra. Y consuma un prodigio artístico y mistérico al que respondieron con clamor los espectadores salzburgueses. Era la manera de homologar una nueva frontera en la travesía de Mozart . De reconocerle y de identificarlo como el nuevo hechicero de la tribu, aunque las ovaciones también premiaron la cualificación de los cantantes. Porque fue imponente la Donna Anna de Nadezhda Pavlova. Porque Julian Prégardien aportó refinamiento al papel de Don Ottavio. Porque Federica Lombardi interpretó con gran personalidad el personaje de Donna Elvira. Y porque Davide Luciano y Kyle Ketelsen fueron capaces de confundirnos sobre la identidad de Don Giovanni. "¿Quién soy yo?", se pregunta en alto el personaje de Mozart. Nunca lo sabremos.
El viaje del cielo al infierno que propone este año el Festival de Salzburgo se resume en la experiencia de yuxtaponer el Don Giovanni de Mozart y El idiota de Weinberg. Puede que no exista mayor contrafigura al disoluto libertino que la integridad del príncipe Myschkin. Don Giovanni lleva la sociedad al extremo del erotismo y la muerte, mientras que el personaje de Dostoyevski se identifica no en la pasión, sino en la compasión.