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Puigdemont ama más a España que mi familia toledana
Es uno de esos tipos grises y casposos que han basado toda su personalidad no en soñar con que España desaparezca, sino en germinar en sus entrañas el deseo oculto y reaccionario de que nada cambie nunca
Me encanta despertarme cada cuatro años en verano y ver qué nuevo deporte han hecho olímpico: además del break dance o el skate, en París 2024 han decidido que el trilerismo también lo sea.
Reconozco que me emocioné mucho al ver a Puigdemont completar semejante scape room por Barcelona: creo que fue la primera vez que sentí nostalgia. Mientras escuchaba a los tertulianos de La 1 o LaSexta comentar la posibilidad de que el expresident de la Generalitat huyera de Catalunya oculto en un maletero cuál pistola de pandillero haitiano, empecé a tener reminiscencias del 2017; fue en aquel año cuando Bad Bunny y C. Tangana sacaban respectivamente Tú no metes cabra y Mala Mujer mientras yo, con 16 añitos y un intento de bigote que era más fantasía que realidad, apuraba mi adolescencia y forjaba la que luego sería mi personalidad.
En España somos muy de personalidades: cuando adoptamos una, no hay quien nos la quite. Todos tenemos —o somos— ese mítico colega jevi que sigue articulando su existencia en una maqueta de Metallica mal grabada, aunque ya tenga que peinarse las greñas hacia delante, pues la alopecia siempre puede con la melena; o conocemos —o somos— a ese hombrecito pequeño que por mucho que ya no cumpla ni los treinta ni los cuarenta sigue creyéndose Stephen Curry y se presenta a todas las citas con una camiseta de los Golden Warriors con el cuello amarillento. Y en el catálogo de personalidades, por supuesto, también están las de odiar o amar a España de manera enfermiza.
En mi familia, por ejemplo, una de esas muy toledanas de misa los domingos y mantel de tela a la hora de comer —el hule de plástico es una puta blasfemia—, se ama a España con ceguera. De tan absurdo que es, es un amor compulsivo y demente e insano, como esos que salen en las películas de Filmin que tienen escenas con primeros planos en la playa en las que se ven hasta las escamitas de sal. Es un amor eterno en el que jamás podrá haber divorcio, pues la misma existencia de mi familia se reduce a querer a La Patria como si fuera el único pilar al que agarrarse, aunque jamás dé nada a cambio.
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En el lado contrario, está el odio desnortado; es un odio que no viene de la indiferencia o la repulsa hacia los nacionalismos en general, sino únicamente hacia el español —pues muchos de los que lo profesan luego babean con las banderitas de otros estados más al norte o al sur—. Ellos no odian los países ni las naciones, sino solo a España por una especie de reacción a quienes son como mis familiares; ellos no sienten repulsa a este país por sus casposos y absurdos símbolos nacionales, o por la opresión centralista que ha ejercido sobre territorios históricos como Asturias o León, sino que lo hacen por una especie de folklore personalista que no tiene ninguna justificación lógica. Ellos no son ni reformistas ni progresistas que quieran cambiar un trozo de tierra que sencillamente existe y existirá, nos guste o no, sino que profesan un odio tan religioso como el amor de un devoto a la Virgen María.
Muchos pensarán que es en esta última categoría donde debería encuadrarse un tipo como Carles Puigdemont, pero no; Puigdemont, trilero profesional y aberrante sionista que se haría trampas incluso jugando contra él mismo, es uno de esos tipos grises y casposos que han basado toda su personalidad no en soñar con que España desaparezca, sino en germinar en sus entrañas el deseo oculto y reaccionario de que nada cambie nunca.
Él ama el centralismo exagerado que se ejerce contra algunas regiones porque vive de su existencia como si fuera una tenia; él no querría un pacto ético y estético con regiones como Euskadi o Asturies o Andalucía o la misma Catalunya que fuera justo para todos, sino que fantasea cuál asistente a una sala X con que esa opresión se siga ejerciendo para él poder seguir vivo —montó un proceso independentista sabiendo que no era posible, no hace falta explicar nada más—.
Puigdemont se relame cuál serpiente cada vez que algún friki de Vox pide públicamente alguna animalada contra él o cuando en Ferraz corea su nombre con odio uno de esos tronados que se manifiestan con muñecas hinchables; Puigdemont no quiere destruir ni mucho menos reformar España, sino que la ama profundamente con esa misma patología obsesiva que mi familia toledana y quiere que las calles franquistas y las matanzas en las plazas de toros y las boinas y los entrecejos y los galgos ahorcados y los manchurrones de cocido en las camisas y los barcos con dibujitos de Piolín y los cafres en televisión se mantengan; Puigdemont es parte del folklore nauseabundo y pestilente que nos viene pegados a las botas de los que hemos nacido aquí, más aún siendo de clase obrera, y sueña con que nada cambie para poder seguir existiendo.
Puigdemont ama más a España que mi familia toledana.
Me encanta despertarme cada cuatro años en verano y ver qué nuevo deporte han hecho olímpico: además del break dance o el skate, en París 2024 han decidido que el trilerismo también lo sea.